Texto y fotografías: Satori Gigie*
Una reflexión en primera persona sobre cómo la fotografía juega en el “teatro” constante ganarse el pan. ¿Es justo que quien empuñe una cámara se quede con la imagen del otro? Sobre las historias, la identidad, la resistencia.
Esto está escrito como se habla; como se habla en el barrio y la tierra donde vivimos.
Hoy me supuse, me imaginé en conferencia de prensa en un pasillo vacío, sin colegas y sin asistencia.
Señores del mundo: Los graderíos del barrio son infinitos, los bultos en las espaldas de las mujeres son muy pesados. No hay transporte, tampoco internet, ni teléfonos en todas las casas. Allá no hay museos ni galerías de arte, no hay cafés donde uno pueda sentarse y hablar sobre lo pobres que fuimos, o sobre lo pobres que somos. No hay pizzería, no se presentan cuenta cuentos, ni grupos de reggae o de rock, o de jazz. No hay teatro, pero la vida, la vida es un drama completo; un actuar constante, sin telón que algún día lo cierre o haga que voltee la página.
Todos salen temprano a trabajar, comen barato; comen lo que pueden y continúan trabajando hasta muy noche; muy tarde, y regresan a casa cansados, cansadas, a dormir y a pensar únicamente en el trabajo que mañana tendrán. De lunes a lunes, aunque algunos no lo crean.
Y así, pues, no hay tiempo para detenerse y decir: “¡Qué bonita foto!” o “Quisiera estudiar fotografía” nada de aquello. Los barrios no tienen acceso al arte.
Antes, las abuelas decían que si un gringo venía y te sacaba una foto, era para robarte el alma, pero aquella cosa se olvidó. Ahora, bueno, algunos chiquillos que ven por primera vez la cámara, creen que se trata de un arma para dispararles, no balas sino pintura. Dónde habrá nacido esa chistosa creencia.
Mas, lo actual es que la gente en los barrios, no permite que le tomen fotografías, porque piensan que luego el fotógrafo o la fotógrafa, ingresará a su casa, le robará las garrafas, los televisores antiguos y se robará también a sus niños. Se comprende que piensen así, porque aquello de robos y más robos, es frecuente en los barrios. Claro, nunca se supo que un fotógrafo haya robado, pero sí que los ladrones, tomaron algunas fotografías.
Pero hay, sin embargo, algunos y algunas que atrevidos preguntan: “¿Me sacas una fotito?” Y son generalmente los niños y los ancianos, quienes se dieron cuenta que la cámara no roba las almas ni dispara pintura, que gustan luego que se les entregue una muestra de su fotografía. Pues así es como deben hacerse las cosas, entregar siempre una muestra de la fotografía a quien la protagoniza. Gratis. No es justo que por ejemplo, se tome una foto a la niña que danza vestida de colorida pollera, sombrero Borsalino y mantita vicuña, para luego llevarla – a la foto – a un concurso internacional, hacerse de premios y hacerse de fama, o subirla a Facebook, Instagram o Flickr, para recibir seguidores, favoritos y “me gustas”, cuando la protagonista, ni siquiera ha visto su propia foto y mucho menos ha cambiado su calidad de vida. Aquello no es justo.
Hay que comprometerse con quien se retrata, hacerlo significa tomar una acción de contrainformación, de contracultura y de contrapoder. Así como cuando habla un político, y el fotógrafo, deliberadamente gira su cámara y apunta para retratar a quien lo escucha, de esa manera, quien hasta entonces sólo escuchaba, ahora se siente importante, capaz y confiado de emitir su palabra.
Fotos de un albañil en la portada de una revista, de una trabajadora sexual en un catálogo de perfumes, de una ama de casa en una valla publicitaria, cargada de feminismo, de un lustrabotas en la tienda de los zapatos. Aspiramos a aquello.
Se sabe, ya; muchos opondrán resistencia, pero qué va, sabemos de dónde venimos, dónde estamos y hacia dónde queremos ir. No pretendemos colgarnos de nadie, de hacer que los otros se caigan o imponer nuestros propósitos a los demás, simplemente queremos crecer. Por supuesto, el albañil debe salir en la Revista que hayan creado los albañiles organizados, la trabajadora sexual en su propio catálogo, la ama de casa en las vallas que instala su futura empresa y el lustrabotas en su propia tienda.
El barrio debe empezar a verse a sí mismo, a conocerse a sí mismo y a actuar sobre sí mismo.
No es una foto y ya. Bonito, arte, turismo, exposición, edición, galerías, etc, no, no es sólo eso. Es una foto acompañada de historias, de propósitos, de sueños, de ilusiones para un mundo mejor. Es eso.
Canclini decía, que lo popular no es lo masivo ni es lo folclórico, sino que es la posición que uno toma frente a lo hegemónico, y la mejor posición que podemos tomar es, obviamente, ser nosotros mismos.
Así que somos pobres y qué. Somos enanos y qué. Somos morenos, quemados por el sol y los vientos ¡y qué!, tenemos nombres y apellidos que elogian el mundo aymara y todo lo que hay en él. Y así nos gustamos, así nos retratamos, así nos presentamos y representamos. Todo aquello no debe constituir en impedimentos para que podamos apropiarnos de las tecnologías, de las cámaras y los micrófonos, de todo cuanto podamos coger para empezar a crear y a evolucionar hacia una sociedad más humana, más sabia.
Una cámara cuesta muy cara, un salario mínimo, y es de las más básicas. Una cámara semiprofesional, prefiero comer tres meses, una profesional, prefiero ahorrar para instalarme una ducha, o cambiarle el techo a este viejo habitáculo. Algún día.
Pero todo aquello se puede sacrificar, si se trata de corresponder al anciano o al niño que atrevido pregunta ‘¿me sacás una fotito?’.
* Satori es un aficionado a las fotos. Según él sostiene, una vez se preguntó, no ‘quién soy’ sino ‘qué significo’. Y desde entonces partió en busca de su significado; barrio adentro, hacia las laderas y periferias de ciudades, hacia las comunidades y pueblitos del área rural. Su verdadero nombre es Wilfredo Limachi Mamani; nombre de procedencia alemana y apellidos aymaras. Limachi significa “gran conejo”, Mamani es “halcón gris”. Satori en lengua japonesa significa “comprensión”; un estado de iluminación en la filosofía Zen. Gigie, su apodo de barrio y de calle.
Egresado de la Carrera de Comunicación Social de la Universidad Mayor de San Andrés (La Paz), trabajó en distintas instituciones de desarrollo local. Se dedica constantemente a las fotos desde 2014 y en aquel corto trayecto logró viralizar la fotografía “Valentina Mamani”; una mujer que, en una foto de perspectiva, carga con el monte Illimani (a 6.438 metros sobre el nivel del mar) en su carretilla. La Municipalidad de La Paz le otorgó un reconocimiento en noviembre de 2014 por su aporte al nombramiento de aquella urbe como” Ciudad Maravilla”
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