Por Walter Zárate
La falsa imagen que se construye desde los medios de comunicación poniendo al derecho penal como remedio “sanalotodo”, la percepción del ciudadano que la inseguridad consiste en “me va a ocurrir a mí”, y el oportunismo de la clase dirigente, que no cesa en construir enemigos, nos pone sobre una pendiente resbaladiza que lleva a modelos legislativos que admiten límites mínimos escalofriantes.
Existe en el imaginario colectivo una especie de mantra que consiste en asumir que ante la violencia propia de los delitos es decisivo la aplicación de penas más duras para evitarla. Bajo este poderoso influjo y un hecho de sangre a comienzos de este año en el barrio de Flores que sirvió de espoleta, el gobierno nacional avanza en la reforma al Sistema de Responsabilidad Penal Juvenil que incluye —entre otros puntos— bajar la edad de imputabilidad penal. Tal cual el modelo español y chileno, según afirma el Ministro de Justicia, Germán Garavano, se pretende reducir la edad de imputabilidad penal de los dieciséis años a los catorce. Si bien el propio Ministro se apuró en mencionar que el objetivo de la reforma es más amplio, que apunta a reforzar mecanismos preventivos y establecer medidas de carácter socioeducativo, todo ello solo sirve para enmascarar una política criminal de corte regresivo sobre el colectivo de la infancia.
Considerando que se trata de una reforma impulsada llamativamente en un año electoral, bajo un halo de reserva y desoyendo voces de quienes advierten sobre la peligrosidad del proyecto, no resulta una tarea simple investigar sobre la racionalidad interna del proyecto. Se puede presumir que las justificaciones serán las mismas y falaces argumentaciones que se dan siempre en estos tipos de casos: la necesidad de adaptarse a los nuevos tiempos, los cambios de valoraciones en la sociedad, la necesidad de proteger la vida y la seguridad de los buenos ciudadanos, recuperar la confianza en la administración de justicia y demás ideas similares.
Frente a ello, es necesario preguntarse: ¿existe un aumento de la criminalidad por parte de los jóvenes que justifique una expansión de tan largo alcance? ¿Realmente podemos hablar de un problema grave? ¿Se puede remediar la sintomatología que evidencia el cuerpo social con más cárcel? ¿Cuáles son realmente las razones que justifican una expansión del derecho penal sobre una franja de edad particularmente tan sensible?
Si se observan las estadísticas que brinda el propio Ministerio Fiscal de la Provincia de Buenos Aires, no parecen existir razones que justifiquen una reforma de estas dimensiones. En el siguiente cuadro se exponen las cifras de las investigaciones penales abiertas menores de edad a consecuencia de outputs lesivos a terceros desde 2012 a 2015. Aún no se encuentra disponible las cifras correspondientes al año 2016. Según estos datos, producidos en el distrito más numeroso y con una mayor conflictividad, las cifras se han mantenido estable y sin variaciones significativas que permitan justificar de manera racional una ampliación del sistema penal sobre franjas etarias de jóvenes menores a los dieciséis años.
Año |
Numero de Investigaciones abiertas |
2012 |
29.550 |
2013 |
28.892 |
2014 |
29.155 |
2015 |
26.798 |
Cabe apuntar también que, de la constelación de causas, en las cuales resulten acusados menores de edad, y tomando como base el año 2015, se observa claramente que los delitos que podríamos considerar más graves ocupan una franja minoritaria del total de las causas. Por ejemplo, los delitos contra la vida representan solo un 1.1 % de la totalidad de casos. No se trata de contar vidas humanas, pero en última instancia debemos dimensionar el problema como elemento para configurar una política criminal menos frívola que la propuesta por el gobierno nacional.
Los datos aportados por el Ministerio Público Fiscal muestran que los jóvenes suelen cometer delitos de escasa entidad y que tienen que ver, en muchos casos, con hechos que podríamos calificar de hechos propios de la edad. Los delitos que con mayor reiteración aparecen en los expedientes judiciales son básicamente ataques contra la propiedad (38%), lesiones leves (13%), amenazas (8%), tenencias de estupefacientes (6%) y daño (5%). Además de ello, la experiencia demuestra que la mayoría de los delitos son cometidos dentro del mismo barrio o entorno en los cuales los pibes viven o estudian. La misma tipología delictual muestran las conclusiones de los relevamientos de Unicef. Distintos informes afirman que los delitos contra la propiedad constituyen el grupo con mayor prevalencia, representando más de la mitad de los ilícitos imputados. Entre estos, el robo calificado (generalmente mediante el uso de arma) es el tipo de hecho que se encuentra con más frecuencia.
Las cifras mencionadas refieren a todos los menores de edad, incluyendo a pibes de entre catorce y dieciséis años, a los cuales la reforma planea incorporar como futuros sujetos imputables. Vale remarcar que estas estadísticas muestran una magnitud sobredimensionada del fenómeno, ya que atiende al solo dato objetivo de la apertura de una causa penal e indica únicamente que un menor de edad se halla bajo investigación, solo eso, sin significar que efectivamente fueron autores o partícipes. El 70 % de estas causas culminan con cierres por sobreseimiento. Es decir, concluyen en archivos por inexistencia de elementos que permitan fundar una acusación, y sobreseimientos por menor cuantía del delito o en cambio de figuras legales graves por otras de menor entidad. Justamente, es importante saber que las calificaciones legales son siempre provisorias. La práctica cotidiana del fuero de Responsabilidad Penal Juvenil demuestra que muchas de estas imputaciones, especialmente cuando resulta difusa la figura legal a aplicar, en el “juego” de encuadres, los fiscales prefieren la estrategia de acusar por las figuras legales más graves y luego, ya durante el transcurso de la investigación y ante la aparición de nuevos elementos de investigación, optar por figuras legales menos graves.
Entonces, sin ánimo de descreer de datos fiables y reconociendo la existencia de un núcleo duro de delitos —reducido, pero existente— podemos reconocer igualmente que el proyecto de reforma no encuentra anclajes firmes en el plano fáctico.
Ahora bien, para aquella proporción ¿puede una reforma de esta naturaleza reducir los hechos lesivos a terceros? Como es sabido, el rendimiento de la legislación penal en materia preventiva, ya sea general o especial, suele ser bastante escaso. En términos de libertad, una ley de este tipo da más pérdidas que ganancias. Está claro que la reforma está dirigida a criminalizar a los pibes pertenecientes a los sectores más vulnerables de la población. La particular manera de entender el fenómeno que se tiene por parte de los impulsores de la reforma resulta de un anacronismo alarmante y reveladora de una política criminal de bajo vuelo.
La falsa imagen que se construye desde los medios de comunicación poniendo al derecho penal como remedio “sanalotodo”, la percepción del ciudadano que la inseguridad consiste en “me va a ocurrir a mí”, y el oportunismo de la clase dirigente, que no cesa en construir enemigos, nos pone sobre una pendiente resbaladiza que lleva a modelos legislativos que admiten límites mínimos escalofriantes. Dicho de un modo radical, el fondo de la pendiente puede ser la Crime Disorder Act inglesa (1998), la cual a partir del caso Bulger declara imputables a los menores desde los 10 años de edad o la Juvenile Justice and Delinquency Act norteamericana (1973), que no fija un mínimo de edad y por lo tanto cualquier sujeto dependiendo solo de las características del delito puede ser imputado penalmente. En la adulterada imagen que proyecta esta perversa matriz se vuelven ciertas las lacerantes reflexiones de T. Adorno, quien afirmaba que “cuanto más obtusa y complicada se torna la vida moderna, mayor es la propensión de las personas a apegarse a clichés que parecen conllevar un cierto orden en lo que de otra forma sería incomprensible”. Los medios de comunicación son en gran medida fuente de reproducción y producción de estos tópicos. Así se puede comprender como la ciudadanía identifica el problema como inseguridad y la solución es siempre la clase política (oportunista) garantizadora de una legislación penal más expansiva y como único remedio para conjurar peligros.