“De las sinceras cadenas antiliberales pasaron, las derechas presentes, a la apropiación pervertida de la libertad” reflexiona la cronista, en su recorrido por la historia de España, entre la caída tradicionalista y el aumento del histrionismo en las derechas.
Por Maria Garcia Yeregui
“Vivan las cadenas”, gritaban por las calles los realistas (acérrimos de la realeza hispánica). Era el retorno del absolutismo a tierras españolas: el final del gobierno constitucional que había recuperado la carta magna de 1812, derogada por el Borbón de turno. Un trienio liberal que arrancó –pronunciamiento mediante- un marzo de hace dos siglos. Eran los últimos años de los procesos de independencia latinoamericanos: “oíd el ruido de rotas cadenas”. Años en los que, por pagos ibéricos sin embargo, las cadenas reaccionarias se personificaban en la segunda restauración de Fernando VII en el trono del país.
Hoy, por estos lares del viejo continente, seguimos escuchando sus incansables “vivas al rey”, junto con otras lindezas que comparten las derechas histriónicas en sus versiones nacionales, acá y allá, pareciera que en todas partes. Los vítores son entonados, en la arena de la opinión pública, por los esbirros ideológicos de aquellos intereses oligárquicos más apegados a la institucionalidad formal del actual régimen constitucional español -el que parió la transición a la democracia liberal, tras la muerte, hace 45 años, de Francisco Franco-. Cacarean, una vez más, “vivas” al Borbón: hoy es Felipe VI, rey de una monarquía parlamentaria y, por tanto, jefe del Estado.
En mitad de la pandemia, con un renovado contexto de crisis en la imagen de la casa real, dichos sectores se sienten escandalizados -nunca mejor dicho- por la presencia de republicanos confesos en el poder ejecutivo. Mientras el rey emérito continúa siendo el protagonista, por primera vez para el público mayoritario del país, de un descocado destape de “sus vergüenzas”. Un pater familias, no “tipical spanish” sino “tipical Borbón style”, publicitariamente titulado durante décadas como “campechano, hacedor y salvador de la democracia española”. Cinismo si recordamos que fue nombrado sucesor por el dictador en 1969.
El monarca ha quedado desnudo. “Un destape”, con límites, pero “destape” al fin. Como aquel atravesado por el país en “sus buenos tiempos” post-transicionales de prócer: los conocidos como “años del destape”. Un término usado, burda y ansiosamente, como sinónimo de liberación sexual; siendo, sin embargo, -dentro de los marcos de la cultura de masas de la imagen- una histriónica desinhibición, tras 40 años de represivo y estricto nacional-catolicismo, caracterizada principalmente por la liberalización cosificada del cuerpo de las mujeres –inmerso, como objeto, en el centro de unas sexualidades profusamente mercantilizadas y expresamente machistas, típicas de los 80s-.
Dicho “destape” de Juan Carlos I ha sido posible ya que en la última década se terminó la estricta censura mediática de protección a la monarquía. Aquella que dominó la escena del país las décadas pasadas. Hoy las corporaciones mediáticas están publicando la rapiña sistemática de Juan Carlos I –educado, e instaurado como heredero, por el mismísimo Franco, que restauró con él la corona borbónica-.
Los ríos de tinta se desbordaron con la huída prócer real. Y es que “el emérito” (denominado así desde la abdicación a favor de su hijo varón en 2014 en medio de la primera gran crisis de imagen de la institución) huyó -a cuerpo de rey, faltaría más- a Emiratos Árabes Unidos el pasado agosto, como consecuencia de la apertura de diferentes causas que investigan su saqueo ilegal. Todo un sainete patrio. El colega royal de la familia saudí, “el cazador de elefantes” –por la primera foto publicada que atravesó la protección sistemática de la prensa hegemónica al rey y que comenzó a desmontar una imagen falsa, pero férreamente construida durante décadas- es en realidad fiel continuador de su estirpe. Y es que con su enriquecimiento ilícito y su forma de vida ha seguido ininterrumpidamente con la más arraigada tradición borbónica en el trono español, una vez los franceses se los quitaron de encima. Un Borbón, borboneando.
La realidad es que cuando las noticias sobre las diligencias abiertas por la fiscalía en España y la causa en Suiza se multiplicaron hasta adoptar la forma de escándalo, el pasado junio, no tuvo la suerte de ser eclipsado; a diferencia de lo que había ocurrido en marzo con las informaciones publicadas entonces. Aquellas que hablaban de algunas de las corruptelas acometidas por el rey cuando, por serlo, gozaba de la constitucional inviolabilidad regia –absoluta impunidad-. Entonces no pudo resonar lo suficiente el cacerolazo de las ventanas, convocado mientras el discurso del rey –hijo varón del aludido- se emitía como consecuencia de la crisis sanitaria, pese a la noticia de su renuncia a la herencia personal de su padre, por lo que pudiera pasar. Se reabría la operación “matar al padre para salvar el sillón y la institución”.
Lo cierto es que en marzo todo quedó algo opacado: estábamos a escasos días de haber comenzado el confinamiento. El escándalo quedaba amputado, silenciado por el impacto sobre el cuerpo y el imaginario social de la pandemia. La que nos sigue golpeando. En España, tras la segunda ola, y su recrudecimiento en los meses de octubre y noviembre, han fallecido más de 47 mil personas confirmadas, a lo que se calcula deben sumarse alrededor de 25 mil decesos más (datos del 14 de diciembre).
No obstante, después del primer impacto, “el caso rey emérito” contó con un segundo momento estelar cuando la fiscalía Suiza ajustaba el cerco. Tras un desconfinamiento acelerado, hacia un verano al que -deseos clasemedieros y recursos acumulados intocables mediante- no se quería renunciar, pese a la realidad vírica, comenzó el baile en la palestra de la prensa. Nombres de fundaciones pantalla, cuentas opacas con dinero negro en paraísos fiscales, adjudicaciones fraudulentas con comisiones millonarias, blanqueo de capitales, bufetes al servicio de entramados de inteligencia financiera, testaferros –desde familiares u otros miembros de la aristocracia europea a grandes empresarios mexicanos o militares retirados-.
Hubo un tercer momento estelar. Con el tórrido calor, se comenzaba a abrir paso una tendencia de contagio que nos llevaría al pico de la curva alcanzado en la segunda ola de la pandemia durante el otoño. Entonces el foco mediático europeo se centraba en las tensas negociaciones de la Unión Europea por los fondos de recuperación. Así fue hasta la firma, en julio, del acuerdo de reconstrucción –cuyo relucir dista de ser todo oro para los países del Mediterráneo-. A partir de ese momento, el espacio quedó libre para el fluir de información sobre actividades fraudulentas del monarca hasta engrosar el escándalo mediático.
Sin embargo, el auge y desenlace con su huída –recordemos, del prócer de la historia oficial de la democracia española-, no ha sido el punto álgido en cuanto a presencia informativa de la monarquía se refiere. Octubre se caldeó con el conflicto interno del país. Y en noviembre volvió a arreciar la intensidad del “destape”: incorporando a toda la familia real por el uso de tarjetas black durante los años siguientes a la abdicación del patriarca, por tanto, por fuera de la vigencia de la impunidad máxima disfrutada por el rey en ejercicio, su vergonzosa inviolabilidad constitucional.
En conclusión, existen tres líneas de investigación abiertas a Juan Carlos I en la fiscalía anticorrupción del tribunal supremo. Mientras, continúan danzando en las noticias las cuentas off-shore en Panamá, las Caimán, Jersey, Bahamas, Ginebra pero, por supuesto, resuena también la versión oficial -no menos vergonzante- en la que las mordidas eran justificadas como regalos de las monarquías del Golfo pérsico: Arabia Saudí, Bahrein, Kuwait. Viajes de lujo, caza y plata, maletines y bolsas de billetes desde Kazajistán para la repetida ejemplaridad de la posteridad.
Con semejante panorama tradicionalista, el histrionismo de las derechas fue en aumento. Más cuando tras el vivir de un verano que evidenciaba que el shock del trauma colectivo de las cifras dramáticas de fallecidos no había penetrado de la forma esperada por lo que la indigna táctica de las derechas de jugar con los muertos contra el gobierno de coalición no había tenido el rédito esperado, ni entre sus propios sectores de votantes. Por ello, las estrategias se concentraron en el segundo de los discursos desplegados, a coro con las derechas demagógicas globales.
Y es que la restauración reaccionaria de hoy ha cambiado su grito de “vivan las cadenas”, por una sistemática perversión del lenguaje –ese constructor de realidades mediadas en nuestra condición humana-. En realidad, son tácticas ya empleadas. Aplicadas sobre estructuras de significado que han penetrado durante décadas. Sin embargo, el impacto corresponde a nuevas coyunturas precisamente cuando estamos insertos en un mundo de masas atomizadas y posverdades telemáticas por primera vez en la historia. Todo un cambio, tanto para la relevancia del lenguaje, como para los sujetos en su relación con la materialidad y lo Real –de la realidad-.
Y es que sabemos bien que dos siglos de lucha de clases no son poca cosa. Ahora los fieles adoradores de “los elegidos superiores” –sean jefes de Estado monárquicos o magnates megalómanos ávidos de más fama y poder, tanto privado como público- se sienten identificados con una suerte de condición, próxima a la de unos antiguos notables, tocados por una autopercepción relacional de superioridad –el diferencial del ‘yo’ respecto a ‘los otros’- de carácter racista, clasista, machista y narcisista. De esta forma, se adopta sin reparo la confusión -típicamente aristocrática y terrateniente en su origen- entre derecho y privilegio.
Pretenden generalizar esa confusión premeditada según el principio efectista de los ‘hechos alternativos’ de la estrategia Steve Bannon. Les conviene desperdigarla en esa atomización narcisista de las subjetividades, las de un sujeto construido en las coordenadas del crono globalizado encajado abruptamente sobre fronteras nacionales, el cronotopo de la posmodernidad tardía.
La clave del uso perverso de esa confusión, por sustitución, entre derecho y privilegio, está históricamente en la posesión. “Tener derechos sobre” una propiedad cosificada -sean territorios o personas- quedaba estipulado por la ley escrita. Ahí está la larga historia de la esclavitud o el viejo derecho de pernada –feudal, colonial, patriarcal- que encarnaba en el derecho regulatorio de la sociedad la supremacía de clase o estamento, de raza, de género. Era el derecho violento del privilegiado sobre sus posesiones, fijado en la legislación: la legalidad del abuso sistémico. Es decir, la antítesis y un antagonismo de la concepción de los derechos sociales y humanos.
Aquellos “derechos sobre” eran sólo privilegios disfrutados por los grandes propietarios de cosas y personas -previamente cosificadas y, como tales, carentes de derechos-. Porque la ley, el derecho, legisla según la estructura social de cada historicidad: articulando privilegios o/y abriéndose a derechos colectivos, empujada contra los privilegios ejercidos. Por tanto, aunque la denominación retórica habilite la confusión premeditada, los privilegios de “la explotación del hombre por el hombre” son la contracara de la concepción de derechos, siempre colectivos, en la construcción de lo público. Una construcción de los pueblos que se viene desarrollando hegemónicamente dentro de la articulación liberal del estado-nación moderno, ensanchado por la historia de las luchas culturales, políticas, sociales. Luchas superadoras que, con principios humanistas heredados y reformulados en diversidad de culturas, han arrancado derechos para la mayoría social de ‘esos otros’, los desposeídos, en esta pugna sin fin entre sus privilegios y nuestras vidas.
Por ello, de las sinceras cadenas antiliberales pasaron, las derechas presentes, a la apropiación pervertida de la libertad. En una profundización subjetivista de lo que ya hiciera material y teóricamente el liberalismo para la burguesía, han seguido las huellas de las tradiciones de pensamiento que comenzaron a articular la denominada ‘libertad negativa’. A lo que se suma en las naciones con pasados imperiales, la concepción elitista de la libertad frente al resto de posibles imperialistas: el himno británico lo deja claro. En el caso español, lo hace el lema Franquista “arriba España: una, grande, libre”.
Así, vemos a las fuerzas derechistas de diversas familias repartidas por el globo proclamando una libertad -la suya- mientras reparten cadenas y amordazamientos para esos ‘otros’. En el caso español, no sólo me refiero a la ultraderecha de Vox y su fantochada de moción de censura contra el gobierno en octubre, sino también al principal partido de la oposición, el Partido Popular, denominando al presidente del país “dictador” que emplea “el despotismo” –familiares síntomas de gorilismo castizo-.
Y es que los conservadores y los neoliberales de esta fase del modo de producción, tras todo lo llovido, hace ya décadas que son la misma cosa como bloque de poder, por mucho que los voceros del pensamiento único se empeñen, no sin efectos, en llamar a Trump “antisistema ácrata”. Confundiendo, una vez más, al personaje de las altas esferas financieras con movimientos sociales y tradiciones de pensamiento arraigadas en la historia de muchos países que son ajenas a un individualismo propio de las condiciones históricas de los EEUU. País que, por ello, sí articuló un pensamiento libertario conservador, popular y blanco. Una historia particular que, no obstante, apela a figuras como el ‘unabomber’ y no al hijo de un magnate que –cual zar, rey o emperador- no entiende de límites frustrantes de su deseo.
Sin embargo, en tiempos de neocolonialismo –como nos explicaba Galeano-, ahora más histriónico que nunca, escuchamos a la presidenta de Madrid (PP) acusar al gobierno de coalición progresista de querer instaurar “la anarquía y un régimen totalitario”, todo en uno. Tras la jugada para victimizarse como adalid de ‘la libertad’ (de los suyos), forzando la intervención del gobierno central en la figura del Estado de alarma para, por fin, poder tomar las medidas necesarias para bajar la curva de contagio, la gobernadora patrimonializaba una vez más el país afirmando que “la oposición al gobierno de coalición soy yo, el rey y el poder judicial”. Tela para cortar si se tiene en cuenta que tienen bloqueado desde hace dos años el órgano de gobierno de los jueces para conservar la mayoría que obtuvieron en la legislatura que gobernaba su partido. Örgano que sigue nombrando cargos vitalicios sin cesar.
Lo cierto es que, pese a los cambios y novedades que vemos en los sectores de las fuerzas de la contrarreforma restauradora de hoy, en el llamado mundo occidental, podemos encontrar una línea de continuidad con las proclamas del nacionalismo español castrense -los militares colonialistas, llamados africanistas, en Marruecos-. Los mismos que aplicando la violencia de la guerra colonial -masacres sistemáticas en la retaguardia- y con el determinante apoyo nazi-fascista de la guerra moderna, vencieron en la guerra civil española. Me refiero a las palabras de Millán-Astray -fundador de la legión, hace justo un siglo- cuando exclamaba: “Viva la muerte y muera la inteligencia”.
De hecho, la pasada semana -la del aniversario constitucional y la aprobación en el Congreso, por un bloque de izquierdas, los presupuestos generales del Estado, negociados por el gobierno de coalición-, salió a la luz el chat de unos militares retirados –colectivo que ha enviado tres cartas al rey (por las tres armas) y un comunicado por la unidad de España ante el peligro del gobierno ‘social-comunista’ que negocia con “golpistas y filoterroristas”-. En el intercambio privado aseguraban que estaban dispuestos a morir, dando un golpe de Estado, pero sobretodo a matar, ya que según ellos, “no queda más remedio que fusilar a 26 millones de hijos de puta”. Enaltecimiento de la eliminación sistemática de millones de personas por razones políticas, después de haberla ya ejecutado durante la guerra civil y en la posguerra, con las herramientas legalizadas del Estado por su victoria bélica. Una eliminación y persecución sistémicas, continuadas en el tiempo, en la represión de 40 años que ejerció una dictadura militar, fascistoide y nacional-católica. Sin embargo, en octubre miramos a Bolivia, a Chile, y las constituyentes planearon frente a sus distopías postpandémicas.