Para los que tenemos más de 65 años, esta crisis es, por supuesto, compleja y atemoriza. Pero si la soledad es el remedio y la cura, no hay problema: yo sé estar sola. Sabemos estar solas.
Por Florence Thomas* / Foto: cobertura 8M 2017
En estos días virales, mis hijos me exhortan a estar sola y no salir. Cancelar mis reuniones feministas, mis compromisos y algunas entrevistas. Que no baje al café de al lado de mi edificio a comer un buen croissant leyendo la prensa y saludando como casi cada mañana a una u otra amiga.
Y, pensándolo bien, nosotras las mujeres hemos tenido de alguna manera un largo aprendizaje de la soledad. De esta particular soledad que nos impuso una cultura de silencio y ocultamiento. Hemos aprendido a estar solas cuando estábamos (y aún estamos) rodeadas de hombres, cuando sentimos que hablamos otro idioma, cuando nos niegan la palabra. Y recordamos nuestra infancia, esta infancia y sus momentos difíciles cuando nos llegaban de lejos las voces de nuestros padres, quienes pronto se separarían.
En mi caso tuve dos hermanos mayores que, por supuesto, no jugaban conmigo; terminaba entonces inventándome juegos y personajes ficticios para acompañarme. También, estas muy extrañas soledades de la adolescencia con sus desconciertos y sensaciones de pérdida que siguen siendo para muchos y muchas un infierno.
Algo después, y en mi caso, cambiar de país fue también un aprendizaje de la soledad. El español, que no hablaba, fue durante un tiempo una brutal barrera que, de nuevo, me aislaba. Y, por supuesto, el amor es una gran lección de soledad. Suena paradójico porque todas las canciones populares y los imaginarios románticos nos cantan que el amor es el remedio para la soledad, una verdadera salvación, el milagro del amor, como dicen por allá. Y, claro, no hay nada más falso.
Cuántas soledades cargamos casados, o con muchos años de pareja. Hace poco oí decir a alguien que para tomar la decisión de casarse era indispensable amar mucho la soledad. Por no hablar de las inevitables rupturas, donde caemos al abismo más negro hasta que nos volvemos capaces de domarla y hacer de ella nuestra más dulce compañía.
Entonces, para lograr resistir a este covid-19 nos toca reaprender a estar solos. Solos, solas de verdad.Y digo solos o solas de verdad porque, como lo acabo de aclarar, la vida es, de hecho, un largo sendero de soledad, pero de soledades acompañadas, de soledades habitadas.
Claro, hablo para los de más de 65 años porque son, dicen todos los especialistas de este coronavirus, los más vulnerables. Hoy tenemos que poner a marchar nuestros propios mecanismos de supervivencia. Quizás entonces sea momento de volver al pasado, hojeando un viejo álbum de fotos, recurriendo a la lectura de buenos libros que son mil ventanas abiertas al mundo y, claro, también a lo que nos ofrecen algunos programas de televisión.
Para los que tenemos más de 65 años, esta crisis es, por supuesto, compleja y atemoriza. Pero si la soledad es el remedio y la cura, no hay problema: yo sé estar sola. Sabemos estar solas.
Además, quizás este extraño virus llegó para recordarnos que de pronto no es demasiado tarde para que este mundo de la insolidaridad, de las brutales e inhumanas economías de mercado, de la ceguera ante el significado de las migraciones del mundo y de las aún insoportables violencias ante la pobreza y el hambre, nos ponga a reflexionar. Quizás como en ‘La peste’, del gran escritor francés Albert Camus, lograremos redescubrir el significado de la solidaridad humana, que lleva en sí misma una inmensa carga moral. Ojalá sea así.