Por Leandro Albani*. Boxeo y literatura. Un cuento enviado por el autor especialmente para Marcha**.
El hotel tiene pocas luces. Una hilera de focos intermitentes sigue la misma línea que los pasillos abiertos. En la planta baja, las baldosas son suaves y frescas. En el piso de arriba la brisa llega directa y con olor a tierra. Los pasillos dan al estacionamiento, techado con el cielo, y más allá la ruta es serena.
Llego a la medianoche. Necesito tomar una gaseosa fría y comer algo. El encargado del hotel, medio dormido, me dice que el bar está cerrado. El bar: una sala pequeña, un ventanal frente a los árboles y el campo, tres mesas de plástico, algunas sillas, una heladera y un mostrador de madera barata. El encargado me mira y dice: no se preocupe, amigo. Saca una lata de una caja de cartón. No está muy fresca, y sonríe. En el medio de esta mierda es bueno encontrar tipos así. Pienso eso y el cansancio me atrapa. Hace dos días que no duermo y hasta ahora todo fue manejar y quemar kilómetros. Escapar y volar.
Creo que nadie sabe dónde estoy, aunque no lo tengo del todo claro. Escapar y perderme, me digo. Solo quiero dormir y despertarme con la mente un poco más limpia.
-No lo matés- me dijo Jiménez- Boxealo, boludealo, pero no lo matés. El pendejo se cree Alí, pero lo único que tiene es un padre con guita, poder y con la capacidad de mandar al Papa si una mañana se despierta cruzado.
Le hice caso a Jiménez, que se veía tranquilo en el rincón. Pero después todo se diluyó. Había quedado tan desprotegido, tan a tiro de la izquierda, que no me pude contener. El gancho fue directo a la mandíbula. En esa fracción de segundo que va de lanzar el golpe a conectarlo, creo que traté de frenar la mano. Por lo visto no funcionó. Cuando el pendejo cayó seco en el ring, lo miré a Jiménez. Tenía la cara pálida y una expresión de asombro y terror. Pobre viejo, seguro que ya pasó a mejor vida. Es lo único que no me voy a perdonar: que el viejo la haya ligado siendo tan buen tipo. ¿Qué necesidad tenía de tumbar a ese pibe? Ninguna. No hay razones reales. Ya había cobrado la bolsa, mis tiempos como boxeador estaban acabados y de las épocas pasadas de gloria había sobrevivido bastante bien. En esa noche, donde el espectáculo tenía que reinar, donde la mentira era el motor para entretener y el deporte era una excusa para ganar buen dinero, saqué un gancho directo y le destruí la cara y el futuro a ese pendejo. Después de mirar la cara de espanto de Jiménez, automáticamente pensé en el padre de ese pibe. Y sin perder el tiempo bajé del ring, corrí al vestuario y agarré el bolso. Salí, me monté al auto y ahora estoy acá, con el único objetivo de cruzar la frontera y que eso me permita escapar de mis cazadores.
El encargado del hotel me da la llave. Habitación 11, en el primer piso, que duerma bien. Le agradezco. Hace dos días que no duermo. Es el mismo tiempo en que me llevo cagando la vida.
* El autor nació el 30 de junio de 1980 en la ciudad de Pergamino, provincia de Buenos Aires. Ha publicado los libros de cuentos Mapas nocturnos y En el barro.
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