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    En tu defensa

    2 abril, 20147 Mins Read
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    Por Emiliano S. La retrospectiva que ofrece el heavy metal nacional sobre Malvinas nunca ha sido guión de un acto escolar cada 2 de abril. Los visitantes de las islas en la lírica de los visitantes de la cultura argentina.

     

    “Solo le pido a Dios” sonaba por las cajas que desbordaban el estadio Obras Sanitarias cuando los milicos necesitaron una ayudita del fondo simbólico, cultural, de nuestro ya extinto rock nacional (categoría que terminó de fundirse en el fantoche del BA Rock ’82), cuando el ensimismado Festival por la Solidaridad Latinoamericana colaboraba con el fascismo argentino que -paralelamente- aplicaba la arquitectura del Plan Cóndor y los mimos con la gestión Reagan. ¿Qué hacían León Gieco, Charly García, Litto Nebbia o el propio Spinetta subsidiando el crédito de la dictadura militar cuando en Malvinas y en la Escuela de Mecánica de la Armada se reventaba a una generación?

    Con justicia y esquivando sillas, yo vi a Ricardo Iorio y compañía cantarle retruco al universo escapista de nuestro escenario rockero nacional y denunciar las mayores atrocidades con un gesto biopolítico digno. Ponerle el cuerpo. “Solo le pido a Dios” también sigue sonando en las frías conmemoraciones escolares de cualquier escuela primaria o media de este país, obviando las preguntas que pondrían en duda la tranquilizadora preguntita a Dios. Más que pedirle, como le gustaba chicanear al viejo Atahualpa, habría que preguntarle a Dios, y no con los mejores modales. Las puñaladas que pensó y ejecutó V8 por ese entonces, en las primaveras democráticas y en el ocaso genocida, eran estas (que tanto distaban de la misa inmanentista de Gieco): “Ya es muy tarde, para soñar/es el momento de despertar/Las palabras y las flores,/nada pudieron cambiar/es el momento de luchar”.

    Esa tradición -puesto que el heavy metal argentino en su vertiente o tendencia nacional ha fundado su propia bibliografía- se ha convertido en un linaje insoslayable de lucha que nada tiene que ver con el refugio paranoico del humanismo tardío, ni con los intentos de reconstrucción del ser nacional (o de lo que se desprende en términos de mártires que semantizan una identidad o un sentido unilateral de Patria) que intentaron y siguen intentando llenar la insuficiencia de lo simbólico: cuando de Malvinas se habla, sobran los bronces y los slogans en el canal público; pero persiste vaciado ese tembloroso sentido de pertenencia. ¿Qué lugar en nuestra memoria colectiva ocupa Malvinas hoy? ¿Cómo reflexionar críticamente sobre su devenir en la cultura nacional?

    Gracias al mercado literario que supo acaudalar sus bolsillos con el temita (la guerra, el ex combatiente, los chocolates que no llegan, el trauma y su tratamiento), pasamos por todas las tensiones simbólicas: primero, el desertor de la Pichicera de Fogwill, clausurado en sus sentidos de apátrida, renegado, y animalizado. Luego, nos fumamos al hacker masturbatorio de Las Islas (con 400 páginas de más) de Carlos Gamerro, con ese afán muy voyeur (o posmoderno) de pensar la “verdad” desde la ingeniería edilicia de la ciudad de Buenos Aires (la cueva de Fogwill en Gamerro es el pozo de la SIDE debajo de un Shopping) pero jamás imaginar la ciudad como un espacio de intervención sobre el pasado.

    A continuación, el oportunismo de Belgrano Rawson en el 25° aniversario de la “gesta” con la publicación de tres relatos de silencio -como si a Malvinas le debiéramos un minuto de silencio. Y así, en el carrito de ese supermercado de no saber qué carajo hacer con Malvinas, se subieron Vieytres y sus Kelpers erráticos, y alguna que otra compilación para colegios secundarios, de esas que “se pueden decir” en clase.

    La operación del heavy metal fue otra. Desde ya que contradictoria, pero otra. El mayor acierto de Ricardo Iorio al darle acordes a la película de Javier Olivera El Visitante (1999) con el tema homónimo fue recurrir a las islas desde la voz del ex combatiente pero no como un miserable de vitrina. El visitante de Iorio es el que está y no está, el que ha quedado atrapado en el interregno de las islas y, como lo plantea José Pablo Feinmann en el guión de la película de Olivera, a las islas hay que fertilizarlas. Activar la memoria desde dos lugares bien diferentes: repudio y denuncia al cantar épico que quisieron construir desde la lengua estatal, por un lado; reemplazar esa obsesión simbólica que las islas representaron (y representan) desde la experiencia del ex combatiente, por el otro.

    Tal como lo pensaría un ex detenido desaparecido, ninguna construcción lírica del heavy criollo referente a Malvinas piensa en la voz de los familiares, en la voz del manual escolar, en la aventura moral de recordar Malvinas. Ya con Hermética, en la canción “Del Colimba” (Victimas del Vaciamiento, 1994), se anticipa la brutalidad militarista del Estado y su vehículo menemista de aplicación. El problema del joven desempleado y destinado a cumplir funciones de disciplinamiento queda al desnudo cuando el que canta es quien a la fuerza pierde intervención social por estar “vestido de verde”. No es ese el mundo en el cual se pelea para cambiar los pilares de la sociedad devoradora capitalista. En “Cráneo candente” (Hermética, 1989) la operación literaria es similar: la genealogía del hijo de la Campaña que era obligado por la leva a defender la frontera (y que muy bien lo señalaba ya José Hernández, uno de los primeros en repudiar el trato inhumano que recibían los gauchos de Carmen de Patagones entrenados en Malvinas por el deseo vampirista de Mitre) termina “atrofiando vidas como en la astuta guerra de Malvinas”.

    Muy paradójicamente, más allá de las distancias entre los universos de magos, espadas y rozas que escinden a Ricardo Iorio (y sus empresas musicales) de Rata Blanca, en “Gente del sur” (1988), la banda liderada por Walter Giardino le suma a esa lista de muertos a manos de las fuerzas represivas del Estado a los 30.000 desaparecidos. Gesto que luego tuvo Malón con la canción “30.000 plegarias”. De esto modo, es insoslayable el vínculo o las razones económicas y políticas que se exprimen de la guerra de Malvinas y sus progenitores.

    Mucho más interesante es la caracterización que hace la banda Jerikó en el tema “Instinto”: “Hay sangre en la frontera… solo ellos ganarán la máquina del miedo”. La máquina del miedo es la ecuación del genocidio, la eliminación sistemática de cualquier convoy de resistencia a la dictadura militar.

    Y aun en los intentos más referenciales, más transparentes del “soldado niño” que retrata Tren Loco, fundamentalmente en “Acorazado Belgrano” o en “1982”(del antecesor de Tren Loco, Apocalipsis, bandas con el sello del escritor y bajista Gustavo Zavala) también se vuelve sobre Malvinas a contrapelo. Como le gusta decir a Mario Ian, una de las voces más representativas del heavy argento, el ex combatiente también se homologa a ese ‘héroe sin nombre’, a los miles de trabajadores que a diario sufren el aguijón del plusvalor.

    Quizás, siguiendo esta línea lírica, esta política de la memoria que plantea el heavy nacional, el mayor temor que provoca Malvinas -y más cuando quien escribe esta nota es un docente, uno más de los que cortan calles con sus alumnos… para eso, para no olvidar- es la desfiguración de lo simbólico. Dice una hermosa letra de Patán llamada “Cruces blancas”: “Los hombres reflejan su rostro en las claras aguas”. En eso estamos, reflejándonos en los pucará del presente, buscando razón que permita no olvidarnos cotidianamente que habita una isla en cada lucha, en cada batalla cotidiana por ese versito que le robé a Dolina y que tanto me gusta hacerlo bandera: “Si estamos destinados al olvido, hagamos lo posible por no merecerlo”. 

     

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