Por Ezequiel Adamovsky*. Vivienda obrera y condiciones de trabajo en las primeras décadas del siglo XX
En las primeras décadas de profundización del capitalismo, la vivienda se volvió un problema particularmente agudo en las ciudades de mayor dinamismo. Los trabajadores que llegaban por miles a las todavía pequeñas urbes argentinas a fines del siglo XIX solían albergarse en habitaciones alquiladas en inquilinatos o en los famosos “conventillos”. No era raro que en sus habitaciones convivieran hacinadas parejas con o sin hijos y personas solas: podía haber hasta doce compartiendo una misma pieza. Aunque en algunos conventillos predominaba la gente del mismo origen nacional y de la misma ocupación, en general convivían inquilinos de varios países y argentinos nativos. La mayoría eran obreros manuales, pero también había empleados, especialmente de comercio. Los alquileres eran carísimos: en tiempos del Centenario en las ciudades de la región agroexportadora costaban 140% más que en Alemania o Inglaterra y 200% más que en Francia. Tempranamente comenzó a verse también un fenómeno que en décadas posteriores se haría bastante común: los más pobres construían viviendas precarias, hechas de chapas y tablones, en tierras sin dueño, inundables o insalubres. Desde los últimos años del siglo XIX hubo estos asentamientos “de emergencia” cerca del arroyo Maldonado, en Mataderos, sobre pantanos cercanos al Riachuelo o en predios lindantes al vaciadero municipal de basura porteño. En las décadas de 1920 y 1930, a medida que se iban instalando más industrias, tanto los asentamientos precarios como los barrios humildes y no tanto se multiplicaron también en el Gran Buenos Aires, destino final de muchos de los migrantes que venían del interior. Las “villas” se expandirían también en otras ciudades. En las zonas rurales la vivienda no era cara, pero a cambio las de los pobres fueron con frecuencia precarias chozas de paja o ranchos de madera y adobe carentes de las más mínimas comodidades.
Los derechos que los trabajadores podían hacer valer eran muy pocos. El primer proyecto de ley para regular las relaciones entre patrones y empleados se presentó en 1904, pero fracasó por la oposición de los industriales. En los años siguientes se promulgaron unas pocas leyes sobre el trabajo femenino e infantil o los accidentes de trabajo. Pero la legislación laboral avanzó muy lentamente hasta comienzos de los años cuarenta. Las pocas leyes que se dictaron tenían poco o ningún cumplimiento, especialmente fuera de las grandes ciudades. El trabajo infantil, por otra parte, era moneda corriente. Los niños no sólo desempeñaban pesadas tareas junto a sus padres en el campo. Los empresarios también los preferían en muchas otras labores por su docilidad y por la posibilidad de pagarles salarios miserables. Hacia 1937 el 5,3% de la fuerza de trabajo de toda la industria argentina y el 6,4% de la del comercio eran niños. Se los empleaba en sastrerías, panaderías, imprentas, talleres de calzado, fábricas de vidrio y de fósforos, talleres mecánicos, etc.; en la industria textil trabajaban muchas niñas. En Tucumán, la industria azucarera los usaba extensamente en la zafra. Por lo demás, centenares encontraban su modo de vida en las calles vendiendo diarios, lustrando botas o mediante la mendicidad y la prostitución. Para el servicio doméstico, las personas de mejor posición solían tomar como “criados” a hijos de familias pobres. Los maltratos y abusos eran constantes. Sólo en 1907 los socialistas consiguieron aprobar una ley que protegía a los niños de las formas más extremas de explotación; pero esa norma no incluyó el trabajo a domicilio y sólo tuvo vigencia en la Capital y los territorios nacionales.
Para los adultos, las condiciones de trabajo eran bastante diferentes a las que se conocerían más tarde. El control de la seguridad laboral era prácticamente inexistente y el acceso a servicios de salud, bastante limitado. Los accidentes eran frecuentes y la salubridad en muchos casos deplorable. Las jornadas eran extensas: un informe de 1910 sobre la industria del calzado mostró que en sólo uno de casi 200 establecimiento inspeccionados los obreros trabajaban ocho horas diarias. En los demás lo hacían nueve horas y media o más. En el campo con frecuencia la jornada laboral era incluso más larga, a veces sin descanso dominical. En este período, derechos como la indemnización por despido, las vacaciones pagas o el aguinaldo todavía no se habían abierto paso; el “sábado inglés” sólo se estableció parcialmente en la década de 1930. Tampoco existía un sistema jubilatorio universal. A fines del siglo XIX comenzaron a otorgarse beneficios de retiro para funcionarios estatales, maestros y militares. El primer fondo jubilaciones con contribución sobre los salarios se creó en 1904 para los empleados públicos y luego de 1916 hubo seguros de jubilación para ferroviarios, bancarios y empleados de aseguradoras. En los años siguientes se expandieron a otros gremios, pero de manera lenta e incompleta. Todavía en 1944 apenas poco más del 7% de la población económicamente activa estaba afiliada a alguna caja de jubilaciones.
Por otra parte, los salarios se pagaban de manera bastante irregular. En muchas actividades –especialmente en el mundo de los peones, tanto urbanos como rurales– predominó el pago “por jornal”, es decir, calculado por día trabajado. El salario “mensualizado” era común por entonces en algunos ramos, especialmente en el comercio; en los demás se fue abriendo paso lentamente. El pago “a destajo”, es decir, por pieza o trabajo terminado, era muy común en diversos sectores. En todos los casos el cobro era bastante irregular; los patrones solían incumplir o atrasarse en el pago por meses. La posibilidad que tenían los trabajadores de reclamar por lo que les correspondía por vía judicial era muy limitada (todavía no existía el fuero laboral). No era extraño que a los sueldos y jornales se les aplicaran “multas” y descuentos por errores cometidos por los operarios. Por otro lado, no siempre se pagaban los salarios totalmente con dinero: muchas veces parte del pago se descontaba en concepto de servicios de alojamiento o de vianda facilitados por el patrón. Los “vales de compra” en lugar del efectivo eran moneda corriente. La percepción de los salarios se fue regularizando lentamente desde los últimos años del siglo XIX, especialmente en los sectores más dinámicos. Las primeras convenciones salariales colectivas para toda una rama debieron esperar a los años treinta y no se extendieron masivamente sino en la década siguiente. En ciertas zonas rurales todavía persistían por entonces formas de trabajo no libre y niveles extremos de explotación.
*Historiador UBA. Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012, enviado especialmente para ser publicado en Marcha.