Por Tomás Astelarra
Mientras la coyuntura económica parece empoderar la protesta social como solución al conflicto de intereses que impone el actual gobierno, el avance del modelo represivo se va imponiendo.
La noticias se agolpan y los análisis se disparan entre la densa nube de humo donde el ritmo de la coyuntura se impone tangencialmente desde una agenda mediática y política signada por el estado de shock y lejos de la pendiente de una estrategia que puede entenderse en el tiempo mucho más allá de esa famosa “grieta” que parecería condensar y desvelar la información de los tiempos que corren, aun desde los medios alternativos y comunitarios. No se trata de vivir en Corea del centro. Se trata de que Corea es inviable como modelo de humanidad.
La “Teoría del Shock”, descripta por la periodista canadiense Naomi Klein en un libro y una película, fue diseñada en la Escuela de Chicago por el economista Milton Friedman, quien se basó en los experimentos mediante tortura de la CIA. Básicamente, dice lo que dicen hace siglos los chinos: crisis es oportunidad. Pa chorear. Según la Teoría del Shock, dictaduras, crisis económicas, desastres naturales y otras calamidades humanas de confusión, miedo y caos, son el caldo de cultivo propicio para reformas capitalistas que favorezcan a empresas y mercados.
Las dos grandes referencias con las que se intenta comprar la política económica de Cambiemos, dictadura y menemismo, fueron un calco de las primeras experimentaciones de esta teoría por los Chicago Boys en América Latina. Primero en la dictadura de Pinochet en Chile en los años setenta y luego en el gobierno democrático de Víctor Paz Estenssoro en Bolivia a principios de los ochenta. Modelo exportado, según Klein, a lugares tan disímiles como la Polonia de Lech Walessa o la Rusia de Boris Yelstin.
Una estrategia a largo plazo
En este marco, el gradualismo esbozado por el gobierno de Cambiemos no es parte de una estrategia para aminorar los costos sociales de sus políticas, sino una consecuencia del límite que imponen las condiciones de vida alcanzadas por la población durante el kircherismo y la resistencia de las organizaciones sociales y otros numerosos grupos que, afianzados en la experiencia del –llamémoslo– 2001, siguen una línea histórica más ancha y larga que la actual coyuntura donde se califica de crisis la eventual disconformidad con la baja de calidad de vida de la población dentro del modelo que iguala consumo con extractivismo y eso que las cumpas zapatistas llaman cuarta guerra mundial. Una guerra contra los pueblos.
No es casual ni un deseo de “pobreza cero” que la tijereta del ajuste fiscal todavía no haya afectado los planes sociales, particularmente aquellos ligados a los movimientos y organizaciones sociales propensos a la protesta. En un frágil equilibrio entre la construcción de ese “otro mundo posible” de cooperativas autogestivas, aprendizajes antripatriarcales y de organización humana o consumo, nuevas formas de vida neorural o empoderamiento comunitario en las cada vez más castigadas periferias urbanas, reclamos de todo tipo al Estado y la sociedad, y esa tensa relación con la “política” partidaria o institucional, entre otras cosas; las organizaciones sociales han visto irrumpir en su agenda palabras como “autodefensa” o “abogado” en una clima de creciente represión estatal y estigmatización de una sociedad “engorrada”, al decir de los cumpas del colectivo Juguetes Perdidos.
Con el marco referencial ya desgastado en la marabunta de informaciones, tanto a nivel nacional como continental, de casos como el de Santiago Maldonado o Rafael Nahuel, las represiones se suceden desde los subtes porteños a los comunicadores villeros, y por supuesto: los pueblos originarios, campesinos, movimientos antriextractivistas y sindicales del interior. Amén de sus aliados anarco o eco terroristas, o el “verso” de los derechos humanos. Otro gradualismo que se impone desde ya comprobados experimentos gringos donde la referencia a la última dictadura militar en la Argentina queda corta frente a la referencia real del actual gobierno de Cambiemos en la experiencia colombiana que la semana pasada pareció confirmar su éxito los numerosos votos en las elecciones del partido del ex presidente Álvaro Uribe Velez, referencia a nivel latinoamericano e internacional de “Seguridad Democrática”. Todo en un marco donde el supuesto “Acuerdo de Paz” con los grupos armados colombianos, o la buena elección de “la izquierda”, no ha podido frenar la escalada de asesinato de líderes sociales en todo el país.
Despejando la nube de los rutilantes casos que día a día pueblan los medios alternativos y que son la contracara de la “inseguridad” creada por los medios hegemónicos, la estrategia represiva del Estado enmarcada en un plan global capitalista no es novedad, sino un devenir lógico del plan de los de arriba. Ese 1% que de alguna manera parece imponer su bienestar sobre el resto de la población.
Al igual que el consumo y el extractivismo, su contraparte, la represión estatal, no muestra una “grieta” en los gobiernos de la última democracia argentina, sino apenas una ajuste de “sintonía fina” con el límite que marca, aunque parezca mentira, la resistencia popular de ese 10 o 15, quizás 30% de la población que se niega a que su destino sea marcado por el plan de ese 1%.
El destino es truculento, por cierto. Solo que cuesta visibilizar sus causas y consecuencias para gran parte de la sociedad. En medio de loables reivindicaciones sociales y culturales, el kircherismo no supo o no quiso ver y mostrar esa pendiente de largo plazo. Se fomentaron el consumo, la megaminería, la soja y la sofisticación de las herramientas legales y técnicas de represión. La Ley Antiterrorista y la salida de la Gendarmería a las calles son apenas un par de ejemplos.
Solo que Cristina nunca se hubiera sacado la foto con Álvaro Uribe Vélez hablando de “Seguridad Democrática”. Macri, sí.
Plan Argentina
Son muchas las relaciones del gobierno de Cambiemos con este terrateniente colombiano que en los ochenta era sindicado como uno de los más buscados narcotraficantes por la DEA y a principios de siglo, a contracorriente del inicio de los llamados “gobiernos progresistas” en América Latina, imponía en Colombia el desgastado Consenso de Washington con una estructura narcoparamilitar que provocó uno de los mayores genocidios y desplazamientos territoriales contemporáneos.
En ocho años, logró superar la marca de Pinochet en cuanto a desapariciones y asesinatos políticos, instaurando modalidades como los “falsos positivos” y logrando un certero cerco mediático y militar sobre las ciudades para avanzar en los territorios sobre poblaciones y recursos naturales. Y todo en democracia. Y sin mosquearse. Hoy, a pesar de la comprobadas denuncias en la justicia colombiana de esta complicidad entre terror paramilitar, gobierno y estrategia empresaria multinacional (de las cuales el candidato Gustavo Petro fue un impulsor), Uribe es uno de los máximos referentes de la política colombiana y también latinoamericana.
El modelo de represión y despojo colombiano se ha exportado con variantes locales, por ejemplo, a México, donde las cifras de desparecidos, masacres, judicializados y otros “errores” del sistema capitalista dejan pasmados a cualquier estadista de la última dictadura militar en Argentina.
Las organizaciones criminales con las que lidiamos van más allá del narcotráfico o el terrorismo, sino que tejen una densa red que incluye negocios lícitos e ilícitos cuyos dueños son ese 1% de la población a donde apuntan las políticas de Cambiemos.
Desde las abiertas alusiones de Macri al modelo de “Seguridad Democrática” de Uribe, la declaración del ex presidente colombiano como ciudadano ilustre de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, el poco divulgado escándalo de la vinculación de grupos paramilitares con el entrenamiento de la Policía Metropolitana poco antes de la represión del Borda a través de cuentas offshore de los Panama Papers, o la formación de funcionarios del ministerios de Seguridad en las Cooperativas Convivir que desde el gobierno de Uribe en Medellín sirvieron como entrenamiento y financiamiento de grupos paramilitares acusados por la Justicia colombiana de las peores masacres en el norte del país.
Parte de esta estrategia es la creación de ese famoso “enemigo interno” que todavía por estos sures suena a chiste a pesar del esfuerzo mediático. La poca clara visibilización de carteles del narcotráfico que no sean estrictamente el de las fuerzas policiales volcadas al gatillo fácil, o grupos guerrilleros que tengan más consistencia que el poco feliz invento de ese mito llamado RAM, atenta contra ese sustento social a la represión a lo Plan Colombia. Mientras tanto se siguen imponiendo bases militares norteamericanas, se empoderan los servicios de inteligencia, la estigmatización mediática de ciertos actores (chorros, piqueteros, extremistas ecológicos, jipis anarquistas, los ladrones o las “locas” de los derechos humanos…) Y la sociedad se va engorrando acorde con el Plan Colombia para Argentina.
Una estrategia que duele en el barrio
Para aquellos pocos y pocas que tienen claro el esquema de terror narcoparamilitar de Colombia o México (Paraguay u Honduras) cuesta imaginar que la estrategia paramilitar de Uribe y los Estados Unidos no solo contó con la complicidad de fuerzas de seguridad, funcionarios, empresarios, jueces y periodistas, sino también de muchos “ciudadanos” y “ciudadanas” de todo tipo. Más allá de la posibilidad de ganar dos salarios mínimos en una país hambreado, muchos de los “soldaditos” o paramilitares colombianos que se desmovilizaron con el acuerdo de Justicia y Paz impuesto por Uribe mucho antes y con mejores condiciones que las FARC o el ELN, veían en la masacre de los pueblos y pueblas supuestamente ligados a “la guerrilla” o el “atraso económico” una justificación social y ética.
El cuento es más viejo que las guerras por religiones. Ese 1% nunca se mancha de sangre. Enfrentan pueblos y pueblas. No solo los líderes paramilitares colombianos se cansaron de desplegar justificaciones éticas y patrióticas a su vandalismo poco antes de ser extraditados como narcotraficantes y no por crímenes de lesa humanidad al principal país consumidor de cocaína. Muchos de los “soldaditos” explicaron cómo la suya era una afronta “patriótica” contra la guerrilla y sus cómplices que impedían el desarrollo del país. Un esfuerzo que nadie iba a reconocer más allá de la catarata de subsidios y planes que el gobierno les dio por encima de las víctimas (desplazados o madres del dolor)
Esa visión de “desarrollo” que justifica la “represión” a quienes quieran impedirlo (“terroristas antidemocráticos”) no es exclusividad del gobierno de Cambiemos, ni el aparato empresario y financiero que lo sustenta, ni de los medios hegemónicos. Está en los barrios, en la familia, que poco a poco empieza a justificar los linchamientos, el gatillo fácil, el renacer del “algo habrán hecho” y otras variantes del “engorramiento social”. Entre ellas, el importante aumento de la población involucrada en tareas se “seguridad”, ya sea con un arma o en las crecientes estructuras de servicios de inteligencia (mal no sea en el papel de vecina indignada llamando al 911). Eso sin contar la complicidad por omisión, desinterés o falta de conciencia del estrecho margen de los muros donde solo van a caber los elegidos de ese 1% beneficiario de las políticas del gobierno.
Frente al forzado gradualismo económico, surge un gradualismo represivo que servirá como “cláusula gatillo” o solución última para impedir que la protesta social se imponga como única solución democrática, o no, a la agenda económica del actual gobierno.
Mientras tanto las doñas siguen manteniendo los comedores y copas de leche, creando cooperativas textiles que compiten con la producción esclavista de la primera dama, yendo a buscar a los pibes a las comisarías o las morgues, sacándolos de la droga o el empleo militar, aguantando la violencia machista, sosteniendo manifestaciones y organizaciones, haciendo trámites en el Anses, y viendo una tele que definitivamente es de otro planeta.