Para el especial #SomosMultitud, el uruguayo y jugador de fútbol cruzó el charco y se hizo un periplo de La Plata hasta la Villa 31. Allí jugaba La Nuestra, las pibas.
Por Agustín Lucas | Fotos de Nadia Petrizzo
Cuando subimos al tren que iba para La Plata supimos que era el único tiempo y espacio en el que íbamos a descansar. Santi fue el único capaz de sacar una revista e hincarle el diente. El resto sacos de nervios. Afuera empieza a pasar el conurbano. Me pongo auriculares, todo parece tener que ver. Las estaciones diapositivas. El mate fue y vino y volvió a ir. Como el Negro Ibarra en el Boca de Bianchi. O como el Negro Méndez en el Nacional de los noventa. Una señora que dijo que hacía tiempo no cruzaba al paisito hasta se animó a pedir uno. Hablamos de la yerba con palos y de la nuestra, que en realidad es brasilera. El tren se llenó y se vació y se volvió a llenar. Íbamos entre las bicis del último vagón tirados en el piso. La Plata fue una hora y media después, una hora cuarenta. Todos los anónimos y las nadies que pasaron frente a nosotros se llevaron de mi una parte, me dejaron semblantes que no podría dibujar pero que siento como propios. Respirar el olor del otro, oler la vida de la otra cuando se sienta al lado. El tren, la canción de un pregonero de chocolates que te salpica en la frente. Un apretón de manos de nadie cada vez que te agarrás del tubo de aluminio para no caer.
Santiago, el otro, el que canta, rasgó el primer acorde. Las cuatrocientas almas de la platea baja se abrazaron entre sí para alcanzarlo. Como una cadena sudorosa de deltoides y brazos y manos de ahogado en un mar de letras. Renacentista. Santiago mira al cielo del teatro, baja otro acorde, el ruido del mar de letras es el tarareo de la primer canción. Las trescientas almas de arriba también se pliegan.
Fumamos de canuto porque hay una con un láser verde apagando puchos que no entiende nada. El fasito viaja igual entre los dedos. Como la birra, de beso en beso. Lo hilitos de baba colgando a través de la luz son como puentes. Lo que queda en la lata que es la baba de todos, es el trago caliente que te abre el pecho pare recibir la que viene que está helada.
Con el recital arriba todavía, nos subimos a un auto que para mí era el Delorean. Diapositivas parecidas pero en blanco y negro como la camiseta del Porve. Volver a capital para meterse en otro recital era una épica. Pero allá íbamos. Atrás iban Juanpa, Santi y Alvarito, pero parecían Slash, el Chizo y Darío Dubois. Adelante Dean Moriarty y Sal Paradise, antes de conocerse. Christopher Lloyd dormía en el baúl resignado.
Cuando Tom dijo algo de Villa Española yo me sentí en casa. Nos dimos un abrazo, o un beso, o un beso y un abrazo, o chocamos los cinco, o el puño, o en el mismo gesto del apretón de manos pusimos hombro con hombro. Y así con todos. Cuando Tom, Chicho, el Polaco y el Topo se metieron en la escalera para el escenario, era el túnel de un estadio aquello. Con los cuatro que quedamos en el camarín desarmando un cigarro con filtro para armar un faso a falta de hojillas, fuimos niños y se los agradezco, los voy a recordar siempre. El pogo fue una apología a las entrañas.
Dormir juntos aquella noche iba a ser imposible. Pero apenas nos separaban dos horas de la canción en el celular a las ocho. Nos derrumbamos, Juan Pablo en la cama era el tercer concierto de la noche. Santi y Álvaro en el sillón como hermanos. Yo en el piso como un monje con la cabeza apoyada cerca de los pies de los gurises. La canción era de Las Ligas. Santiago fue el último en despertarse. En el andén, entes. Cuando nos dimos cuenta de que la mochila de Santi había quedado en la estación de Villa del Parque, el tren estaba llegando a Palermo. Ellos se bajaron y volvieron sin esperanzas pero necios. Yo seguí al encuentro con Mónica al que ya estábamos llegando tarde. A ellos volvería a verlos de nuevo en Montevideo.
Retiro era un hormiguero. Caminé entre la gente, pensé en lo que pensaban y me emocioné. Me sentí solo, me dio como un vértigo y recién después me sentí contenido por aquellas personas. Caminé hasta la Retiro de los bondis, hasta el puente en el que habíamos quedado con Mónica. En un atisbo de señal leí un mensaje que decía que faltaban cuervas en el campeonato y que le tocaba hacer de jueza. Iría a buscarme la Mery. Me senté en el puente con la noche en la nuca. Cuando las vi llegar sacudí las manos. Despejé la nube de insectos de la noche. Nos dimos un abrazo y un beso con la Mery y con la amiga. Como si nos conociéramos. Tenían puesta la camiseta de La Nuestra, las canilleras y los botines de los mil tapones. En el camino había sopa paraguaya, empanadas, relojes por un senegalés simpático con la camiseta de Messi. Cuando nos metimos en la villa sentí que me dejaron entrar a su corazón. Callecitas como arterias, cables de lado a lado, championes suspendidos en el aire. Zapatillas digo.
En la cancha Güemes había unas cien pibas. La Mónica arbitraba y se reía, me hacía señas. Se reía. Los dientes de la Mónica son como las ventanitas de la villa. Hay gente que sale por las ventanitas y también se ríe cuando se ríe la Mónica. Juega el Norita Cortiñas, La Nuestra Fútbol Club, Las Aliadas de la 31, Todo Fulbito es Político y otras casacas a dos canchas. Me siento entre medio de ambos rectángulos. Hay jugadas que terminan bien cerca, casi arriba mío, contra la raya. La pelota se deforma entre las piernas, sale liberada, es un gol tras otro. Una en el palo. La arquera que se la juega a los pies de la más rápida. Es un eco de barridas y suspiros. Los goles son paréntesis efímeros. El premio son los chori, la birra, el ferné, la cumbia y la Karen Pastrana que vino a tirar su lírica. Las pibas bailan. Las niñas también. La cumbia hermana. La cumbia, hermana.
Los varones arman los cuadros afuera, la cancha Güemes se libera, o se vacía más bien porque ya estaba liberada y el primer partido es entre unos con la camiseta de Bolivia y otros con la de la Juve. Están gorditos, usan rodilleras, juegan los kilos a la pelota. En la tribuna que también se pobló de varones hay un veterano que no da crédito. Se tapa el sol y observa desde lo más alto la fiesta de las pibas. Se queda ahí, anonadado. Es de otro tiempo, en el que el fútbol y la fiesta tenían dueño.