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    El rock y el golpe militar

    25 marzo, 20137 Mins Read
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    El rock y el golpe militar

    Por Leonardo Candiano y Emiliano S. En el marco de la semana dedicada a la relación entre la cultura y el último golpe militar, presentamos un análisis del desarrollo del rock nacional durante los primeros años del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional.

    Una cultura en camino de la revolución

    Es hoy poco más que una verdad de perogrullo señalar que los años y el primer lustro de los 70 fueron de creciente radicalización del conflicto social. Desde el sistema socio-económico capitalista y los regímenes políticos burgueses hasta los aspectos más capilares de la vida cotidiana como pueden ser la vestimenta y el peinado, eran puestos en cuestión y sujetos a transformaciones estructurales.

    Nacía y se desarrollaba una fuerza social heterogénea, inconexa, sin una identidad precisa pero, lo que no resulta ninguna paradoja, fácilmente identificable a través de diversos movimientos políticos, agrupaciones estudiantiles, revistas culturales, conjuntos artísticos, comités de fábrica, organizaciones armadas y toda clase de colectivos sociales que fueron promoviendo un clima de época contestatario que confluyó a su vez en el campo estético con una radical transformación de sus condiciones específicas de producción, distribución y recepción.

    En resumen, hablamos del surgimiento y desarrollo de una cultura que se fue consolidando a lo largo del período y cuya fuerza fue una de las manifiestas motivaciones del último golpe, que tuvo entre sus objetivos -en gran medida cumplido- el de borrarla, literalmente, del mapa.

    En este marco debemos comprender la relación entre el rock nacional y la dictadura. Las formas de resistencia generadas desde este género musical se vinculan a su vez con otro dato ineludible: si bien no fue ni el único ni el que más drásticamente sufrió la represión y la censura -cómo olvidar el asesinato del Turco Cafrune en 1975 o el exilio de don Ata, por nombrar a dos de los más célebres entre los cantores populares-, sí fue el que más y mejor se relacionó con un espíritu artístico modernizador que venía atado a otra de las características de aquella larga década esperanzadora: la del lugar prominente que tomaba la juventud a lo largo y ancho del mundo.

    Es que el protagonismo juvenil fue una peculiaridad de aquellos tiempos: las rebeliones estudiantiles, desde Tlatelolco a Tokio, desde París a Córdoba, desde Roma a Argel, son ejemplos desperdigados que remiten a una situación general. Este auge de la juventud luchadora, desde los sesenta, decíamos, hasta el golpe de 1976, coincide precisamente con el nacimiento y primer desarrollo del rock nacional, que abreva directamente de esos sentimientos sociales de rebelión y ruptura, y los convierte en producción artística cuestionadora de lo existente, tanto en términos vanguardistas, experimentales en el arte musical, como en enfrentamiento con toda clase de autoridad, convirtiéndose en depositario de una resistencia que encontraba en los recitales un espacio de identidad y comunión ante el avance represivo que, desde el punto más alto de la efervescencia popular -el triunfo de Cámpora en 1973-, no paraba de recuperar terreno.

    “Ese monstruoso, desaparecerá”

    En “Llegar a la paz” (Vol. II, 1972) Pappo sin duda tenía de fondo Ezeiza, cual imagen perturbadora. La pelea por la dirección en las filas del peronismo evidenciaba otro “monstruoso”, no el interno (dentro del sujeto político) sino aquel que atentaba contra el ser humano. Lo paradójico, teniendo en cuenta “Los dinosaurios” de Charly, es que para Pappo el que iba a desaparecer era el “monstruoso”. Un boicot explícito, una batalla cotidiana contra aquellos que nos obligan (mediante la violencia del terrorismo de Estado) a convertirnos en monstruos también.

    Los antecedentes que dan cuenta de la potente lectura y denuncia que el Rock Nacional (adjetivo que cuajaba, el de “Nacional”, contemplando las características de la batalla política: cantar en castellano) ejercía en las vísperas al golpe son tangibles. En Color Humano III de 1974, Edelmiro Molinari se despacha en clave de predicción: “No puede ser que con agua se lave la sangre” (“Hace casi 2000 años”). La triple A motivaba el diagrama cíclico que Molinari reflejaba en la letra. Pero también en “Árboles caídos para siempre” de Aquelarre (Siesta, 1975) la narrativa se construye amenazante: “Una vez que estalló la hermosa catedral la gente se agitaba en las veredas. / Y fue así, que al pasar tarde ese dolor siguieron trabajando hacia la guerra. / Entonces fueron muchos más, los árboles caídos para siempre. / En la piel del pasado, se ha visto proyectar el miedo, en las esquinas de la tierra”.

    El miedo que caminaba las calles, en la plataforma insoslayablemente urbana de aquellas bandas que forjaron nuestro Rock en castellano, delimitó la producción. La poesía que sobrevivió al ’76 tenía un programa táctico: no callarse, aun evitando explicitud. Más allá del PorSuiGieco, León editó un disco mucho más directo respecto al golpe: El fantasma de Canterville. Tres temas fueron censurados: “La historia esta” (luego vengada: Gieco edita un disco con el mismo nombre y con temas inéditos en vivo, junto a variopintos intérpretes: de Serrat a Charly, sin anestesia), “Tema de los mosquitos” (fábula de impecable solidez metafórica: “Todas las abejas y todas las ovejas / fueron masacradas por la gran araña / los mosquitos picoteaban a un chancho estancado / masticando mariposas de los pantanos”) y “Las dulces promesas”.

    La censura dejó casos paradigmáticos como “Viernes 3 am” o “Alicia en el País” de Serú Girán. Aun con Mundial, aun con Malvinas y una nueva política del Estado represor en función del Rock Nacional (en este último caso: difundirlo), siempre hubo un ataque directo al movimiento: cuando los hippies se callaron, Riff, V8 y Los Violadores pateaban las instituciones policiales (la “cadena” como poética, no sólo del metalero sino del joven que olfateaba aires democráticos a comienzos del 83) en sus letras y en su performance. El plan sistemático de castración de todo elemento subversivo radicaba en una potencia generacional. En “El Adolescente” (Apóstoles, 1974) de Miguel Cantilo y Jorge Durietz, Pedro y Pablo, las necesidades del pelilargo replican el escapismo que, años antes “Una casa con 10 pinos” de Manal, adoptaron muchos folk-rock locales: la ciudad oprime, la solución es desmarcarse.

    El exilio se llevó lo mejor, ¿el exilio se llevó lo mejor? Habitualmente, el periodismo especializado del Rock se lamenta por Piero, por Mercedes Sosa, por Gieco, por Javier Martínez, por Miguel Abuelo. Lo cierto es que en aquellos que se quedaron, más allá del viaje de-formación a Europa que con itinerancia los músicos solían hacer, en aquellos discos como El Jardín de los presentes (1976) y A 18 minutos del sol (1977) de un Spinetta con y sin Invisible, se radiografiaba la complicidad civil que viabilizó el golpe y una hostil sociedad argentina (una hostil clase media, mejor dicho) que señalaba al rockero como escoria (coparticipación contra la subversión), al igual que en aquellos dorados tiempos de La Cueva y de un Billy Bond radiante: “Rompan todo”.

    La banda liderada por Willy Gardi, El Reloj, precursora del hard rock en nuestro país, produce y edita El Reloj II en 1976. En canciones como “La ciudad desconocida” o “Harto y confundido”, el adolescente que dibujaban Pedro y Pablo es el que comienza a avizorar una propuesta de enfrentamiento directo con los patrones de control del régimen militar, aun admitiendo un linaje: Pequeñas anécdotas sobre las instituciones (1974) de Sui Géneris.

    El Rock Nacional hacia 1982 dio un giro sustancial en cuanto a sus alcances. Y ese giro implicó una transformación de letra y cuerpo, un “Momento de luchar” que V8 supo plasmar en su propuesta musical: “Ya es muy tarde, para soñar / es el momento de despertar / Las palabras y las flores, / nada pudieron cambiar / es el momento de luchar”.

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