Por Leandro Albani. Ante un nuevo aniversario del 25 de mayo, un relato que se adentra en Mariano Moreno.
Tranquila, Buenos Aires. Y desierta. La humedad no se sufre tanto, piensa el secretario, piel blanca, ojeras que delatan los días sin dormir. Se acomoda en la silla y deja que su mente le dicte a su mano lo que ahora garabatea con una pluma sobre un papel amarillento. Un escritorio de madera noble sostiene ese papel y muchos otros.
Sabe, el secretario, que la conspiración está en marcha. Esta vez, esa conspiración no apunta contra los dueños del país y los grandes señores de la España imperial. Él, y ese grupo de locos, degenerados, lascivos pensadores del desorden -como muchos dicen en tertulias y salones porteños-, son el blanco. Dicen de Moreno, y de ese grupo, que está con los indios, con los negros y con la disolución de las buenas costumbres. Aborrecen a Moreno, y a los degenerados que lo acompañan, en esas tertulias y salones porteños.
¿Qué sucedió para que yo, Mariano Moreno, abogado, representante de importantes comerciantes, periodista y amante apasionado, piense en este preciso momento en que no existen razones para que la furia de la revolución caiga, sin vacilar, contra traidores, ambiguos y lameculos de la España imperial?
Eso piensa Moreno en una Buenos Aires silenciosa, agazapada y que es un volcán de conspiraciones.
Moreno escribe lo que su mente le dicta. Escribe y piensa y también se desespera. Siente que la revolución se escapa de sus manos. La revolución, se dice, es arena en mis manos. Punzante y en plena ebullición, lo que escribe Moreno.
Ahora tiene sed y hambre.
Moreno desprecia a don Cornelio Saavedra y a los adulones de Saavedra. Los desprecia porque los conoce de cerca. Son los grandes señores. Son los tibios. Son, y esto Moreno lo sabe a la perfección, los encargados de truncar el sueño de la revolución.
La acidez le sube por el estómago. Por la sed, por el hambre, por Saavedra.
Se levanta de la silla, camina por el salón y se asoma a una de las ventanas. Buenos Aires y sus calles de tierra son irreales. No existen ruidos en esa ciudad en la cual se define el destino del país, piensa ese abogado que descubrió, con la pasión de los iniciados, las mieles demoledoras de la revolución francesa.
Es tarde, se dice Moreno. Camina hasta un sillón, recoge su capa y la acomoda sobre sus hombros. Tiene una cita. Lo esperan a Moreno. Y quienes lo esperan están ansiosos por escucharlo. Esos hombres que aguardan quieren escuchar a Moreno, no al secretario de Guerra y Gobierno de la Primera Junta. Quieren escuchar a uno de ellos.
Los hombres de ese grupo, reunidos en una casona vigilada y oscura, vieron con sus propios ojos cuando Moreno, la voz clara, la cara rígida y segura, ordenó fusilar al virrey Santiago de Liniers. Y conocieron también la furia de Moreno cuando esos soldados que atraparon a Liniers en Córdoba no se atrevieron a cumplir la orden. Y esos hombres, reunidos en una casona perdida de una Buenos Aires fantasmal, escucharon a Moreno decirle a Juan José Castelli, “Vaya usted”. Eso dijo el secretario y periodista y abogado. Y después afirmó, mirando fijo a Castelli, que si incurría en una debilidad similar a la de esos soldados, iría él mismo a rematar al representante de la España imperial. Y que remataría a quién fuera necesario para blindar la revolución.
Se detiene Moreno. El salón en el que escribe frenéticamente está apenas manchado por una luz mortecina. Se toca en la cintura. Palpa y confirma que las dos pistolas plateadas y relucientes están en su lugar. Buenos Aires lo acecha. Moreno cruza el portal a paso acelerado. Afuera lo esperan. Los locos y degenerados jacobinos, y los restauradores del orden imperial, lo esperan.