Primer entrega del Especial “Francia Fluorescente”, un libro que se propone ampliar la mirada y problematizar las dicotomías surgidas en el gobierno de Macrón en Francia durante el año pasado con la manifestación de los “chalecos amarillos”.
Por Jérémy Rubenstein desde Francia / Foto: @pitinome/Collectif OEIL
Surgido a mitad del mes de noviembre en contra de un aumento del precio de la gasolina, el movimiento de los Chalecos Amarillos atravesó el invierno europeo para convertirse en pocos meses en un actor central de la política francesa y una fuente de inspiración para movimientos populares en el resto del mundo.
Varias características convierten este movimiento en un hito inédito en la historia francesa, tanto por su geografía como por su temporalidad: desde la Revolución de 1789 hasta el mayo del 68, las grandes revueltas francesas han sido esencialmente parisinas y han ocurrido entre la primavera y el verano. Sin embargo, esta vez París es tan solo un punto de convergencia ya que el movimiento acontece esencialmente en el resto del país y, además, se desarrolló en pleno invierno.
Rompe con las tradiciones militantes de izquierda, rompe con las referencias de derecha: rompe con lo establecido. Analistas, politólogos, sociólogos y demás especialistas quedaron desconcertados, diciendo todo y su contrario frente a la urgencia de pronunciarse antes de entender aquello que contradecía el hábito político de una París revolucionaria rodeada de provincias conservadores, una suerte de brújula que ha regido siempre las escuelas de donde salen todos esos expertos.
En cuanto al nivel de la represión también hay que remontar bastante lejos en la historia para encontrar tal despliegue de violencia física y psicológica y tal desconocimiento del Estado de derecho por parte del gobierno francés. Éste ha recibido vanas advertencias de la ONU y de la Comunidad Europea sin que tengan ningún efecto sobre su voluntad de aplastar a toda costa un movimiento con reivindicaciones sociales y políticas manifiestamente moderadas, ya que no se pide otra cosa que más igualdad social y más derechos cívicos.
Esas reacciones en contra del derecho de manifestar, en contra de la libertad de expresarse, en contra de la prensa independiente, en contra de la independencia del sistema judicial, y otros tantos etcéteras que forman el conjunto llamado “democracia liberal” permite entender mejor este régimen que pretende la hegemonía mundial. Es un buen caso de análisis ya que no se trata del “malvado”o “lunático” Trump,del “autoritario” Putin, del “reaccionario” Erdogan, del “iliberal” Orban o cualquier presidente de un país latinoamericano considerado demasiado pobre o corrupto como para ser tomado como una “democracia en serio”.
Esta vez se trata de Emmanuel Macron, presidente de la quinta potencia mundial (“un país en serio”, como diría un lector de La Nación) que ha sido presentado como el campeón de la “democracia liberal”. Es por esto que la escalada de violencia del régimen francés –el presidente prácticamente llamó al asesinato de manifestantes es especialmente interesante, ya que nos permite entender qué es lo que llaman “democracia liberal” en este preciso momento de la historia, que no corresponde con el sentido que le daban los gobernantes a ese mismo concepto hace tan solo 20 años atrás.
A su vez, esta “deriva autoritaria” como tibiamente describen su gobierno algunos comentaristas franceses nos lleva a cuestionarnos sobre el poder. Y no en cuanto a la complejidad del entramado de poderes con el cual se constituyen las formas de gobernabilidad, sino en su sentido más arcaico y simple. Por ejemplo, con tal de conservar este poder, Macron abandonó sin reparo alguno todas las etiquetas políticas que representaba. Para él, el aplastamiento del movimiento es una cuestión de vida o muerte. Se encuentra en el lugar de Margaret Tatcher frente a la huelga de los mineros (1984-1985): si lo logra quedará en cargo –y/o de modelo- durante más de diez años; si cede se termina su carrera y será reemplazado (esta vez sí por el entramado de poderes más profundos y más complejos).
Para el gobierno, los Chalecos tienen que aparecer como burdos rednecks a la francesa. Necesitan de esa imagen para legitimar a Macron como un detentor mesurado y amable del poder. Funciona como contrapunto: los Chalecos Amarillos deben decir o pensar (la intención adjudicada es uno de los ejes de esa retórica) que Macron es un maricón a sueldo de la banca judía quien gusta de los negros hiphoperos. El problema es que esa imagen caricatural es doblemente desmentida tanto por la composición sociológica mucho más compleja del movimiento como por las acciones -mucho menos amables- del gobierno.
El objetivo de este libro, y por ende de las entregas publicadas en Marcha, es mostrar punto por punto como esas dos imágenes –la del gobierno y la de los Chalecos- se invierten y difuminan hasta dejar entrever una realidad más compleja pero también más abierta. Incluso abierta a la posibilidad de que los Chalecos se transformen progresivamente hasta encajar en la imagen deseada por el gobierno –es decir, que se vuelvan fascistas. Desde el gesto propiamente genial de ponerse el chaleco de dotación obligatoria para automovilistas con el objetivo de visibilizar a los invisibles usando una simple señalización de emergencia hasta hoy han pasado miles de cosas. Se abrió un tiempo histórico, un tiempo vertiginoso en el que los acontecimientos se sustituyen uno tras otro a una velocidad acelerada sin dejar claro qué quedará como acontecimiento y qué no será más que espuma pasajera de estos días.
Continuará …