Por Pablo Potenza
Los formatos cambian, la música sigue. Divididos, los cambios y la posibilidad de rockearla donde sea. Una reflexión sobre la música en los tiempos que corren.
Lo avisa la publicidad que promociona el show. Lo refrenda el programa repartido en mano. Lo ratifica Ricardo Mollo en un hueco entre dos canciones. Como si existiera una molestia. Como si hubiera que expurgar culpas. Se trata, por lo menos, de una decisión incómoda, algo que se corre y cae fuera de lugar: Divididos deja “su” Teatro de Flores, descarta algún posible mini estadio, y se presenta el 11 y 12 de mayo en el Teatro Coliseo. La elección les provoca un problema, eso que desata la advertencia al público: en el Coliseo hay butacas y, en principio, habría que permanecer sentado.
No se trata de un show acústico, sino del mismo “formato eléctrico” que le permite mantener vigente su otro nombre –“La Aplanadora del Rock”–, esto es, el power trío: esa combinación de sonidos bajos que golpean el pecho y de estruendos agudos que hacen flamear la membrana auditiva. Divididos todavía “aplana” porque la ola de volumen que envuelve y arrolla los cuerpos sigue siendo, casi treinta años después, su marca registrada. En este caso, la novedad de la propuesta no pasa por la música –no hay nuevos temas, ni nuevo disco, ni nuevos integrantes– sino por el espacio.
Ese vacío delante de los escenarios que algunos teatros y grandes bares optaron, ya hace bastante tiempo, por ofrecer –y que por traslación desde los estadios de fútbol quedó fijado en la palabra “campo”–, parece apelar a la masa: el “campo” es el lugar de la amplitud y el horizonte que se mueve en el límite borroso; allí la multitud se hace un bloque homogéneo que permite la expresión de lo colectivo. En contraposición, la butaca pareciera todavía mantener un poder de fragmentación que individualiza los cuerpos dificultando la acción del conjunto. Con la butaca los cuerpos pierden igualdad y adquieren diferencia.
¿Homogéneos o desiguales, entonces? Si lo que aplana elimina cualquier pliegue o detalle en beneficio de lo liso y semejante, esa uniformidad ¿está en la música de Divididos o en su efecto? Ahí hay un problema y por eso ellos mismos lo explicitan: el “formato eléctrico” que “aplana” los cuerpos de la multitud en el “campo” se encuentra ante la paradoja de no tener que “aplanar” los oídos de los individuos en la “platea”. Entonces Mollo dice que están allí para que la música “se escuche”, tal como se hacía en los tempranos años setenta, tal como él mismo dice haber “escuchado” en ese mismo teatro a grupos como Invisible, Aquelarre o El Reloj. El puente que establece con aquella época vuelve a poner en escena una discusión propia de esos años (basta recordar la calificación de “cirquero” para Charly García por su temprano despliegue en el escenario cuando fue el “Adiós Sui Generis”), mientras borra una historia de espectáculos de rock presentada en el mismo lugar jamás interrumpida. No se trata de un revival sino de volver a plantear un problema nunca resuelto: ¿de qué se trata un recital? ¿De escuchar música o de otra cosa? Si al Coliseo, como dice Mollo, se va “a escuchar música” es porque, implícitamente, se está diciendo que no es eso lo que se hace en el Teatro de Flores. ¿Será por esa tensión no resuelta que Divididos hace tiempo que no saca un disco nuevo? Para pensar desde el extremo: si The Beatles dejó de tocar en vivo para crear más música, Divididos dejó de crear música para solo tocar en vivo. Pero, entonces, ¿dónde está el valor? ¿En la creación o en el rito?
Está claro que en los recitales de rock, desde hace ya bastante tiempo, existe un contraste entre la música que baja del escenario y la música que sube desde la tribuna. Se trata de un diálogo en tensión permanente y el rock argentino parece perdido en ese laberinto con distintos corredores sin salida: bandas completamente desconocidas que no pueden trascender, bandas populares abiertamente malas que solo aspiran a repetir fórmulas, bandas históricas que no pueden escapar del espacio abierto y gigantesco sin correr el riesgo de perder legitimidad por omisión del ritual.
En ese sentido, Divididos asume los riesgos y busca navegar por las dos orillas. Cuando toca en Flores “aplana” los oídos y permite que el espectáculo se desarrolle abajo: la multitud se conecta consigo misma y cumple uno por uno los ritos de cualquier ceremonia codificada. Cuando llega al Coliseo “aplana” los cuerpos y el espectáculo se desarrolla arriba: una propuesta musical equivalente de los citados años setenta, entre melodías agradables, letras inteligentes y destreza en la ejecución individual y grupal, aptas para el que espera escuchar.
La vigencia entonces pasa por esa combinación de los espacios. El ritual exige algunas aptitudes físicas: resistencia para aguantar el pogo, paciencia para tolerar horas de pie, templanza para no desesperar ante la compresión desbordada de cuerpos por metro cuadrado, es decir, virtudes que suelen convocar a la juventud. La butaca, en cambio, con su oferta de comodidad y habitáculo propio apunta a los viejos fans que pueden volver al lugar del que habían sido expulsados y, al mismo tiempo, extender el gusto a las nuevas generaciones: en el Coliseo están los mayores de cuarenta y los menores de quince.
Sobre el final del show del Coliseo, Diego Arnedo dice, entre sorprendido y agradecido: “nos seguimos sorprendiendo con este público”. He ahí nuevamente el problema enunciado: ¿qué hacer? ¿Se le proponen novedades a ese público? ¿O se hace lo que el público espera porque no se lo puede defraudar? Por lo pronto, Divididos nunca escatima generosidad y entrega: tres horas de un espectáculo plagado de climas y secciones que solo termina porque la gente del teatro les baja el telón, y todavía les quedan ganas de correrlo para salir a abrazar a los que están en primera fila. Ni concesión ni conveniencia, más bien combinación de sentidos dentro de la riqueza divergente de una comunidad.