Por Amelia Tristán. Primer relato de un viaje por Nueva Zelanda. Trabajar para viajar, viajar para trabajar. El mundo del kiwi.
“¡y va el capitán pirata cantando alegre en la popa!
Piratas, trotamundos, viajeras, gitanos,
gitanas, comerciantes, callejeros, inmigrantes,
miles de personas con o sin rumbo fijo,
moviéndose por el mundo, desde siempre,
permeándose de otros mundos”.
Trabajar para viajar, razón por la que en estos momentos, argentinos, uruguayos, chilenos, brasileros, españoles, franceses, italianos, checos y otros, y otras tantas, salimos en caravana desde el hostel hacia alguna “orchard” de kiwis o hacia alguna “packhouse”. Con o sin visas de trabajo, muchos y muchas elegimos Nueva Zelanda como destino para trabajar para después viajar.
“Working Holiday” se llama, es un programa de trabajo y vacaciones que da la embajada de ese país para que jóvenes de distintas nacionalidades vengan a trabajar por un año -casi siempre en las ofertas temporales-. Como sucede siempre con las fronteras, para algunos países hay más facilidades, algunos pueden aplicar en cualquier momento del año, algunos otros tienen más cupos. Así también hay que cumplir -no siempre de manera tan estricta- con ciertos requisitos para ser admitido, como edad, examen de salud, seguro médico y fondos.
Los trabajos son diversos pero al ser Nueva Zelanda un país súper productivo, casi siempre están relacionados con las tareas del campo. Entonces, uno trabaja en la cosecha de uvas, kiwis, paltas, cerezas, manzanas y peras; o trabaja en alguna “farm” ordeñando y cuidando vacas, corderos y ovejas; o, también, en aquellos relacionados con el turismo. El salario, en la mayoría de los casos, es el mínimo.
En estos momentos, uno de los fuertes es la temporada de kiwis en Bay of Plenty. Nuestros trabajos: el “picking” y/o el “packing” de kiwis. Eso que nunca haríamos en nuestros países -o nunca imaginamos o nunca estuvimos ni cerca- venimos a hacerlo acá. Para muchos los primeros días son raros, incluso para familiares y amistades que dejamos en nuestros lugares resulta extraño. “¿Con carrera universitaria haciendo trabajos de campo o de fábrica?”. Con la pregunta empiezan a resonar todos los preconceptos que tenemos, preconceptos sobre lo que deberíamos hacer en nuestras vidas cotidianas, el lugar que “nos toca” en la sociedad, para qué nos sirven nuestras formaciones académicas, lo que sería un “buen” trabajo para nosotros. Y así los preconceptos dan vueltas y hacen eco mientras trabajamos. Ahí es cuando también pensamos dónde y por cuánto estaríamos trabajando en nuestros lugares. Y ahí, cuando también empiezan a dar vueltas las preguntas en torno a qué tenemos ganas de hacer de y en nuestras vidas cotidianas.
Frente a estas preguntas, nos encontramos con la idea de que este tipo de viajes nos aportan otros conocimientos, otras experiencias, y que nos abren la posibilidad de conocer lugares que nos parecían “inalcanzables”.
Sin embargo, hay quienes encuentran otro tipo de respuestas. Muchas personas con las que trabajamos están ya instalados (con o sin familias) haciendo de estos trabajos su vida cotidiana, y quienes vienen año a año sólo a hacer la temporada, porque es “easy money”, para luego volver a sus países y vivir con ese dinero el resto del año. Cada uno con sus motivos, seamos de dónde seamos, lo que compensa el trabajo duro es el dinero que uno puede hacer en la temporada. Así, en el caso de latinos y de otros países con monedas menos fuertes, se vuelve inevitable hacer la conversión de lo que se gana en el picking o en las packhouse en una semana y lo que uno ganaría en sus lugares de origen. Por eso, demás está decir, que estamos trabajando acá y no en otro lugar del mundo. Con estos trabajos quienes venimos de otros lugares “hacemos la diferencia”, ya sea para viajar, ya sea para vivir más cómodamente. A algunas, nos reconforta también el hecho de que sea sólo por un tiempo, incluso, quizás, por única vez.
El mundo del kiwi
En el “picking” nos corresponde juntar los kiwis, cargarlos en unas bolsas bastante pesadas que sostenemos con nuestros cuerpos y descargarlos en unos cajones gigantes, los famosos “bins”, que después se van para las “packhouse”. De ahí se distribuyen y los kiwis viajan por el mundo. Siempre se trabaja en grupo, si los kiwis son “green” (los que habitualmente comemos en Argentina) el trabajo puede ser mucho más arduo porque la tarea de cargar y descargar hay que hacerla lo más rápido posible porque la paga es por producción. Por las líneas de kiwis circulan dos tractores, cada uno con tres cajones gigantes, cuantos más tractores haga el grupo es mejor. Al final del día, lo recolectado se divide por la cantidad de gente que tenga el grupo. Así, uno entra en un ritmo frenético, nuestros compañeros, la mayoría de Bangladesh, van rapidísimo. Todos juntos avanzando por las líneas de parras parecemos termitas que arrasan con la cosecha, una especie de plaga que va avanzando sobre las plantas dejándolas vacías.
En cambio, el kiwi “gold” (uno más suave y amarillo por dentro) se supone una fruta más delicada, es más sensible a los golpes y por eso debe ser recolectada con más cuidado. En este caso, el trabajo es menos arduo porque la paga es por hora, así las termitas terminan por aletargarse. Uno termina menos cansado, pero la paga casi siempre es menor.
Los primeros días de trabajo, me era inevitable pensar en los campos, cuando uno va en la ruta, ya sea en Argentina o en otro país, cuando uno ve desde el auto los campos cosechados, realmente se imagina lo grande que es la producción. En el caso de los kiwis, es increíble la cantidad de fruta que hay debajo de esas parras, la cantidad de fruta que uno carga en los bolsos minuto a minuto, la cantidad de fruta que va en los bines, la cantidad de fruta que entra y sale de las packhouse y la cantidad que circula por el mundo. ¡Pensar que uno cuando va a la verdulería sólo se lleva un kilo de kiwis! ¡Cada persona comprando kiwis!, ¿a cuántas ciudades se abastece con la cantidad que se pickea todos los días? Es realmente loco vivirlo de cerca, el proceso de producción capitalista “cierra”, uno percibe de cerca la escala de la producción, el consumo a nivel mundial, los distintos trabajos, el mercado a nivel mundial. Cada etapa de producción toma forma, se encarna, y deja de ser algo que uno conoce de oído, por libros o materias. Es algo increíble imaginarse ese proceso con cada fruta, verdura, producto de consumo; todo funcionando en el mismo momento en distintas partes del mundo.
Trabajar para viajar, viajar para trabajar y la vida cotidiana, todo se mezcla.
El trabajo, los primeros días, súper cansador, pero al ser muy físico, uno termina por acostumbrarse, y de hecho empieza a encontrarle el gusto: a trabajar en el campo, en equipo, con muchos compañeros (la mayoría compañeros) de distintos lugares, con distintas intenciones, con costumbres, distintas lenguas, todos compartiendo el día a día. En el caso de nuestro grupo, como dije, muchos hombres de Bangladesh, los cuales suelen hacer de estos trabajos su vida cotidiana. En otros casos, especialmente en las packhouse, muchos y muchas vienen de las Islas del Pacífico, o hay también locales -maoríes o no- que aprovechan la temporada. Hay quienes prefieren la opción de las packhouse, ya que el trabajo se supone más fijo: se cumple con horarios que van de diez a catorce horas por día, y que también es independiente del sol o la lluvia. El trabajo está guiado por el ritmo de la máquina, las cintas corren y a cada uno le corresponde un espacio físico con una tarea muy concreta, nada muy distinto a principios de siglo y Tiempos Modernos. El trabajo parece mucho más duro, no sólo por el tiempo sino también por el automatismo que supone. Para muchos es la alternativa para no exponerse al trabajo físico que supone el picking (que muchas veces se vuelve agotador), pero para otros y otras es lo peor: el agotamiento termina por ser mental. Acostumbrarse parece más difícil todos los días. Parece increíble que ese trabajo y ese ritmo puedan ser reales.
A ese asombro se suma el hecho de que no sólo se trabajan muchísimas horas en las fábricas (ya que a diferencia de otros lugares, no hay mucha regulación legal en cuanto a las horas laborables), sino también que hay muchas personas grandes (abuelos y abuelas) trabajando. Un ejemplo rápido: en este momento estamos parando en la casa de una pareja de unos setenta años que tiene un campo. Durante todo el año, se dedican a cuidar sus orchards de kiwis, a comercializar los frutos de los árboles de naranja y mandarina, a ordeñar a sus cabras, y a todas las otras tareas que implica el campo. A estas tareas, durante la temporada de kiwis, se le suma las jornadas que hacen en la packhouse cercana. El señor, tractorista; la señora, supervisora en una de las cintas. Él, con un turno de ocho horas por día, con un día libre; ella, catorce horas por día, con dos días libres. Los dos rondando (y casi pasando) los setenta años entre tareas de campo y jornadas de packhouse se levantan cerca de las cinco y media de la mañana y se acuestan casi a las once de la noche.
Kiwis, kiwis, y más kiwis depara la temporada. En este caso, el mundo del kiwi es el que une (o reúne) año a año a personas de distintas edades y nacionalidades. Compartir lo cotidiano supone un dato de color muy divertido: el inglés como denominador común para comunicarnos muta y deviene en muchos “ingleses”. Cada uno pronuncia, escribe como le suena o como se le antoja, cada uno habla un inglés distinto, con rastros y cantos de otros lugares. Hay muchos acentos, muchísimos, encontrándose y conviviendo entre muchos, muchísimos, kiwis.