La represión desatada en Suecia en los últimos cuatro días demostró que hasta los ‘países modelo’ tienen su lado más oscuro. Pobreza, violencia y racismo, en la nación ‘más desarrollada del mundo’.
El primero de la clase. El que no falla. Suecia es aquél país que siempre se encuentra en los vértices de los rankings internacionales sobre desarrollo humano, PBI per-cápita, nivel democrático, libertades económicas etc… Un país modelo ampliamente alabado por los analistas, a tal punto de resultar casi aburrido mencionarlo en las agendas mediáticas internacionales a no ser para usarlo de ejemplo para que los demás reconozcan sus miserias.
En Suecia los políticos son honestos y con hábitos que lindan con lo espartano, como quiso demostrar Jorge Lanata hace pocas semanas en su programa dominical. La civilización en su estado más alto -si no fuera por el alto índice de suicidios-, se encuentra en las nórdicas ciudades europeas, contra la barbarie chabacana del sur del mundo. Allí tienen auto, seguro médico, las mejores universidades, seguridad y limpieza. Y hasta pueden comprar todos los dólares que quieran.
Pero cada tanto aún en las sociedades más ‘avanzadas’ las contradicciones explotan con violencia. Desde hace cuatro días, los barrios periféricos de la capital sueca, Estocolmo, están al rojo vivo. Centenares de jóvenes se volcaron a las calles para expresar su rabia ante la exclusión que el sistema sueco les proporciona. En una ráfaga de movilizaciones espontáneas y nocturnas que recuerdan sin dudas las revueltas de las banlieu francesas de fines de 2005, fueron incendiadas comisarías y negocios, en medio de una fuerte represión policial.
En Skogås, Rågsved, Hagsätra, suburbios de la capital sueca habitados en su mayoría por inmigrantes, se registraron los ataques policiales más brutales. Organizaciones vecinales y movimientos sociales denunciaron que los efectivos cumplieron verdaderos raids en los barrios al grito de “ratas”, “monos”, “negros”. Insultos que no han hecho otra cosa que elevar la conflictividad.
La chispa fue el asesinato de un hombre de 69 años durante un operativo policial el domingo pasado en Husby, barrio de 12.000 habitantes, de los cuales el 80% son extranjeros. Desde allí, todas las noches se han convertido en noches de protesta y represión para una de las capitales más ricas del mundo. Pero, obviamente, las razones profundas del conflicto hay que buscarlas en otro lado.
Suecia, al igual que sus pares escandinavos, basó a partir de los años ’80 su modelo económico en un capitalismo exportador con fuerte injerencia estatal. Su industria altamente especializada se volcó a la producción para la exportación, conteniendo el sector privado en los servicios y con un sector primario muy poco desarrollado por sus condiciones climáticas. Es así como Volvo, Ericsson, AB, Skanska o Ikea se han convertido en colosos mundiales bienvenidos en todos los mercados a nivel global, y productores de un valor agregado fuertemente controlado por el Estado.
Los sistemas de redistribución y la histórica tendencia ‘colectivista’ de la sociedad sueca hicieron el resto. Suecia desarrolló un imponente Estado social que permite gestionar sumas astronómicas para educación, vivienda, salud y seguros de desempleo e infraestructura, a partir de un sistema tributario progresivo y extremadamente rígido.
Pero una economía tan dependiente de sus exportaciones no puede no recibir el embate de la crisis financiera global. Y la imperante ideología liberal impone, ante la disminución de la renta industrial, recortes que deben efectuarse en el gasto público.
Desde la llegada del conservador Fredrik Reinfeldt, al cargo de primer ministro en 2006, el Estado social ha registrado una fuerte contracción. La brecha entre pobres y ricos se agrandó, y los sectores más vulnerables fueron quienes debieron aguantar las consecuencias de la crisis. Pero la economía sueca requiere de una mano de obra altamente calificada, perteneciente en su mayoría a los sectores medios, y los trabajadores sin especialización siempre los proporcionó la inmigración. El 15% de la población es compuesta por extranjeros -un millón y medio de personas aproximadamente-. Habitantes de aquellos suburbios que hoy aparecen en las primeras páginas de los diarios.
Si para los nativos la desocupación hoy se encuentra al 6% de la población económicamente activa, entre los inmigrantes ese mismo dato trepa al 16%. Y el acceso al Estado social ‘modelo’, principal esperanza para los 100.000 inmigrantes promedio que llegan anualmente al país, es cada vez más difícil. A eso se le suma la desocupación juvenil, que atañe tanto a los suecos como a los extranjeros. El 20% de los jóvenes entre 18 y 35 años está sin trabajo.
La tan mentada inclusión social impulsada por el capitalismo sueco parece rendirse ante las reglas de la crisis internacional y la xenofobia criticada a los colegas del sur europeo. El Partido Demócrata sueco ha propuesto la inmediata aplicación del toque de queda en todo el territorio nacional y el endurecimiento de la política migratoria. Mientras el premier Reinfeldt pide calma a todos los sectores, el descontento se generaliza, y la panacea del nórdico liberalismo debe rendir cuenta ante los mismos problemas sociales que todos los demás.