Por Pablo Potenza
Lo inevitable, lo que debía pasar. Eso que la última dictadura cívico – militar en Argentina intentó callar, finalmente tuvo su lugar: “Las varonesas”, el libro de Carlos Catania fue editado por Las Cuarenta y presentado formalmente en el país.
Somos pocos este atardecer en el Auditorio David Viñas del Museo del Libro y de la Lengua. Estamos aquí como parte de una práctica cultural definitivamente instalada en el campo literario: todo libro que se edite debe tener su ineludible presentación. Saludo a Matías Raia, el editor de la colección Agel de la editorial Las cuarenta, mientras acomoda dos pilas de libros en una mesita blanca: una con la novela que nos convoca, Las varonesas, de Carlos Catania, y otra con el reciente La muerte y su traje, de Santiago Dabove. Enseguida se me acerca Mariano “Mandrake” Vespa y alterna su sonrisa acotada y franca con el ceño fruncido que usa cada vez que afirma un pensamiento; “Mandrake” lo va a entrevistar a Catania como sabe hacerlo: posee la información completa, abre líneas temáticas que el autor desarrolla, exhibe su lectura de la novela con equilibrio, balancea los ejes del libro con la historia de vida del escritor, como en el fútbol, tira centros, como en el teatro, da el pie. Me voy acercando a la sala, porque todo ya comienza, y noto que, en general, el público es de edad mayor, seguramente amigos, familiares, conocidos: la literatura sigue siendo un gesto íntimo.
Matías da comienzo a la charla con un relato. Nos cuenta la trayectoria del libro y enseguida pienso en Sarmiento y su Facundo, en esa distinción que –ya que estamos en su sala– David Viñas hacía entre “la aventura del texto y el texto de la aventura”: una cosa era lo que el libro contaba y otra su recorrido como objeto cultural. Entonces aparecían las cartas de Valentín Alsina pidiendo correcciones de datos históricos erróneos, las sucesivas ediciones con cambios y agregados, el viaje a Francia del autor con su libro en el bolsillo para ser reconocido como escritor en la metrópoli –“La llave de dos puertas llevo para penetrar en París, la recomendación oficial del gobierno de Chile y el Facundo; tengo fe en este libro. Llego, pues, a París y pruebo la segunda llave”, decía en sus Viajes–, la sorprendente reseña en la Revue des Deux Mondes y la traducción al francés.
En el relato de Matías la “aventura del texto” parece ser inversa. En 1978 Carlos Catania vivía en Costa Rica y su novela Las Varonesas se editaba en España a través de la editorial Seix Barral. Cuando la editorial decide distribuirla en Argentina durante 1980, la dictadura, que no dejaba rincón sin vigilar, detiene los libros en la aduana, impone la censura y suma más restricciones en los flujos de objetos y personas, no solo está lo que se quema o lo que se elimina, sino que a los que deben irse se le suma –o se le resta– lo que no entra. Catania está ahora acá presente y cuando recuerda el hecho prefiere no profundizar, se nota que todavía le duele y apenas levanta la mano en un gesto entre despectivo y anulatorio para decir que la situación le hizo desear ya no tener que ver más nada con la Argentina; no parece que se refiera al hartazgo sino a una impotencia desgarradora. Los dictadores lograron su objetivo: el libro no fue leído en el país y muy pocos sabían de su existencia hasta ahora.
Sin embargo, esa condición de invisibilidad forzada para el público local no impide su circulación en el exterior, por lo que diez años después, en 1988, un lector privilegiado se manifiesta: Roberto Bolaño lo tiene, lo aprecia y lo destaca en un ensayo propio donde expresa su asombro por el contraste entre el valor literario que resalta y la ausencia de lecturas que lo hundieron en el olvido o el secreto.
Mientras Catania lo mira de costado a Matías al escuchar el avance de su relato, pienso que el comentario de Bolaño tampoco generó efectos inmediatos y que, de algún modo, también se hundió en las profundidades de las lecturas individuales. El autor de Las varonesas no se va a explayar mucho sobre este tema cuando tome más tarde la palabra. Le va a resultar más apasionante contar sus aventuras como actor y director de teatro que recorre Centroamérica y México hasta terminar filmando en Alemania; la historia de su amistad con Saer, desde la juventud compartida en Santa Fe hasta el anuncio casi final de que estaba escribiendo “algo grande”; su encuentro con el Galeano que todavía se iba nutriendo de las venas latinoamericanas y le explicaba los matices que enfrentaban a las divergentes facciones de izquierda y derecha en Guatemala; la admiración por Sábato que deriva en un libro de conversaciones; el cruce con un Onetti que regalaba el mismo elogio a cada novelista que se le presentaba en un congreso literario; el, seguramente injusto, valor negativo con el que califica a las obras de teatro que escribió.
Pero el editor sigue hablando y devela los eslabones que arman la cadena de lecturas, porque otro lector –el crítico Guillermo Belcore– llega, veinticinco años después, al comentario del escritor chileno y, acicateado por el elogio, rastrea la novela hasta que aparece en un sitio de libros usados. La compra, la devora, la comenta y se suma al asombro: tampoco él entiende el olvido. Los eslabones se siguen uniendo cuando el texto continúa su aventura inquebrantable y llega, finalmente, a los ojos del buscador de tesoros: Matías lee la crítica, se pone en contacto con Guillermo, se encuentran, accede al libro, lo toca, lo mira, lo hojea, pero no se lo puede llevar, es casi un incunable. El enlace ya está hecho, Guillermo lo contacta con Catania y la nueva edición se pone en marcha.
Ahora el libro está en nuestras manos y las preguntas sobre las condiciones de producción, la razones de la escritura, los avatares de la recepción, los modos de leer, las formas para circular, las políticas de edición, los vericuetos de la crítica, las preferencias de la Academia, los comentarios desconocidos, las recomendaciones explícitas, el tiempo y sus incógnitas, se condensan en lo que ese objeto contiene: literatura.
Carlos Catania dice que cree en pocas cosas. Cuando le pregunto cuáles son, responde que son las cosas sencillas, refiriéndose a lo esencial, antes que a lo simplificado. Tal vez sea esa sencillez lo que late como añoranza en la cita que hace de Musil y que, enfatiza, lo persigue desde muy joven: “El hombre casi no existe; ha sido reemplazado por algo humano que chapotea en un común líquido nutritivo”.
Después, apenas queda un brindis con un vaso de vino entre esos pocos que seguimos manteniendo la intimidad de esta novela desmesurada. Salgo a la noche fresca y veo venir el 118 que me deja en Plaza Once para enganchar el tren que me devuelva a Liniers. Una brecha se abrió en esta memoria y por lo bajo mantiene viva la aventura de la literatura argentina.