Por Martin Di Lisio*. La noche era oscura, varios nubarrones bloqueaban sin esfuerzo la luz desvaída de la luna. Hacía un rato que Melina había apoyado sus codos en la proa del bote, con sus manos se sostenía el mentón. Una de sus posturas clásicas al enojarse.
Miraba adelante, adivinaba qué cosas eran las sombras a los costados del agua: imaginaba cocodrilos de muchos tamaños, plantas gigantescas, bestias como el monstruo con el que soñaba cada noche, elefantes buenos como los que la salvaban de las garras del monstruo en aquellos mismos sueños cíclicos. De a ratos, Melina bostezaba, el cansancio aparecía de nuevo a pesar del viaje imprevisto de esa noche. La brisa fresca no la despabilaba del todo. Su padre remaba en silencio y fumaba sentado en el medio de la embarcación. Avanzaban con el bote delta adentro, por uno de los riachos que surcan ese laberinto de islas.
De pronto, entre el ruido del oleaje que se estrellaba en ambas costas, Melina sintió el perfume que quebró el olor amargo y húmedo del riacho. Se acordó de la idea que tuvo antes de dormirse: rociar las mangas del pijama nuevo con el perfume que le había regalado la abuela para su cumpleaños. Así podría irse a la cama con los dos regalos, el perfume y el pijama de elefantitos rosas que le trajo la tía de la Capital. El elefante era su animal favorito, su tía sabía bien lo que a ella le gustaba y al menos en esa noche, después de su cumpleaños, podría dormir así, contenta y a salvo del monstruo con sus cosas nuevas.
-¿Cuántos cumpliste?- le preguntó el padre, era la primera vez que le hablaba desde que habían subido al bote.
-Seis- respondió Melina, que ahora seguía atenta el eco del oleaje y los ruidos entre la vegetación.
Se oyeron biguás y benteveos, revolotearon entre las ramas, cruzaron el agua por sobre el bote a baja altura, perdiéndose entre la espesura de la otra orilla. Melina siguió los movimientos de los pájaros. Su padre tosió dos o tres veces, se repetían los accesos de tos como los que lo atacaban en la época en que vivían todos juntos. Melina se acordó también de los gritos de su padre, que tan poco hablaba, de cómo le gritaba a su mamita, de cómo la empujaba y la tiraba al piso, y hasta a veces la pateaba. Y ella, Melina, corría a su habitación y esperaba a que todo sea silencio para después salir. Salir a ver qué pasaba en la casa, encontrar a su madre llorando sentada en el piso o apoyada en la mesada de la cocina, escucharla murmurar: está loco, el hijo de puta está loco. De eso se acordó Melina sin moverse, manteniendo esa postura de enojo sentada en la proa del bote. Escuchó otra vez el ruido de un fósforo al encenderse: un cigarrillo más.
-Me molesta el humo, papi- dijo Melina en voz baja, y su padre tal vez la escuchó y tal vez no, pero siguió fumando como si nada-. Me molesta un poquito…
Melina no miraba hacia atrás, no quería. En el medio de la noche había sentido unos brazos que la alzaban de la cama y un susurro, soy papá, no te asustes, y su papá la llevó a upa atravesando la casa sombría, aunque la luz de luna se colaba apenas por las ventanas. Melina pudo ver el comedor todavía decorado con los globos y las guirnaldas de su cumpleaños, los platos sucios con restos de torta sobre la mesa, las puertas abiertas de las habitaciones de su mamá y de su abuela. La tía y los primos se habían vuelto temprano a la Capital.
Antes de atravesar la puerta de entrada y de bajar la escalera del palafito hacia el parque, su papá la paró en el suelo. Le habló: tranquila, vamos de paseo por tu cumpleaños. Melina estaba tan dormida que no dijo nada. No se sorprendió ni se alegró al ver de nuevo a su papá, no la había visitado en su anterior cumpleaños, hacía mucho que no aparecía por la casa. Melina sólo miró las puertas de las dos habitaciones abiertas, ¿Tanto ruido no despertaría a su abuela y a su mamá? También vio la puerta de su propio cuarto entornada, su lámina de elefantes despegada de una punta, colgando como si estuviera encorvada, mirando el piso. Su papá la alzó otra vez. Tras cruzar la entrada, el padre cerró la puerta empujándola con una pierna. Por arriba de los hombros de su padre, camino al muelle, Melina vio los dos globos flacuchos colgados en la puerta de entrada. Eran los globos de bienvenida de su cumpleaños, todavía resistían con un poco de aire adentro.
Apoyada en la proa, la niña se acordó de la escena y le preguntó al padre sin mirarlo.
-¿Estaban durmiendo, papá?
Hubo un silencio largo, quebrado tan solo por el ruido rítmico de los remos en el agua y el oleaje.
-¿Por qué no las despertaste, papá?
Silencio de nuevo.
¡Seis años, Meli!, está grandota mi nieta preferida, le había dicho la abuela la mañana anterior, la de su cumpleaños, mientras le daba el paquete con el perfume. Le gustó el regalo pero se alegró más cuando la tía le trajo el pijama de elefantes. Un pijama de elefantitos para la Meli, dijo la tía, sus primos miraban boquiabiertos, es que a todo el mundo le gustan los elefantes. ¡Qué lindos animales! Elefantes enormes que la salvaban del monstruo cada noche en el sueño.
Algún día va a volver, estoy segura de que va a volver, había escuchado a su madre, se lo decía siempre a su abuela, va a volver de las islas y ese es capaz de cualquier cosa. En la tarde de su cumpleaños su mamá le dijo esas palabras también a su tía, justo antes de despedirla en el muelle y abrazarla. Se lo dijo bajito, pero Melina escuchó, y también escuchó a la tía que le hablaba a su madre muy cerca del oído, andate de acá, ¿qué esperás? Melina preguntó: ¿Quién va a volver, mami?, se lo preguntó tironeándola de una manga.
Melina miró de reojo el piso del bote, a un costado de sus pies vio el machete de su papá, ese machete de isleño que se usa para despejar los terrenos de matorrales y plantas gigantes, como las que hay a montones en las dos orillas del riacho. La hoja del machete no brillaba sobre el charco oscuro que ensuciaba la madera. Melina levantó la mirada y cerró un poquito los ojos.
-Papi, decime por qué mami y la abuelita no vinieron con nosotros- Melina despertaba de a poco y dudaba, pero fue girando lentamente, dándose vuelta. Su duda podía más que su enojo y ante el silencio del padre quiso mirarlo. Con los ojos todavía entrecerrados, escuchando el oleaje que seguía siempre igual, Melina preguntó de nuevo.
-¿Por qué no las despertamos para que ellas vengan también a pasear?
Y cuando Melina giró del todo, el bote entraba en un recodo del río, la luna se había librado de los nubarrones y ahora alumbrada débil. Pero al menos alumbraba. Melina abrió los ojos para mirar a su padre, los abrió del todo. La luz daba de lleno en la cara del hombre, el padre sostenía el cigarrillo con sus labios y miraba impasible hacia una de las orillas. La niña se estremeció, un escalofrío la recorrió como una cosquilla interminable: en la cara de su padre reconoció al monstruo con el que soñaba cada noche. Era él.
-¿Cuántos años me habías dicho que cumpliste?- le preguntó el padre.
Melina cerró los ojos una vez más y giró hacia adelante.
-Seis- respondió temblando.
Apoyó los codos en la proa, acercó las mangas del pijama a su nariz, olió el perfume. Hizo fuerza para acordarse de los elefantes, para atraerlos, para pedirles que la salven esa noche también. Para que todos los elefantitos rosas de su pijama, que eran muchos, cobren vida y empujen al padre, al monstruo. Y que lo tiren al agua.
Así, con ropa, con cigarrillo y todo.
(*) “En el bote” forma parte del libro Hacerse agua, publicado por la Editorial Municipal de Córdoba (2011)