Por Jérémy Rubenstein desde Francia / Foto: @pitinome/Collectif OEIL
Somos nosotros, la institución, quienes dejamos el nivel inicial de violencia. Entre más alta sea la nuestra, más alta llega a ser la violencia de los manifestantes. Responsable policial en entrevista con el sociólogo Laurent Bonelli, “Pourquoi maintenant?” Le Monde Diplomatique (edición francesa), enero del 2019.
Cero muertos. Desde el principio de la rebelión fluorescente, la represión mató a una sola persona, una señora de Marsella que recibió una bomba lacrimógena en el rostro cuando estaba cerrado la ventana de su apartamento. La naturaleza no-letal de la represión nos hace creer en su baja intensidad, pero se trata de una percepción falsa si se entiende la ecuación política con la cual se maneja la gestión represiva de las manifestaciones en Francia.
Para entenderlo hay que remontar a 1986, al asesinato de un joven estudiante –Malik Oussekine- en manos de policías motorizados al margen de las protestas en contra de una ley que hubiera privatizado parcialmente la universidad, y fue abandonada precisamente por el escándalo provocado por esa muerte. Desde entonces, la doctrina represiva tiene una ecuación política simple: un manifestante muerto implica un retroceso gubernamental. A partir de ahí se desarrollaron muchas técnicas represivas que pueden dejar víctimas parapléjicas, sin ojos, sin manos, etc. La policía se conforma con matar no durante manifestaciones sociales, sino en el cuadro de la gestión cotidiana de la violencia institucional en los barrios populares.
Mi madre, que es poco atenta a la moda, me cuenta que un sábado se encontraba en la marcha cuando vio a un joven tratando de romper la vidriera de una tienda. Enojada, se le acerca y le va gritando que si quiere romper comercios se ataque a Carrefour o cualquier banco, ya que es lo que se decidió en asamblea: “se prohíbe degradar los pequeños comercios pero se puede hacer lo que se quiera con las franquicias de multinacionales”. El joven, zapatillas de marca, jean Levi’s, casco oscuro y bastón, duda por un instante pero decide no pegarle a la mujer de más de 60 años y menos de 1 metro 55. Al instante, otros manifestantes vienen a rescatarla y le preguntan cómo se le ocurre gritarle a un policía de la BAC. Mi madre queda perpleja, ¿cómo se dieron cuenta de que era un policía? Para ella debía ser uno de esos famosos “backbok” (-“mamá, se dice black block…”). Y es que, como dije, no distingue muy bien las modas, y confunde la vestimenta negra que usa una parte de los manifestantes con el desprolijo pseudouniforme que viste una parte de la policía.
Más precisamente los integrantes de la BAC. La “Brigada Anti-Criminal” (BAC), fundada a mitad de los 90, esos ultra-violentos de la Policía que se generalizaron a principio de los 2000 en los barrios populares. Su vestimenta no se inspira entonces en los black block, como lo cree mi vieja, sino en la pequeña delincuencia. Estas brigadas han sido concebidas como fuerzas de choque destinadas a garantizar el orden en los barrios populares –es decir barrios esencialmente negros y árabes- exactamente como se solía mantener el orden colonial en el imperio francés. Durante la rebelión de las banlieues del 2005 (famosa por las fotos de autos quemados que dieron la vuelta del mundo) eran esas tropas policiales que estaban al frente de la represión. Los blancos se sorprendieron sobremanera cuando algunos meses después vieron a la misma BAC atacando a los manifestantes en las revueltas estudiantiles de la primavera del 2006: se suponía que solo se ocupaba de los negros.
Pero había sido tan solo un globo de ensayo, diez años después se han vuelto una segura inevitable e inmediatamente reconocible –salvo por mi madre- en toda marcha un tanto contundente. No solo sirven para romper vidrios con el objeto de degradar la atmósfera de la marcha, cuando están en banda también atacan los manifestantes por atrás o linchan a quién se aísla. En medio de la masa de manifestantes, tratan de crear un ambiente de tensión para elevar el grado de violencia.
También son ellos los que van creando casos judiciales dando testimonios anónimos que sirven a los jueces para condenar a los manifestantes por “violencia”. Los policías antimotines (de Gendarmería y CRS) los odian porque se les da rienda suelta –que ellos tienen más apretada- y saben que a menudo los proyectiles que reciben en la cabeza han sido lanzados por instigación de sus camaradas de la BAC. Si gustaran de Beethoven se les podría comparar a la banda de Alex DeLarge en La Naranja Mecánica, pero carecen de preocupaciones estéticas, de ahí que se vistan con un conformismo bastante aburrido.