Por Tomás Rebord. El último fallo de la Corte Suprema de la Justicia de la Nación que declara inconstitucional la reforma del Consejo de la Magistratura reitera un escenario cada vez más recurrente. ¿Cuáles son los riesgos de la judicialización de la política y cuál es la participación real del pueblo en la toma de decisiones?
Quien siga el debate de la mentada “democratización de la justicia” notará un recurrente término que ha sido utilizado, bastardeado y tergiversado al límite: democracia.
Toda declaración o acción concreta, cada voto o análisis, se hizo en función de “defender la democracia” o avanzar hacia una “verdadera democracia”. Desestimando la posibilidad de que las posturas antagónicas no hayan advertido esto y en realidad estuvieron de acuerdo todo este tiempo, vemos una clara explotación de la carga simbólica del término y su inagotable ambigüedad.
¿Qué es democracia? Si releemos alguna historieta de Quino veremos a Mafalda estallar de risa cuando descubre en el diccionario que esto significa “gobierno en que el pueblo ejerce la soberanía”. Si efectivamente esta es la matriz troncal del concepto, el fallo de la Corte parece algo contradictorio con el espíritu intrínsecamente “democrático” por dos factores evidentes.
El primero es que dicha ley fue aprobada por cada instancia “democrática” de nuestra forma de gobierno en tiempo presente; el segundo, por una cuestión más particular, el contenido “inconstitucional” era justamente aquel que permitía el voto popular de los miembros del Consejo de la Magistratura. En este sentido la inconstitucionalidad remitía a la defensa de la forma republicana de gobierno, consagrada en nuestra Constitución nacional. Lo que a su vez sería merecedor de otro planteo, ¿verdaderamente el voto popular de dicho órgano alteraría los cimientos mismos de la república?
Eugenio Raúl Zaffaroni, el único voto en disidencia, declaró que “la regla republicana es la representación popular” y alegó que si bien es posible que se generen dificultades a raíz de la presencia de partidos políticos, sería al menos preferible frente a la actual situación que sufre este órgano, condenado prácticamente a la paralización por su deterioro funcional.
Ahora, si en cambio entendemos democracia como la defensa a ultranza de la forma republicana de gobierno, su fallo ha sido una expresión heroica de los valores democráticos. Sin embargo, se incurre en otra contradicción: se estaría reclamando la defensa de la forma republicana, pasando por sobre ella misma, en tanto se pretende del Poder Judicial el control imperial de los otros poderes.
Esto remite al fenómeno moderno de la judicialización de la política, algo que se ha naturalizado en las últimas décadas de la historia argentina. Consiste a grandes rasgos en concebir a la instancia judicial como una parte más de los procesos legislativos o ejecutivos. En este sentido, cuando la oposición (por definición) al kirchnerismo presentaba sus candidatos al Consejo de la Magistratura, con una lista llamada “Por la Justicia”, declaraba que si bien esperaban la resolución judicial, esto constituía un “plan-b para la gente”.
Es decir, no solo se avanzaba políticamente en sintonía con la ley promulgada si no que se esperaba con naturalidad la aprobación o denegación cesarística de la corte cual instancia orgánica de la política. En este sentido aparece una contradicción entre la defensa del ideal republicano y la pretensión de primacía de uno de sus órganos.
¿Y el pueblo? Bien, gracias
Es necesario de todas formas, matizar ambas posturas. La falsa dicotomía política que genera reflexiones inflexibles oculta cuestiones de fondo que no se han traído a debate.
Por un lado, el discurso mediático del “van por todo” devino en reclamos tan alarmistas que se desaprovecha la oportunidad de discutir algo tan elemental como el funcionamiento de nuestra Justicia. Como respuesta al fallo de la Corte estos sectores de opinión festejaron la resolución, con aires de victoria popular, cuando no hubo grado alguno de intervención ciudadana material en el caso.
En este festejo el Poder Judicial es incuestionado, siendo el órgano que menos modificaciones sustanciales ha sufrido desde su invención y el más ajeno a la participación y conocimiento del pueblo. Se profundiza así la sacralización del mismo y dogmatización de la defensa anacrónica de cuerpos legislativos que sólo son más “fundamentales” por el peso que les confiere el paso del tiempo.
De la vereda de en frente, el proyecto de ley fue defendido a capa y espada como una revolución en la Justicia, una verdadera “democratización” de la misma impulsada desde el pueblo Argentino; lo cual también es falaz, independientemente del contenido del proyecto, el mismo fue anunciado y defendido dogmáticamente, sin permearlo a discusión o debate popular. Perdiendo así también múltiples oportunidades de propuestas integrales hacia una verdadera democratización, cuestiones como la implementación de juicio por jurados, ampliar los canales de participación popular o la aproximación mayor o menor al ideal de igualdad material de la sociedad como eje de democratización, quedaron completamente excluidas del debate.
El pueblo parece mirar un partido donde todos deciden por y para él, reduciendo su participación a la de “hinchar” por uno u otro “equipo” con lo que, sin contar las barras fanáticas de cada bando, el común denominador ciudadano oscila entre lo que cree y lo que le dicen que cree, convencido de que decide.