Por Redacción Marcha / Arte por Eva Ami
Ayer, lunes 13 de abril, se nos fue Eduardo Galeano, uno de los más significativos escritores que ha dado nuestro continente. Queda una obra tan prolífica como necesaria para conocer, y comprender, la historia social, cultural y política de América Latina.
Cuando apenas clareaba y la mañana nos sacudió con la noticia, sentimos que no había mucho por decir, sólo dejar andar la tristeza hasta que la idea se haga más llevadera y soportable.
Ayer, lunes 13 de abril de 2015, falleció en su natal Montevideo, a los 74 años de edad y debido a una afección pulmonar, el escritor y periodista Eduardo Germán Hughes Galeano. Para más de una generación de latinoamericanos, un autor omnipresente en nuestro peregrinar cotidiano a través de sus palabras, sus ideas, su constante y humano recorrido por la vida. Por eso, cuando una persona así muere, es como si a la vista de un paisaje le sacaran una montaña o un lago.
La noticia es dolorosa y todo lo que tenemos para decir nos suena trillado, pero acá estamos y en estas breves líneas daremos un escaso e insuficiente homenaje a su eterno y rico legado.
Es imposible hablar de Galeano sin hacer mención a Las venas abiertas de América Latina. La lectura y relectura de este libro es esencial para todo aquel que pretenda conocer la historia de nuestro continente. Galeano se pone en el difícil papel de alguien que no escribe al costado de la ruta; le da piel a un periodismo orgánico que asume la tarea de darle voz a los que jamás la tuvieron, de brindar testimonio de las trágicas historias de los ignorados de siempre, de los olvidados, de los excluidos, de los pisoteados, de los derrotados.
Fue un intelectual apegado siempre a las urgencias de su pueblo, escribió a partir de él, visibilizando a los nadies, apoyando y apostando a los procesos de cambio; dialogante eterno del zapatismo, ayudador empedernido de la Revolución bolivariana, cerca en todo momento del proceso boliviano, compañero durante el más de medio de construcción socialista que lleva la Cuba rebelde. Era el que respondía con su media sonrisa y su mirada cristalina si cualquiera le tocaba el timbre de su casa en Montevideo, salvo cuando estaba en un boliche de esos que pueblan aún su ciudad natal y que de este lado del charco llamaríamos el barsucho de nuestra esquina, donde la banda se junta a compañerear un rato cada día.
Anduvo por la escritura sin respetar ningún tipo de frontera genérica, a las que consideraba poco menos que aduanas burocráticas de la creatividad. Así, libres, llegaron sus textos, rompiendo esquemas, fundando géneros, inventando sueños para concretar.
Como el Uruguay, su país, Galeano habló y pensó desde el tono calmo para llegar a la contundencia de la convicción; desde la fragmentariedad de la parábola para arribar a la totalidad del argumento; desde la nimiedad de una voz solitaria vertida desde un pequeño país para aspirar a la audición desmesurada del conjunto de un continente; desde la realidad del hombre cotidiano para concluir en la política del hombre universal.
Es cierto, sobra razón a quienes afirman que sobre él está casi todo dicho y escrito. Pero hay algo más; jamás llegamos al corazón de los grandes, al núcleo de la genialidad que radica en sus dedos escritores. Siempre falta algo. Y Galeano no es la excepción. Con todas sus luces, con todas sus sombras, alejándose del esnobismo académico, negando la sobrevaloración del concepto “intelectual”, fue el ladrón del fuego. El hombre que vivió para sacudir al mundo y sacarlo de su letargo. El escritor que creó un estilo narrativo y una nueva forma de comunicar, una forma revolucionaria de hacer periodismo. Eligiendo un bando, con las ideas claras, pero sin alejarse del pueblo, sin perder el rumbo ni la brújula.
A través de su vasta obra que quedará en los anaqueles de lo mejor de la escritura latinoamericana. –El libro de los abrazos, Bocas del tiempo, Vagamundo-, podemos vislumbrar una y otra vez el rechazo permanente e irreconciliable hacia el sistema capitalista, percibido como excluyente y desigual, y causante de enormes cantidades de muertos, excluidos que viven al margen de la sociedad, en los límites, pero son obligados (desde la cultura) a ver cómo viven los “ganadores”, esos que jamás tuvieron que preocuparse por la comida, porque a sus hijos no les falte nada y por cómo llegar a fin de mes.
El autor de Días y noches de amor y de guerra era de esas personas que nos habitan profundamente aun sin que nos demos cuenta. Sus palabras siempre nos estuvieron rondando y se mantuvieron vigentes, no importa si llegaban a través de un libro –pongamos por caso, Espejos, Los hijos de los días o Patas arriba-, la nota periodística, los programas de televisión con que nos sorprendía últimamente, o el comentario y cita oportuna que se hacía visible en las reuniones de amigos y familiares. Como la añoranza de Yupanqui, que aspiraba a que sus canciones perdieran el nombre de autor para incorporarse a la cultura a través del anonimato, su pensamiento ya está desplegado en nuestras formas de mirar la realidad desde una posición humanística, latinoamericana, crítica y jamás inocente.
En diversos fragmentos de su obra se dedica a reconstruir la historia olvidada de los orígenes de la dominación capitalista de la mano de la economía liberal europea y el sometimiento de los pueblos originarios americanos con una profundidad sin precedentes. Sin recurrir a la excesiva complejidad del lenguaje, Galeano logra transmitir los hechos al lector con una facilidad incomparable y, a la vez, volviéndolo testigo de las injusticias padecidas por los habitantes de América Latina, con fundamentos y datos duros, pero sin renunciar a la narrativa, en cierta manera, poética, de los hechos. Eso sucede, sobre todo, en el mencionado Las venas abiertas, pero también lo podemos encontrar en los tres volúmenes de Memoria del fuego, donde la crónica se hace presente una y otra vez en sus relatos para dar cuenta de la visión de los vencidos americanos.
En ese su camino estamos -pretendemos estar- quienes apoyamos la causa de una América Latina libre, independiente y soberana. Por eso lamentamos la pérdida de un baluarte fundamental de la lucha revolucionaria continental. Claro que la ausencia física es anecdótica. Las ideas no se van, son el alimento de la acción: la teoría sirve para eso, como nutriente de los grandes espíritus que están dispuestos a brindar la lucha sin dar el brazo a torcer.
Galeano lo sabía, y para eso escribía. No para la posteridad, no para alimentar su ego ni para rodearse de intelectuales que no hacen más que darse la razón y palmearse los hombros entre sí. Escribía para los de abajo. Para los que no toleran -ni perdonan- las injusticias cometidas contra sus pueblos. Galeano es uno de los responsables de quitarle la venda a más de una generación entera que decidió rebelarse contra un sistema económico y social y, sobre todo, contra sus representantes imperialistas.
Ayer fue un día negro para la historia latinoamericana. Pero la noche no es eterna, dice el lema, sólo oscura, y luego de ella resta clarear. Como toda esta clase de malditos días, tras ellos siempre nos esperan las ideas de los que eligieron el camino más duro. El de la lucha. De los que no se rinden. De los que no olvidan.
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