Por Mariano Pacheco*. Desde el golpe de marzo de 1976, y hasta diciembre de 1977, El Pingüino se mantuvo en toda la Zona Sur realizando tareas de inteligencia para la estructura militar de Montoneros.
Su último responsable directo fue un militante al que le decían Debe y de quien –como era costumbre en la época– nunca supo cómo se llamaba. “Hasta que se va a Mendoza, con un contacto de la Orga”. El Debe –recuerda El Pingüino– era el único del grupo que había leído La orquesta Roja, el libro de Gilles Perrault en el cual se cuenta la historia de la red de espionaje soviética que logró insertarse en el corazón mismo de la Alemania nazi, para extenderse luego por toda Europa. Y siempre contaba alguna de las historias de ese libro –insiste El Pingüino–. Una que contaba era esa de cuando Léopold Trepper, el militante bolchevique que coordinaba a los “músicos” que “tocaban el piano” poniendo en jaque al Tercer Reich, logró evadirse del jefe de la Gestapo, que vivía al lado de su casa. Gracias a su aspecto de empresario, los amigos de los que había logrado rodearse, y a toda esa máscara construida, logró que nadie, absolutamente nadie, sospechara que él, ese judío Polaco a quien apodaban “El Gran Jefe”, era quien diariamente coordinaba esa intensa labor de inteligencia que los comunistas realizaban para la URSS. Ese espíritu conspirativo era el que Debe intentaba inculcarles a sus muchachos.
Así que El Pingüino, como parte del equipo, se pasaba sus días recorriendo el Sur del Conurbano, recabando información, produciendo informes para la organización. “Hacíamos inteligencia sobre el objetivo y le pasábamos información a los Pelotones de Combate, en este caso a través de María”. María, La Petisa, era la responsable militar, quien ejercía la jefatura de los tres Pelotones de Combate que funcionaban en la zona. “Nos reuníamos con ella y le pasábamos información. Lo que sea, ya que en esa época cualquier cosa era buena para las tareas de inteligencia. Teníamos una red de informantes, un archivo, y además, un equipo de escuchas, que las 24 horas monitoreaban las radios de las fuerzas de seguridad. A través de esas escuchas se hacían operaciones de inteligencia. Por ejemplo: si nos enterábamos a tiempo del entierro de un milico, le mandábamos una corona a nombre de Montoneros”.
Entre los informes que producían El Pingüino y su equipo, estaban los de los grupos empresarios de la zona sur, a quienes hacían chequeos. También hacían operaciones de inteligencia, como falsas bombas. Pero fundamentalmente, producían información para los Pelotones. “En un momento estuve investigando algunos casos de gente que había caído en Quilmes. Fui a hacer inteligencia en los barrios aledaños. Nos hacíamos pasar por periodistas, íbamos con anteojos y todo”. Aunque también reproducían la cadena informativa de Rodolfo Walsh o materiales por el estilo. “La Carta Abierta, por ejemplo, la tuve, me acuerdo que la difundimos”.
Con el correr de los meses, luego del golpe –como en casi todos los ámbitos– las caídas y las deserciones comenzaban a hacer el trabajo cada vez más difícil. Del grupo grande, que incluía sociólogos que procesaban la información, pasaron a un pequeño núcleo de militantes que contaban con escasos recursos y ninguna formación profesional. “Y si bien nosotros, por ser de la estructura militar, teníamos más afianzado el tema de la seguridad y contábamos con algunos recursos, después del golpe todo se complicó. Siguió, sí, pero muy fragmentado. Todo se nos hizo más complicado”.
Fue en La Florida –un barrio cercano a San Francisco Solano– donde mantuvieron uno de los últimos reductos en funcionamiento. Allí tenían el archivo, la radio –bastante sofisticada para esa época, aclara El Pingüino– y el armamento. Uno de los reconocidos militantes que pasó por esa estructura fue Overlun, Juan, que había sido jefe de Columna en Tucumán, y luego de una promoción, pasó a inteligencia.
Las reuniones del grupo las hacían en la casa de Overlun, y duraban 48 horas. Se reunían durante todo el día. Almorzaban, paraban para dormir una siesta y seguían. Mantenían, eso sí, un fuerte dispositivo de seguridad, preparados para resistir cualquier embate contra la casa. Tenían las armas y los roles claramente distribuidos. “Los chicos nuestros estaban al tanto de cómo tenían que actuar si pasaba algo. Los hijos de Overlun, por ejemplo, sabían que con los vecinos no tenían que hablar sobre nada de lo que pasaba adentro de la casa”.
El Pingüino cuenta que si bien les llegaban cassettes con directivas, documentos de la organización y poseían ingeniosos embutes en donde esconder la información, todos los días se producían caídas. Y con el correr de los meses eran cada vez más y más peligrosas, porque el cerco comenzaba a estrecharse. Y se les hacía cada vez más difícil lidiar con eso. Los golpes comenzaron a ser tan grandes que ni siquiera ellos –que tenían como materia primera de su trabajo militante a la información– sabían que estaba pasabando en otros lugares.
“En esa época tuve la suerte de estar en contacto con gente de la conducción nacional. En el 76, por ejemplo, lo vi a Julio Roqué. Lo escuchaba hablar, contar cómo él pensaba que iba a ser la toma del poder en Argentina, con un combate intenso en las calles de Buenos Aires. Yo lo escuchaba… Y a la vez, recordaba los comentarios de compañeros que no eran de mi sector, y cuando uno repasaba los recursos que tenía, los otros no lo podían creer, porque en general estaban muy limitados. Igual, nosotros sabíamos que estábamos en la lupa, porque los milicos ya sabían que había un grupo de inteligencia muy fuerte en la zona. Y las caídas se multiplicaban. De hecho, en un momento estuvimos investigando algunos casos de gente nuestra que había caído en Quilmes. Hicimos inteligencia en los barrios aledaños. Y si bien no teníamos idea de la complejidad del entramado represivo, de lo sistemático de los campos de concentración, sí nos enteramos lo de Arrostito y otros lugares donde se concentraba gente. Teníamos, a través del relato de Beto –de Berazategui– el dato de La Tablada”.
La sensación que tenían –dice El Pingüino– es que se iban achicando los ámbitos de discusión y el círculo se cerraba cada vez más sobre ellos. “Ahí es cuando voy y hablo con Jorge, el dueño de la casa donde vivía, que era además mi responsable. Le explico la situación. Le comento que venía percibiendo que lo único que estábamos haciendo era sobrevivir. Que me parecía que, en esas condiciones, lo mejor era que me fuera al interior”.
–Acá nos van a matar a todos.
Después de decirle eso, se fue.
Al año siguiente Jorge desaparece.
(*) Relato que integra la serie Montoneros Silvestres, entregas que Marcha viene publicando un martes al mes.