Por Hugo Montero*
Una llovizna agujerea el negro del embarcadero. En un cielo sin luna, la oscuridad domina la noche del 25 de noviembre de 1956. Un grupo se protege del frío en un bosquecito cercano, esperando la señal detrás de la bruma. Otros van llegando desde distintos puntos de concentración. El único sonido que rompe el silencio es el ladrido de unos perros, a la distancia. No hay tiempo que perder. De pie sobre el muelle del río Tuxpan, cubierto con una capa negra y una ametralladora en las manos, Fidel apura la carga de provisiones en el yate atracado: dos mil naranjas, 48 latas de leche condensada, cuatro kilos de pan, dos patas de jamón y un centenar de tabletas de chocolate, no parecen demasiados suministros para un viaje estimado de cinco días.
Pero el contraste es aún más profundo cuando los viajeros comienzan a abordar: el yate de madera está preparado para trasladar con comodidad a una decena de pasajeros en sus catorce metros de eslora, pero imaginarse a 82 expedicionarios a bordo es una apuesta arriesgada.
Marcados por la tensión, se amontonan en disciplinado silencio y cuentan los minutos. Nadie fuma, nadie habla. Fidel mira su reloj por tercera vez en un rato. Son las 2 de la madrugada. Es hora de partir. El Granma enciende sus dos motores y se deja tragar por las fauces de la noche. Luego de atravesar unos kilómetros hasta la desembocadura del río, las luces se encienden y el oleaje comienza a hacerse sentir.
La palabra odisea no alcanza para definir los problemas. La mitad del tiempo la pasan achicando agua a baldazos, combatiendo contra los mareos, resistiendo un oleaje agresivo y a una velocidad mínima por el marcado sobrepeso de la embarcación. Pero el entusiasmo gana los corazones de todos, aún de los más afectados por el vacilante andar… Los que pueden, cantan el himno nacional y la marcha del 26 de Julio. “¡Abajo la dictadura! ¡Viva la revolución!”, gritan 82 almas en mitad de la nada, y levantan sus puños al cielo, transitando la épica de un sueño que recién se inicia. Poco después, Fidel distribuye armas y uniformes, establece el orden de desembarco, da cuenta de los detalles operativos.
Los días pasan con su carga de tedio, algunos delfines saludan el paso lento de los viajeros mientras Fidel ajusta la mirilla telescópica de los fusiles: dispara contra un tanque de combustible, atado a un cabo. Los cigarros, las galletas y el pan se terminan, las pastillas antihistamínicas que Ernesto distribuye, también. Al llegar el día previsto para el desembarco, todavía restan dos días de viaje. Los cálculos no resultaron. El tiempo era una clave del plan: la llegada debía coincidir con el levantamiento popular en Santiago, previsto para el 30 de noviembre, de modo que los guerrilleros pisaran tierra y se alistaran para copar, horas después, el cuartel militar de Niquero. Fidel escucha en la radio las noticias sobre el estallido en Santiago y lamenta su suerte: no llegarán a tiempo.
Un motor del yate revienta por el esfuerzo. El mar se revuelve y el Granma batalla contra olas cada vez más grandes… Fidel revisa el mapa, pero no termina de encontrar la ruta. En cubierta, Roque busca el destello del faro de Cabo Cruz, pero el oleaje le complica la tarea. Se sube al techo para buscar un ángulo de visión más certero. Pero el yate pega un bandazo y el vigía cae al agua. El grito desesperado de Roque se estrella contra el mar y la noche. “¡Hombre al agua!”, gritan. La oscuridad se devora a Roque, ya nadie lo escucha en la inmensidad de ese cementerio negro. Parece condenado. Pero Fidel ordena: “¡De aquí no nos vamos! ¡Hay que encontrarlo!”, y el yate gira en círculo en busca del náufrago. Un par de linternas persiguen el rastro perdido. Entonces, de la nada, surge una voz desgarrada: “¡Aquí, aquí estoy!”. El yate se detiene, Roque es subido a bordo, todos aplauden. “¡Viva… Cuba… libre!”, regurgita Roque, con lo que le queda de voz.
La maniobra consume más de una hora y media: Fidel sabe que pone en riesgo toda la operación por salvar a un compañero. Pero construye, desde ese mínimo gesto, una huella singular de su aventura: el ejemplo. En la revolución de Fidel, ningún compañero es abandonado.
*Fragmento del artículo “Fidel, 90 años. Diez momentos que conmovieron al mundo”, publicado en la revista Sudestada, número 143, julio-agosto de 2016. Hugo Montero integra la dirección de la revista Sudestada