José María “el Chato” Galante, sobreviviente de la dictadura de Franco y militante por los derechos humanos falleció por COVID-19; seis semanas después, su torturador Antonio González Pacheco, que no pasó ni un sólo día en cárcel, también. La Memoria Histórica de España permanece confinada en 2.600 fosas comunes y sus 140 mil desaparecidos.
Por Emannuel Lorenzo/ Foto Kaosenlared
La muerte no iguala, no tiene ese principio de redención que alguna vez le quisieron atribuir. José María “el Chato” Galante murió de coronavirus el 28 de marzo, apenas seis semanas antes que su torturador, Antonio González Pacheco, mejor conocido como “Billy el Niño”. El primero fue detenido cuatro veces por grupos de tareas de la Brigada Política Social durante la dictadura y sometido a un largo reservorio de vejaciones en manos adictas al fascismo de la posguerra. El segundo, uno de los oficiales que maniobraba la picana, sobrevivió a la transición democrática, fue condecorado y hasta aceptó un cargo de prestigio en el departamento de seguridad privada de Renault. No, la muerte no iguala. Sólo desnuda la impunidad que atraviesa a España: más de cuarenta años sin juicio y castigo a los responsables de los crímenes de lesa humanidad perpetrados durante el franquismo.
En el país la cifra de muertes por Covid-19 asciende a 27.650 mientras que ya se cuentan en 231.350 los contagios (actualizados al 17 de mayo). Nadie conoce su nombre, las pantallas reproducen una y otra vez la cifra oscura, invisibilizan su identidad, quizás ésta es la pandemia de la que hablan. Morir anónimo es pandemia. Ese mismo síntoma que marca la Memoria Histórica del país: la identidad de los 140 mil desaparecidos que fueron asesinados durante la guerra civil y el franquismo y todavía yacen bajo tierra. Una ley de Amnistía de 1977 prohíbe a los españoles juzgar a sus torturadores.
Algunos buscan tribunales extranjeros para iniciar improbables causas amparadas en el carácter de la Justicia Universal. Reclaman el enjuiciamiento de los represores, la apertura de las 2.600 fosas comunes diseminas a lo largo y ancho del país. Cuarenta años de dictadura han dejado demasiadas deudas.
Aquí la historia oficial es una sola: en el ´77 el Pacto de la Moncloa dio lugar a la democracia. Sólo unos pocos nombran al tiempo anterior como lo que fue: un régimen fascista de cuarenta años fundado en el golpe de Estado del 17 de julio del ´36. Casi nadie nombra en los bares de tapas las palabas prohibidas. El franquismo genera grietas. Otra vez esa palabra que tanto conocemos en Argentina. La dictadura ahogó al anhelo republicano durante la guerra y gobernó desde 1939 hasta 1975, año en que Franco murió y fue sepultado con los honores de un prócer. La connivencia del rey Juan Carlos I -a quien el propio dictador había señalado como su sucesor- hizo el resto. Amnistía, transición y foja cero, ya estaban firmadas las garantías para el olvido. La sociedad se consuela en ese espacio de excepción que crean las grietas.
La España posfranquista se asemeja a una tregua -en el sentido que Primo Levi le imprime a la palabra-, los horrores parecen escampar en el cielo pero una espesa niebla de desmemoria y prohibición todavía se cuela en colegios, oficinas e instituciones públicas. Dicen que la guerra ha terminado, pero cómo explicárselo a los que todavía la sufren en carne viva. La Ley de Memoria Histórica de 2007 llegó como un consuelo.
Pero los republicanos españoles, que nunca aprendieron a reír sin llorar, desconfiaban del futuro. Sólo un puñado de años después los financiamientos se paralizaron. A tapar otra vez las fosas, a olvidar a los desaparecidos, a cerrar otra vez los ojos. El pasado es un privilegio que algunos sectores no prefieren darse. Como presidente de España (2011-2018), Mariano Rajoy (Partido Popular) recortaría progresivamente las partidas presupuestarias de la ley hasta reducirlas a cero por cinco años consecutivos, suspendiendo de plano los programas de exhumación e identificación de las víctimas. En aquel histórico 31 de octubre de 2007, el PP intentaría bloquear el proyecto y el líder de la centroderecha adelantaba de qué lado de la memoria elegía ser recordado:
−Ahora todo el mundo va a empezar a sacar sus fosas, sus muertos y sus cosas.
−−−
El Chato no se guardó nada. Formó parte del Sindicato Democrático de Estudiantes y la Liga Comunista Revolucionaria, escupió rabioso la Ley de Amnistía del ´77 que facilitó el pacto del olvido, otorgándoles indulto y punto final a los asesinos del Generalísimo, reclamó por la apertura de los juicios en las cortes españolas y vio caer al juez Baltazar Garzón ante la justicia neofranquista de la Audiencia Nacional. El Chato hasta montó aviones transatlánticos para atestiguar en el Juzgado Nacional en lo Criminal y Correccional Número 1 de Buenos Aires, de la jueza Servini de Cubría, en la única causa vigente en contra de criminales franquistas: la Querella Argentina. Al Chato todavía se lo puede ver en el documental El silencio de otros, obra multipremiada por la crudeza con que refleja el abandonismo del Estado español a los sobrevivientes de la dictadura. Al Chato se lo enterró de pie pero sin justicia. Su primer verdugo, el que intentó doblegarlo en un galpón de la Dirección General de Seguridad (DGS), murió libre de cargos el 7 de mayo, también en la ciudad de Madrid. Ciertas oscuras ironías los encontraron conviviendo a pocas cuadras.
“Una vez, me tenía esposado al radiador en un despacho de la DGS, llegó, me dio un culatazo y me dijo: ‘Has tenido el honor de que te pegue un culatazo Billy el Niño´. Era muy peligroso porque no tenía muchas luces y sí una impunidad absoluta. Era bastante alfeñique, poca cosa. Se ponía delante de ti a hacer gestos de kárate, te daba una patada y te decía: ‘Eres un gran saco de golpes’. No era un funcionario que torturaba, era un torturador compulsivo, disfrutaba haciéndolo. Decía: ‘Te puedo destruir´”, recordaría en declaraciones a El País.
Pero el Chato no es el último. Toda una generación de sobrevivientes al franquismo compone el grupo de mayor riesgo infeccioso de la pandemia, como si el virus se aliara involuntariamente a los mercenarios de la amnesia. “No tenemos ninguna excusa, así como debemos luchar contra la pandemia que acelera las muertes, debemos luchar con más fuerzas aún por esa justicia que para algunos llegará demasiado tarde”, reconoció Ana Messuti, una de las abogadas de la Querella Argentina. “Todo en un mismo tiempo, todo aquí y ahora”.
El proyecto por la creación de una Comisión por la Verdad, que finalmente promovería la creación de un Archivo de Desaparecidos (similar a la CONADEP argentina) y de un Banco de Datos Genético, estaba en puertas de ser tratado. La emergencia sanitaria y la reinversión de partidas hacia efectos de disipación epidemiológica vuelven ahora a dejarlo en un segundo plano. −Están esperando que nos muramos –le confesó días atrás el presidente de la Asociación por la Memoria Histórica de Aragón, Enrique Gómez, a este cronista−. Te dan la mano, se toman la foto y nada más.
Advierte Pierre Nora de los peligros de la manipulación ideológica de la historiografía, de confundirla con un trofeo de caza. Que la necesidad de Memoria es necesidad de Historia. Las organizaciones de Derechos Humanos dan un último adiós al Chato. Hay algo de infamia en estas muertes, eso deja el coronavirus, la flagrante sensación de impunidad. No se merecía esta muerte, dirán sobre el Chato, se merecía justicia. La larga cuarentena del olvido para los desaparecidos del franquismo lleva vigente más de cuarenta años. A España se le caen los muertos de la memoria y de sus tumbas florecen reclamos. En esta parte de Europa, fascistas y republicanos no miden fuerzas por el gobierno sino por el patrimonio de la historia.