Por Pedro Perucca. Hace 84 años que se repite una ceremonia que ha venido creciendo tanto en niveles de audiencia como en cuestionamientos. Esta vez la gala en el ex Teatro Kodak transcurrió por los habituales carriles de espectacularidad, autocomplacencia y discursos intrascendentes pero políticamente correctos.
Al día siguiente de la entrega de los premios Oscar de la Academia yanqui de cine es casi obligatorio el desglose de nominaciones, premios, momentos destacados de la gala, mejores y peores vestidos de la red carpet y demás lugares comunes. Allí todo suele ser poco original e incluso hastiante, claro, pero también hay que reconocer que ellos son los que mejor lo hacen dentro del “show business” y que siempre esperamos (por lo general sin suerte) que pase algo interesante que justifique el habernos bancado el tedio hasta las tres de la mañana sólo para encontrarnos con premios anticipadísimos y con casi ninguna sorpresa en una ceremonia previsible y estructurada como nunca, en la que tal vez el dato más interesante haya sido extracinematográfico: ésta fue la última celebrada en el llamado Kodak Theatre, luego de que la centenaria casa de insumos fotográficos finalmente cayera derrotada ante el poder de los bits.
Esto da la medida de una gala de autocelebración hollywoodense que, aunque menos aburrida que la del año anterior gracias al retorno de la clásica, eficiente y por momentos divertida conducción de Billy Cristal, nunca pretende ser más que una maquinita comercial ultra aceitada donde nadie puede salirse de libreto o sacar los pies del plato. El único exabrupto de la noche fue el desubique del cómico inglés Sacha Baron Cohen quien, intentando promocionar su último bodrio intitulado El dictador, apareció en la alfombra roja vestido como su personaje y espolvoreó a un periodista con las supuestas cenizas de Kim Jong Il, antes de ser “invitado a retirarse” por dos mastodontes en smoking. Así, los únicos instantes “políticos” del evento vinieron de la mano de algunos chistes livianos de Cristal (por ejemplo, cuando contó que después de ver Criadas y señoras -film por el que Octavia Spencer ganó la estatuilla a Mejor actriz de reparto- “quería abrazar a la primera mujer negra que viese, lo que en Beverly Hills significa manejar unos 45 minutos”) o con el discurso de aceptación del premio a la mejor película extranjera de Asghar Farhadi (director de A separation): “En este momento, muchos iraníes en todo el mundo nos están mirando y me imagino que están muy contentos… no sólo porque es un premio importante para un cineasta, sino porque en tiempos en que los políticos hablan de guerra, intimidación y agresión, el nombre de nuestro país, Irán, toma la palabra aquí a través de su gloria, de su rica cultura, que ha pasado por momentos políticos difíciles”.
En cuanto a los premios en sí, casi no hubo sorpresas. La invención de Hugo Cabret, de Martin Scorcese, y El artista, de Michel Hazanavicius, se repartieron la mayoría de los Oscar (5 cada una), liderando la primera los llamados rubros técnicos y la segunda los artísticos. Esta predilección del jurado por dos películas cuyo universo autorreferencial es el de los orígenes del cine también habla de la necesidad de afirmación de una industria que parece haberse quedado definitivamente sin ideas originales y donde los pocos nombres en quienes se podía confiar casi a ciegas parecen estar en un decadencia.
Así es que una película como El artista que, aún siendo un film interesante y emotivo, no cuenta con muchos más méritos que haber demostrado que las viejas armas del cine mudo aún pueden contar una historia y emocionarnos sin explosiones, 3D y efectos especiales, pudo imponerse entre productos mediocres de directores que en otras épocas hubieran garantizado por sí solos una calidad muy superior. Pero, lamentablemente, ni El árbol de la vida de Terrence Mallick (una fallida y pretenciosa reflexión pseudofilosófica a años luz de su genial La delgada línea roja), ni La invención de Hugo Cabret (divertido pero liviano desembarco de Scorsese en el 3D), ni Caballo de guerra (una pasable película de aventuras del siempre eficaz Steven Spielberg, pero no mucho más) van a quedar en la historia como puntos altos en la carrera de artistas de los que siempre se espera más. Por no hablar de la insufriblemente obvia Medianoche en París, de Woody Allen (que, de todos modos, logró alzarse con el premio a Mejor guión original), de la sensiblera Tan fuerte, tan cerca, de Stephen Daldry o de la enésima película sobre el armado de un equipo de béisbol (Moneyball, de Bennett Miller, que, sin embargo, se deja mirar), por mencionar sólo a las mejores de entre las 9 nominadas (debo reconocer que aún no ví Los descendientes, de Alexander Payne, aunque dudo que modifique en mucho el pobre panorama general).
En cuanto a las actuaciones principales, Meryl Streep era número puesto por su Margareth Thatcher en La dama de hierro y el francés Jean Dujardin venía sonando fuerte por su composición, exagerada y casi paródica para los cánones actuales, de un actor de cine mudo en El artista.
Claramente, la mayor injusticia de la noche fue que no le hayan dado a Gary Oldman un Oscar que ya tiene más que merecido por sus composiciones desde Sid Vicious (en Sid & Nancy) hasta George Smiley (de la actual El topo, por la que fue nominado por primera vez), pasando por otras actuaciones brillantes en Drácula, El perfecto asesino o la casi desconocida Rosencrantz y Guildenstern han muerto, imperdonable descuido de la Academia sólo en parte reparado por el premio como mejor actor de reparto que finalmente le dieron a Christopher Plummer por su papel de gay que sale del closet en la tercera edad (en la película Principiantes, de Mike Mills). Plummer, un prócer de 82 años y más de 60 de carrera, hablándole una estatuilla dorada sólo dos años mayor que él, confesó: “Cuando salí del vientre de mi madre, ya estaba ensayando mi discurso de agradecimiento a la Academia, pero eso fue hace mucho tiempo y afortunadamente para ustedes lo he olvidado”. Lo que también le dio pie a Cristal para bromear con que su triunfo había logrado elevar el promedio de edad de los ganadores del Oscar a 67 años.
Y así pasaron los premios de la Academia, siempre ciegos y sordos ante la realidad de un mundo convulsionado y de un séptimo arte en mutación, revolucionado por la imparable fuerza del intercambio digital de contenidos pero tratando de defender a toda costa sus bastiones históricos a fuerza de proyectos tan reaccionarios como el de la recientemente derrotada ley SOPA.
Afortunadamente, incluso en ese encuentro comercial autocomplaciente quedan algunos espacios para esa mirada irónica con la que a veces nos sorprenden los estadounidenses. En un momento de la ceremonia, Billy Cristal dijo: “Así que esta noche pásenla bien, disfruten, porque nada quita el dolor de los problemas económicos del mundo como mirar a los millonarios darse estatuillas doradas unos a otros”.
Allí está la esencia de los Oscar, unos premios que (como los Nobel) tienen más que ver con el poder de los diversos lobbys de la industria que con la calidad artística de los elegidos pero a los que es muy difícil dejar definitivamente de lado al hablar de cine.