A 50 años del golpe de Estado contra la presidencia del socialista Salvador Allende en Chile, recuperamos su discurso contra el fascismo, más que vigente. Sobre la revolución, los derechos, los pueblos y sus juventudes: los pilares para un futuro sin humillación.
Por Mariángeles Guerrero
El 11 de septiembre de 1973, radio Magallanes fue acallada. El metal tranquilo de la voz del presidente socialista Salvador Allende se perdió entre el estruendo de las bombas y el sonido agudo de los brindis en los barrios altos de Santiago. Así celebraron los momios, la derecha chilena, el golpe de Estado dirigido desde Estados Unidos contra el gobierno de la Unidad Popular, el del marxismo por la vía democrática en ese país largo de montañas y de mar, al sur de Nuestra América.
Allende sabía que la transmisión por radio Portales, antes de que la emisora fuera destruida por el bombardeo, sería su último discurso.También, que serían sus últimas palabras. En ese momento, los generales de la traición, comandados por Augusto Pinochet, atacaban La Moneda.
Enfrentado a la muerte, dejó un gesto de dignidad para quienes —sabía—, serían perseguidos “porque en nuestro país el fascismo ya estuvo hace muchas horas presente, frente al silencio de quienes tenían la obligación de proceder”. Allende estaba dispuesto a pagar con su vida la lealtad del pueblo: de las campesinas, de los obreros, de la juventud. “El pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse. El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse”, dijo entonces, confiado en los destinos de su tierra. De nuestra tierra.
Había ganado las elecciones el 4 de septiembre de 1970. Esa noche, desde un escenario improvisado en la sede de la Federación de Estudiantes de Santiago, Allende selló el pacto que tres años después defendería mientras ardía La Moneda: “Mi único anhelo es ser para ustedes el Compañero presidente”. Con ese compañero caminaban mujeres y hombres anónimos que levantaban las banderas de la Unidad Popular con convicción revolucionaria.
Aquella noche festiva de 1970, Allende anticipó el plan de gobierno: “Hemos triunfado para derrocar definitivamente la explotación imperialista, para terminar con los monopolios, para hacer una profunda reforma agraria, para controlar el comercio de exportación e importación, para nacionalizar, en fin, el crédito, pilares todos que harán factible el progreso de Chile, creando el capital social que impulsará nuestro desarrollo”.
Dos certidumbres tenía Allende: que la revolución no implica arrasar sino edificar y el pueblo chileno estaba preparado para esa tarea. De la derecha no esperó siquiera el reconocimiento del resultado electoral: “Ella no será jamás capaz de reconocer la grandeza que tiene el pueblo en sus luchas, nacida de su dolor y de su esperanza”.
El 20 de diciembre de 1970, el gobierno de la UP envió un proyecto de reforma constitucional para introducir el concepto de “nacionalizar” como una facultad del Estado. En 1971 se votó en el Congreso la nacionalización del cobre. “Porque el pueblo es Gobierno, es posible que hoy digamos que el cobre será de los chilenos. Porque los grupos minoritarios que gobernaron el país, las viejas y rancias oligarquías siempre estuvieron comprometidas con el capital foráneo y muchos de sus miembros defendieron los intereses extranjeros”, dijo entonces el compañero presidente.
En el amanecer de la victoria, en la primavera de 1970, quedó claro que la vía chilena al socialismo no tenía fronteras. Así lo vio Allende: “Chile abre un camino que otros pueblos de América y del mundo podrán seguir. La fuerza vital de la unidad romperá los diques de la dictadura y abrirá el cauce para que los pueblos puedan ser libres y puedan construir su propio destino”.
En diciembre de 1972, lo reafirmó ante las y los estudiantes de la Universidad de Guadalajara, en México: “Hay que entender que la lucha es solidaria en escala mundial, que frente a la insolencia imperialista sólo cabe la respuesta agresiva de los países explotados”.
Guadalajara fue emblemático porque allí se dirigió especialmente a la juventud, a la que entendía como la vanguardia de la batalla contra el capitalismo. La herencia de aquel discurso fue la célebre frase “ser joven y no ser revolucionario es una contradicción casi biológica”. Pero precisamente la concepción de juventud de Allende no era para nada biologicista.
“Hay jóvenes viejos que comprenden que ser universitario, por ejemplo, es un privilegio extraordinario en la inmensa mayoría de los países de nuestro continente. Esos jóvenes viejos creen que la universidad se ha levantado como una necesidad para preparar técnicos y que ellos deben estar satisfechos con adquirir un título profesional. Les da rango social y el arribismo social, caramba, qué dramáticamente peligroso, les da un instrumento que les permite ganarse la vida en condiciones de ingresos superiores a la mayoría del resto de los conciudadanos. Hacen de su profesión el medio honesto para ganarse la vida, pero básicamente en función de sus propios intereses”, ejemplificó.
El compañero presidente dejó entonces un mensaje que no pierde vigencia: “La juventud tiene que entender que no hay lucha de generaciones; que hay un enfrentamiento social, que es muy distinto, y que pueden estar en la misma barricada de ese enfrentamiento los que hemos pasado de los sesenta años y los jóvenes que puedan tener 13 o 20”.
Allende pasó a la historia como un ejemplo, aunque siempre se mostró como un deudor de su pueblo, el que le había permitido estudiar y ser médico, luego diputado, luego presidente. No falló a esa gratitud y fue plenamente consciente de ser el intérprete de una afrenta al capital en un momento bisagra, de revoluciones y dictaduras.
“Vivimos la época inquietante de un mundo que cruje, donde el hombre hecho pueblo y el pueblo hecho hombre quieren estar presentes, no sólo en el derecho a vivir, en el derecho cotidiano al trabajo, a la educación, a comer, al descanso o la recreación, sino también en la grande y noble dimensión histórica de construir con su esfuerzo, de poner los ladrillos del gran edificio que no se improvisa: de una nueva sociedad, sobre la base, también, de la moral de un hombre nuevo”, afirmó ante la Cámara de Diputados, meses antes de asumir su mandato como presidente.
“Sé que, más allá de lo que puede un hombre, aunque tenga el poder, y más allá de los partidos o fuerzas sociales que forman la base política de su acción de gobernante, está el pueblo; el que ha conquistado los derechos, el que ha luchado y se ha abierto camino, desbrozando la maraña de los intereses bastardos, para asomarse por su propio sacrificio a un pedazo de justicia que era tan necesario”, agregó.
Hoy recordamos a Allende porque su camino no se detuvo el 11 de septiembre de 1973.