Tras las últimas elecciones del mes de abril en España se logró frenar el avance de las derechas tras el empate técnico entre los bloques estatal-progresista ¿cómo se plantea el tablero parlamentario a partir de mañana?
María García Yeregui desde España
La importante movilización del voto “útil” en las últimas elecciones generales de España con resultados de representación de la soberanía popular que pudieron frenar a las derechas -divididas en tres partidos-, sólo con un empate técnico de votos entre los bloques estatal-progresista (PSOE y Unidas Podemos) y el bloque españolista-neoliberal (PP, Ciudadanos y Vox), no son hoy para el líder del PSOE y único candidato presidenciable, más que “agua pasada”. Tal y como se refirió, en una entrevista ante la pregunta sobre su relación con Pablo Iglesias: “no quiero entrar en ningún reproche”.
Los resultados de la legislatura más corta fueron papel mojado, unas importantes elecciones con fuerte polarización: los primeros comicios después de la crisis territorial abierta en Catalunya y del giro a la derecha de la crisis del sistema político a partir de la victoria de las derechas, que sí formaron gobierno, en el sur del país. En otras palabras con la entrada de la extrema derecha postfranquista en las instituciones estatales.
Pedro Sánchez continuaba en la entrevista: “ahora hay que mirar a la pregunta que hay que responder el próximo 10 de noviembre (…): si el 11 de noviembre continuamos bloqueados o queremos un gobierno”. El presidente en funciones, que lo es como consecuencia del apoyo incondicional de la mayoría de la cámara de diputados –todas las fuerzas excepto las derechas españolistas- en la primera moción de censura exitosa de la historia de la democracia liberal española, nos explica repetidamente por qué aquellos relevantes comicios no servían, por qué no se merecían respeto, por qué son agua pasada: “los españoles tienen que decir aún más claro su voluntad”.
Una voluntad preconcebida para una unidad genérica, “los españoles” –casi ‘unidades de destino en lo universal’ pero versión liberal posmo, que con la que está cayendo en España referido al territorio, la identidad y el derecho, entendemos su fuelle no sin perplejidad. Y es que lo de las naturalizaciones del estado-nación –haya sido, sea o llegue a ser-, leyendo simplista y burdamente la concepción de su soberanía popular, a veces da vergüenza ajena.
‘Yo o el caos’, exclamaba prácticamente Sánchez en el debate electoral del pasado lunes: “si queremos un gobierno, votamos al partido socialista, si queremos impedirlo o bloquear, aquí tienen ustedes para elegir”. De esta forma, la repetición electoral que decidió el Ejecutivo en funciones para ‘votar bien’, conduciría a esa hipotética meta-voluntad de los españoles -concebida en función de la pregunta que él mismo plantea acerca del bloqueo y la gobernabilidad- hacia el propio Pedro Sánchez, círculo cerrado sobre sí mismo.
No contento con semejante conductismo reduccionista de masas acerca de una decisión individual, expresada cosificadamente con el voto aunque según marcos de imaginarios colectivos, el líder del PSOE explicita, por si acaso, la vía correcta de respuesta: “la única fuerza política que ahora mismo puede garantizar el que haya un gobierno en este país es el partido socialista”. ¡Gobernabilidad con sueños presidencialistas –made in USA- en un sistema parlamentario y con esta coyuntura!
Sin escuchar la última rueda de prensa del equipo negociar de Unidas Podemos el pasado septiembre, parecía que la mediación aludida por Pablo Iglesias respecto a nada menos que el posicionamiento del rey en su ronda de contactos de los líderes de los partidos, para el nombramiento oficial del candidato de cara a cada investidura en el Congreso, había tenido finalmente lugar, pero en la dirección opuesta. Es decir, para evitar que la partida para conformar un gobierno pudiera continuar según en una segunda y última ronda de intentos para la investidura que contempla la Constitución.
Y es que sin conocer la decisión que había tomado Sánchez de seguir la senda de Rajoy y vetar ser nombrado candidato en caso de no contar con un acuerdo cerrado que le asegurara el triunfo a priori, la ausencia de nombramiento del candidato por parte del monarca, me parecía una táctica de intento de jaque mate de monarquía y bipartidismo. De la mano del partido de régimen, el PSOE, con los ojos puestos en la reforma constitucional desde arriba –cómo no- para apañar lo de la gobernabilidad, y algún que otro retoque más, en base a un acuerdo con el PP. De hecho, Sánchez ya habló, antes de la investidura fallida de julio, con Pablo Casado, de reformar el artículo 99 de la Constitución según el modelo griego. Es decir, asegurar suficientes bancas para la lista más votada, que le permitan, por tanto, formar gobierno sin necesidad de pactos.
De hecho, Sánchez comenzaba el debate lanzando una ya vieja propuesta al viento: que gobierne la lista más votada sin respetar las reglas del juego constitucional. Mientras los ecos de una ‘gran coalición nacional’ suenan a dúo, en boca de encuentros públicos entre los ex presidentes Mariano Rajoy (PP) y Felipe González (PSOE). La pregunta clave es cómo la lograrán, en sus efectos y objetivos, sin llegar a hacerla.
En definitiva, el PSOE de Sánchez asumió correr los riesgos de una victoria de las derechas, capitaneadas por el PP, pese a los resultados en bruto de las elecciones de abril. Electoralistamente estaba claro que lo hacía para sumar escaños como consecuencia de la ley electoral de mayorías que tenemos, desangrando a UP por un lado y a Cs por otro.
Así las cosas, sin el dato de la novedosa imitación de Sánchez a Rajoy –negó presentarse hasta en dos ocasiones por no contar con los apoyos suficientes y no tener posibilidad de negociación en la cámara-, la jugada olía a una lógica de transición española reloaded, que incluía una mayor actividad por parte del monarca. Pero con la información de la ‘táctica Rajoy’ asumida por Sánchez, el rey habría acordado pero no dispuesto. Y es que, el responsable de Unidas Podemos en las negociaciones fallidas con el PSOE, Pablo Echenique, afirmó con total naturalidad que los responsables “socialistas” les había dicho, en aquella última reunión de los equipos negociadores, que Sánchez innovaba su trayectoria de presentarse a todo sin haber movido ficha para conseguir los apoyos suficientes –cuatro, en estos cuatro años, fueron sus investiduras fallidas-. Cambiando de estrategia no aceptaría el encargo del rey, a no ser que hubiera un acuerdo cerrado que daba la investidura por segura.
Por tanto, Pablo Iglesias sabía perfectamente al reunirse con Felipe VI que esas eran las últimas horas, que no habría más partida antes de la convocatoria electoral. Con esto nos quedan claras dos cosas: el protagonismo de Sánchez en la táctica por el sueño presidencialista, con la exhumación de Franco en la mira y pese, o con, la fecha de la sentencia del juicio al Procés fijada; y que el secretario general de Unidas Podemos, desde la escisión errejonista del partido, está entrenado en remar imperturbable frente a órdagos decisivos.
Iglesias considera que se ha producido con el recorrido de Sánchez –desde su negativa a investir a Rajoy que le costó un golpe interno de la ejecutiva del PSOE que finalmente se abstuvo y su victoria en las siguientes primarias con un discurso progresista- una suerte de ‘despertar progresista’ sin retorno en la base social: el síntoma duradero del ciclo abierto tras la crisis del 2008 y el 15M, que seguiría presente tras haber sido usado por Sánchez para renacer como líder del PSOE, como consecuencia -según el análisis de Iglesias- de la presión ejercida por la existencia de Podemos. Y esto es lo que habría sido decepcionado chuscamente durante estos últimos meses por el fracaso de las negociaciones para un ejecutivo progresista.
Por ello, Iglesias atisba una crisis dentro de la identidad progresista que considera de una profundidad suficiente como para hacer tambalear la fidelidad de voto hacia el PSOE, más con la nueva estrategia de dureza con Catalunya y desdén hacia Unidas Podemos, practicada por el líder “socialista”. Es decir, una ventana entreabierta y después rota que, con la firmeza y tacticismo del líder de Podemos, pretende terminar de abrir hacia su espacio político: se presenta como el actor que ocupa ese lugar, queriendo dejar la decepción sin vacío. En eso, aunque no igual, sigue también Iñigo Errejón.
La firmeza de Iglesias presenta una continuidad con su discurso y su estilo, a lo que hay que sumar la ruptura de la imagen de autoritario y ávido de poder que le construyeron ante el palco de la opinión pública, al haberse retirado tras el veto que le hizo Sánchez justo antes de la primera sesión de investidura del pasado julio. Una coherencia también con el cierre del debate electoral del 22 de abril: “lo que le pido a esa gente que piensa que la política no sirve para nada es que nos dé una oportunidad, una sola, de estar en un gobierno cuatro años y si en esos cuatro años no hemos conseguido cambiar nada, no nos voten nunca más”.
Sin embargo, creo, algo indignada y preocupada, que lo hace infravalorando, entre otras cosas, la tradición existencial del desencanto político, abstencionista tras el chute ilusionante, del votante progresista. Aunque es verdad que visto lo visto en estas semanas, quizás sea otra vez activado por otro sentimiento, el del temor a un PP de seguro reforzado y a un crecimiento de la extrema derecha de Vox -tras aparecer con soltura por vez primera en un debate electoral- a costa del desinfle de Ciudadanos, según las encuestas.
Pablo Iglesias consideraba enterrado el bipartidismo, pareciera en sus análisis de julio que sin posibilidad de resurrección: “la crisis económica que llega el 2008, que tiene como manifestación social inicial el 15M, eso es gravísimo, eso crea unos niveles de desconfianza en la política, eso entierra el bipartidismo en España”. Según su posición, la movilización del voto útil, también a ellos, no habría sido tanto coyuntural ante el peligro del ‘trifachito sin filtro’, sino más bien una base suficientemente estable como para considerar que el eje principal de su razón de voto, o su motivación, sea lo que él denomina el ‘consenso de acuerdo’ entre los votantes del llamado bloque progresista.
El candidato de Unidas Podemos comentaba que veía a las derechas incapaces frente al eje territorial de la crisis del sistema político: “para la derecha, Catalunya no es un problema de Estado, es una oportunidad electoral, con lo cual están fuera de cualquier tipo de solución de Estado, les interesa inflamar lo que ocurra en Catalunya”. Finalmente, de cara a la recesión en ciernes, sentenciaba: “a mí me parece una evidencia que solamente el PSOE con nosotros puede afrontar esos dos desafíos de Estado de España (…) si no llega a ser porque nosotros existimos y desde fuera condicionamos la interna del PSOE, el PSOE estaría muy mal”.
Del otro lado, sin embargo, está el PSOE. Desearían ser el gobierno socioliberal, centro de la enésima restauración borbónica. Pero tendrán que compartir centralidad. Es poco probable que lo consigan como midieron tácticamente, a modo de mal menor, a través de socios menores –Ciudadanos y errejonistas-. Apunta, como se viene diciendo por estos pagos, a compartir centralidad inmediata con el PP, de un modo u otro, o con las nuevas cartas de bancas en diputados repartidas entre bloques, ni eso.
La razón de este Estado neoliberal –en un país con una transición de la dictadura a la democracia liberal por reforma, sin ruptura legislativa, “de la ley a la ley”, realizada por sectores de la España franquista, junto a la hegemonía de la narrativa de reconciliación nacional- no está precisamente “razonando”, frente a la nueva fase de la crisis -la del sistema autonómico ante el independentismo en Catalunya-, según el análisis de consensos del 78 que ha hecho Iglesias, por las razones que él mismo proclama en campaña –han usado hasta las cloacas del Estado en un espionaje de cara a los medios, la apodada ‘policía patriótica’-. La propuesta de la vía de derrotar y disciplinar hasta desactivar a la mitad de los catalanes que son independentistas, está encima de la mesa y con la sentencia judicial por sedición se está ya articulando.
Veremos qué pasa con el desengaño progresista, esperemos que se encuentre mitigado por la reacción que han vuelto a tener las derechas tras la exhumación del dictador y, sobretodo, después de las movilizaciones y disturbios en Catalunya tras la sentencia del Tribunal Supremo en el juicio al ‘procés’ independentista. La suerte está echada.