Por Gonzalo Reartes
Un año sin Román en las canchas. El cronista sufre y cuenta cómo esa ausencia es más presencia que nunca. Ante un Boca desdibujado, un fútbol opaco, una dirigencia cada vez más corrupta, un grito se escucha a lo lejos, que corea un nombre al unísono…
Amado u odiado. Por hinchas propios, por hinchas de clubes ajenos. Postura firme frente a temas picantes. Filosofía futbolística. Forma de entender el juego distinta a miles de técnicos, jugadores, periodistas, opinadores profesionales, gente que comercializa humo. Sin negociar, sin transar, sin claudicar. Diciendo “esta boca es mía” cada vez que manda la ocasión. Memoria a flor de piel. Principios que no están a la venta. Las cosas claras. Blanco y negro. Sal y azúcar. Rechazo o devoción. Antes y después. Se retiró hace un año y ya parece una eternidad.
Ese “Riqueelme, Riqueelme” entonado como un grito de guerra cada vez que Boca perdía o cada vez que la figura de Román era discutida junto a su rol en el vestuario era testimonio vivo de una forma de entender el fútbol. Esa herejía que suponía un Boca sin Riquelme hoy es realidad. Y los ojos de los hinchas xeneizes se retuercen de dolor cuando Carlitos Tevez no está inspirado. Falta ese jugador con la diez en la espalda que pise la bocha, estire el brazo izquierdo (empujando al rival que quiere sacarle la pelota), levante la cabeza y lea todo lo que está pasando a su alrededor aunque supiera qué iba a hacer con la redonda cinco segundos antes de recibirla.
Román fue el mejor. De Boca, de la Argentina. Su genio es sólo comparable a lo que hizo Maradona, aunque nadie nunca va a alcanzar al Diego. Absorbía toda la presión. Pensaba, comía, respiraba y vivía fútbol. Sacando el hecho de que ganó todo lo que jugó con Boca, marcó un antes y un después en la discusión táctica y en lo que hace a la generación de juego. Y justo en un club que nunca se caracterizó por tratar delicadamente a la pelota, sino por tener cincos que se barrieran y se llevaran todo lo que fuese necesario por delante, tobillos y canillas incluidos, levantando ese “Bieeeeeen” tan particular de La Bombonera. Claro, Boca ya no es el Boca de los 80. Ya no hay Blas Giuntas. El fútbol se ha ido reinventando. Los últimos cincos de Boca han sido más distribuidores que peleadores. Gago y Banega son un ejemplo, aunque también, al aparecer la figura del doble cinco, el cinco aguerrido es una mezcla de toques cortos y garra, como Erbes y, hoy, Cubas.
Mi único héroe en este lío
Pues bien, Riquelme no era cinco. Debutó en 1996 jugando de ocho, pero se notaba que no era un carrilero. No tenía ida y vuelta ni sentía la marca. Se destacaba por hacer jugar a los demás, y en sus primeras épocas arrancaba de la derecha para el medio, tocando, enganchando, tirando paredes y asistencias finas. Pero entonces llegó Bianchi en 1998 y le dio plena confianza para que sea el referente de aquel equipo que ganó todo. El Chicho Serna confesó alguna vez que con Román al lado su tarea era mucho más fácil porque sólo tenía que recuperar la pelota, levantar la cabeza y buscarlo a él, que se encargaba del resto. Es que Riquelme hacía jugar a los demás, frase hecha si las hay, pero tan real como palpable a la vista. ¿Cuántos jugadores se cotizaron gracias a las asistencias riquelmeanas? ¿Cuántos llegaron a jugar en clubes de Europa gracias a él? ¿Cuántos partidos ganados le debe Boca a sus genialidades?
Generar juego, visión de la totalidad. Parecía que jugaba con ojos en la nuca y que veía el partido desde la platea, siempre consciente de cuándo picaba el siete, de cuándo se proyectaba el tres, de cuándo aguantarla, poner la cola y provocar un foul. Viveza de potrero, manejador de hilos y de tiempos. Y, de yapa, mago. Nadie podrá nunca olvidar el caño a Yepes. Por las circunstancias del partido, por tratarse de un clásico, porque era por la Copa, pero, sobre todo, por la belleza de la jugada; esa suela amasando la bocha, con tanta facilidad, y soltándola con una displicencia tremenda, como si su botín tuviera un hilo que lo unía a la pelota. Esa jugada resume una parte de lo que es Román como jugador. Pícaro, talentoso y con códigos: años más tarde diría que “todos hablan del caño a Yepes y me dan el mérito a mí, pero yo creo que el mérito es de Yepes, que no me revoleó por el aire de una patada, porque cualquier otro jugador, jugando un clásico, hay que ver cómo reacciona con esa jugada”.
Y qué decir de lo que hizo en Japón contra el Real Madrid. Del pobre Makelele que todavía está juntando los pedazos de su cintura. De esa asistencia para el segundo gol. De cómo nadie le podía sacar la redonda. Riquelme siempre ha sido de esos jugadores que se agrandan en las bravas, que aparece cuando las papas queman y todos los demás se esconden atrás de los contrarios. Él siempre la pidió, en cualquier cancha, contra cualquier rival, bancando las patadas, los escupitajos en el córner, las provocaciones. Eso es lo que lo hace tan grande. Que no se conformaba. No era el típico enganche talentoso que tiraba un caño y desaparecía todo el partido. Nunca fue un enganche lagunero. Se fastidiaba cuando el equipo no jugaba bien, cuando era superado tácticamente, pero siempre se mostraba y siempre intentaba jugar por abajo.
¿Qué es el fútbol sino eso? El arte de lo inesperado y, también, mantener la esencia del barrio, del potrero. Pedirla siempre, siempre intentar jugar bien, saber cuándo distribuir, cuándo buscar la falta, cuando meter una pelota entre líneas. Román conjugaba todas esas cosas. Hacía cosas que los contrarios jamás sospechaban posibles, como cuando tiró un caño de espaldas y sin tocarla. De espaldas y sin tocarla. Ni Zidane hizo eso. Ni siquiera Ronaldinho en su mejor época de malabarista pudo realizar un lujo semejante. Y para qué hablar de la cantidad de tiros libros y goles olímpicos que hizo. Tomaba la pelota y la besaba, parecía hablarle. Algo hay de poético en esa relación. Román acariciaba la pelota, nunca la maltrataba. Quien escribe esto cree que el genio riquelmeano no ha sido valorado en toda su plenitud, pero espera que el tiempo ponga a Riquelme donde pertenece: en la cima indiscutida del fútbol argentino.
Bajo este pulso…
Hoy, cuando los conventillos en los vestuarios de Boca siguen vigentes, cuando la selección sigue sin poder ganar títulos trascendentes ni encontrar su mejor juego, cuando siguen apareciendo banderas que dicen “Román te extraño”, la ausencia de Riquelme se hace sentir más que nunca. La magia ya no está. Uno ve un partido de Boca (y cualquier partido del fútbol argentino) y sabe que nadie va a frotar la lámpara, que nadie va a intentar hacer algo distinto. Nos tenemos que conformar con muy poco y encima soportar el puterío de periodistas deportivos que no tienen pasatiempo preferido que inventar y especular con despidos e internas. Ya no quedan jugadores como Román, que ganen una Copa Libertadores solos, como él hizo en 2007, que asciendan a un equipo por puro amor, como ocurrió con Argentinos Juniors en 2015, que lleven a un equipito como el Villarreal a las puertas de una final de la Champions League, que se le planten a un presidente amarrete con ambas manos atrás de las orejas para decir “acá estoy, este soy yo, escuchá a quién aplaude la gente, qué nombre corean”.
La figura de Román, el último enganche, el último diez, será un eterno eco que sobrevuele La Bombonera, un grito de guerra que siempre estará en la garganta de esa gente que no se conforma. Esa gente que fue testigo de la magia. Esos que ven en la forma de jugar de Riquelme el último síntoma de rebeldía del fútbol argentino. Ese grito rondará los pasillos, las plateas, los palcos, la popular. Cuando menos se espere, cuando los resultados no acompañen, cuando los dirigentes corruptos se encuentren entre la espada y la pared, cuando las comisiones ya no puedan dibujar números imposibles de explicar, cuando la camada de presidentes macristas no tenga la espalda ancha para hacer y deshacer a piaccere sin consultar al pueblo boquense, esa declaración de guerra volverá a sonar. Allí estará, siempre presto, siempre al pie del cañón… volverá escucharse, una vez más, ese “Riqueeelme, Riqueeelme”.