Por Ana Paula Marangoni. El jueves 24 se cumplió el 38° aniversario del Apagón de Ledesma, el ingenio que colaboró con el secuestro y la desaparición de personas en la última dictadura cívico militar. La memoria que es del pueblo es la síntesis de la historia.
“Tampoco olvido que, pegado a la persiana, oí morir a un conscripto en la calle y ese hombre no dijo: “Viva la patria” sino que dijo: “No me dejen solo, hijos de puta”.”
Rodolfo Walsh, Prólogo de Operación Masacre
A veces vivimos acontecimientos que, por la sensación de irrealidad que nos producen, percibimos o confundimos con el sueño. En el mejor de los casos, se trata de un buen sueño. Pero no siempre se ha podido contar con eso a lo largo de la historia.
En Argentina, los malos sueños comenzaron a ser moneda corriente a medida que la violencia y la represión policial y militar colmaban progresivamente las calles. Lo anunció Rodolfo Walsh, una medianoche del año 57, en la que un tiroteo lo despistó de un partido de ajedrez. Allí decidió seguir otra partida, la de la calle. Solo que, a medida que él se movía, dejaba de ser un juego para ponerse bastante serio y riesgoso. Postura que fue asumida por el escritor de ahí en más por el resto de su vida. También se despertó literalmente a los tiros otra noche, en la que (aunque no afirma si se atrevió a mirar) pudo escuchar que un hombre moría, a pocos metros de su casa.
La escena del prólogo de Operación Masacre no solo anunciaba un oscuro porvenir para las calles argentinas, sino que además también condensaría un futuro dilema. ¿Cómo era posible reaccionar ante un tiroteo, ante el gemido de un hombre que está por morir anónimamente en una calle? ¿En qué medida ese escenario de violencia en la calle involucraba al transeúnte, al vecino que oía desde un bar, una esquina o desde su casa misma?
El último escenario es mucho más interesante, porque quien oye desde el interior de su casa tiene mayores posibilidades de no involucrarse, de convencerse a sí mismo de que efectivamente los disparos que creyó oír no fueron tales; tampoco las frenadas ni las corridas. Mucho menos las voces y los gritos. Tranquilamente, quien se agazapa en la seguridad de su propiedad, asegurada más por puertas y muros que por distancia, puede desatender todo tipo de ruido exterior y convencerse al día siguiente de que todo fue un mal sueño.
Curiosamente, Rodolfo Walsh narra que oyó, pero en ningún momento comenta que vio al hombre que agonizaba en la calle. Lo que sí refiere más adelante es que intentará (en vano) no recordar. Él quiere olvidarse de todo lo que escucha esa noche, y otras tantas como esa. No desea que no haya ocurrido, desea solo no recordarlo. ¿Por qué?
Sabemos que quién escribió esas líneas no pudo lograr ese cometido. Y que la decisión de hacerse cargo de lo que había oído lo llevó por un camino de compromiso que veinte años más tarde le costaría la vida.
El dilema expresado en la anécdota de Walsh se sintetiza aún más en la frase del conscripto que está por morir en la calle (acaso el dato de que es un conscripto nos permita inferir que Rodolfo no solo escuchó, sino que también miró por la persiana). La frase fallida, desde ya, puede interpretarse de múltiples formas. El conscripto no muere valientemente por la patria. El conscripto muere rechazando esa muerte, lo han dejado solo.
El dilema ético consiste en esto: aunque estemos seguros en nuestras casas, sabemos que estamos dejando morir a alguien, lo estamos dejando solo, aunque lo neguemos, aunque a la mañana siguiente contemos que tuvimos un sueño profundo y que no hemos escuchado nada.
Walsh expresa en la anécdota, no el manifiesto de un hombre comprometido con una causa sino el dilema de un ciudadano común y corriente al escuchar que alguien muere a pocos metros de su casa. Ese ciudadano quisiera no recordar, porque eso lo liberaría de la culpa de callar, de quedarse inmóvil, de dejar en soledad a alguien del otro lado de la puerta.
El mismo dilema tuvieron los pobladores de Libertador General San Martín, El Talar y Calilegua en la provincia de Jujuy, entre las noches del 20 y el 27 de Julio de 1976. La memoria de muchos de ellos debería incluir aquellos cortes de luz por las noches seguidos de ruidos de automóviles, tiros, gritos o persecuciones, en las tranquilas calles de las localidades.
La realidad supera ampliamente la capacidad creativa del mundo onírico: los propietarios del ingenio Ledesma, que además controlaban la electricidad, apagaron las luces de una población entera durante siete noches para que los militares “operen” cómodamente. No solo les brindaron el servicio de oscuridad, también pusieron a disposición vehículos de la empresa (con el logo a la vista). Y además, contaban con una base de gendarmería en el interior del ingenio.
Los que no pudieron decir que se trató de un mal sueño son quienes o fueron secuestrados o corroboraron al día siguiente lo sucedido porque ya no estaba alguien más: primo, hermano, amigo, marido, esposa, padre, madre, compañero.
Las historias también superan en espanto la capacidad predictiva de Walsh. No se trata ya de un puñado de tipos, se trata de 400 personas en una semana, en apenas tres localidades. Se trata, además, de que los secuestrados, detenidos, golpeados y torturados, se encontrarán en ese espacio del horror con un obispo, José Miguel Medina, presenciando con todos sus sentidos y su uso de la razón las sesiones de tortura; instando a los detenidos a hablar por el bien de la patria. Algo así como el reverso de la frase que escuchó (o inventó haber escuchado) Walsh. Alguien, no un curita perdido sino un obispo, retorcía la frase y decía a los torturados que todo el dispositivo de muerte era un grito patriótico. Dios y la patria se daban la mano para quitar vidas en un largo apagón.
¿Era posible no ver? Muy pocos eligieron asumir lo que vieron. Una sola mujer, Olga Arédez, daba vueltas sola alrededor de la plaza con un pañuelo en la cabeza, negando a la vista de todos el clima colectivo de negación. Era el primer paso de una lucha que hoy congrega año a año a multitudes de personas, movimientos sociales y organismos de derechos humanos que prefieren recordar el horror vivido.
A treinta y ocho años del apagón, Blaquier continúa sin sentencia por los crímenes cometidos. Todavía permanece en muchos (afortunadamente, cada vez menos) la voluntad de mirar hacia otro lado. Y Ledesma continúa expresando una feroz síntesis de nuestra historia, en la que iglesia, empresarios y militares conjuraron el horror, la perversidad y la muerte para prosperar en el poder y la riqueza.