Por los ruidos de las maquinarias mediáticas, modernas y posmodernas, ronda la mente, y el estómago, aquella estrofa noventera del Indio Solari: “no se entiende el menú pero la salsa abunda”…
… pero sin esos ruidos, aún podemos pensar para distinguir los ingredientes.
Por María García Yeregui
Por “las Españas”, en estos últimos meses, se hizo el reparto de cartas del poder político-institucional, tanto legislativo como territorial. A partir de los resultados de las elecciones, y en un sistema parlamentario no presidencialista, como es el español, nos encontramos con las tensiones para la conformación del ejecutivo, a una semana de la convocada investidura, sin acuerdo de gobierno, por supuesto.
Y decía por supuesto antes de valorar los últimos movimientos puestos en marcha desde el pasado jueves por la estrategia mediática del presidente del gobierno en funciones del reino de España, Pedro Sánchez, y su partido, cuyo último paso fue este lunes, a una semana del debate de investidura, en el que Sánchez ha declarado en una entrevista que –oh, sorpresa- da por rotas las negociaciones con Unidas Podemos y que “decaen todas las ofertas”.
Lo cierto es que, me disculparán propios y extraños, pero ese por supuesto no sufre sobresaltos a golpe de táctica mediática por el relato y su pugna por las percepciones inmediatas: conociendo al PSOE, su historia de 1978 en adelante, y también al personaje de Pedro Sánchez, la voluntad y el espíritu eran y son nítidos. Pero es que además, pese al ruido saturado, también lo han estado desde su victoria pírrica del 28 de abril y, especialmente claros, tras los resultados de las elecciones municipales y regionales del 26 de mayo, en las que Unidas Podemos sacó peor resultado que el millón de votos ya perdido en las nacionales, respecto al resultado de 2016.
Voluntad y espíritu de revivir la hegemonía del partido “socialista” como partido de régimen resucitado, al servicio del ciclo de acumulación (y modernización) en el que nos encontramos. Para ello, Sánchez y compañía operan tácticamente antes, durante y, sobretodo, a partir del último punto de inflexión del devenir histórico del país: los resultados en las elecciones generales del pasado 28 de abril. Lo hacen con el fin de consolidar la recuperación del PSOE de su propia crisis, dentro del marco de la crisis socialdemócrata europea.
Una crisis que tuvo al Pedro Sánchez del 2016 como protagonista: aguantando, primero, el peligro de sorpasso de Unidos Podemos en la segunda convocatoria electoral consecutiva del país y sufriendo su posterior destitución como secretario general -cargo que recuperaría en las primarias internas-, por parte del aparato de su partido, para “corregir” su negativa -“no es no”- a la abstención que finalmente posibilitó la gobernabilidad al PP de Mariano Rajoy. El PSOE era fiel a su tradicional utilidad al régimen político y a la vez mantenía un enganche del que tirar para superar su crisis de representatividad en el significante del apelativo inconscientemente en disputa “de izquierdas”.
Pues bien, con la definitiva consolidación del PSOE se apuntalaría también el cierre de la crisis del régimen político español, nacido con la transición en 1978, hasta nuevo aviso sistémico-estructural, claro. Siendo de nuevo el partido “socialista” la clave de bóveda de la operación, al liderar una nueva fase de estabilidad tensa, entre el problema nacional-territorial y la crisis de las clases medias, dentro de la autonomía de lo político.
Por ello Sánchez está hablando, al puro estilo transición lampedusiana –las cosas tienen que cambiar para que nada cambie-, con el otro nuevo líder del bipartidismo, el pepero Pablo Casado, para reformar la Constitución según el modelo griego, lo que aseguraría la gobernabilidad parlamentaria no pactista. Mientras en Grecia se cierra el ciclo postmemorándum con el retorno de los conservadores y el amén ortodoxo.
Ya vimos presente el espíritu de la transición española reloaded desde el recambio regio, hace cinco años, de la mano de Pedro Rubalcaba (ministro ‘sociata’ y hombre de régimen de Estado, que moría en mayo). Así lo escribí durante aquellas tensas semanas de octubre de 2017 con la crisis catalana. Querían que Felipe VI tuviera su propio papel referente -siguiendo el modelo de construcción de legitimidad del que fuera designado por Franco, su padre-, hablaban durante la coronación de su propia “transición regeneradora”, en plena crisis de la imagen pública de la monarquía.
Aunque, desde luego, el estilo vino marcado por reproducir el consenso del poder ya instaurado por el punto de origen, la transición de los 70s, y por tanto la forma en cuanto a “salvador de la patria” ha sido justo la inversa, como demuestra su discurso tras el referéndum catalán; el esquema lampedusiano que reproduce estructuras es, sin duda, la constante.
Lo cierto es que, hasta que llegue ese acuerdo PP-PSOE que premie a la lista más votada con un plus de escaños en el Parlamento suficientes para evitar los gobiernos de coalición, especialmente con partidos de izquierdas, de cara a la próxima investidura, Sánchez querría un encaje de bolillos que posibilitase un gobierno en solitario, no una coalición progresista con Unidas Podemos. Lo dijo desde un principio, pese a los gritos de sus bases la noche de su victoria electoral: “con Rivera (Ciudadanos), no”. Por eso juega con el lenguaje hablando de un gobierno de cooperación, convoca sin ningún avance en las negociaciones el pleno de investidura para los días 22 y 23, presiona con saltarse el segundo intento de investidura y convocar una repetición electoral si no sale investido a la primera o presenta su programa electoral como documento a firmar en la negociación antes de la quinta reunión Sánchez-Iglesias, excluyendo cuestiones como la regulación de los precios de la burbuja del alquiler, la derogación de la contrarreforma laboral del PP y la ley mordaza.
El pasado jueves, no obstante, ofrecieron revisarlo, ¿para qué? Para hacer hincapié en la exclusión o elección suya de los perfiles de Unidas Podemos que aceptaría, si eso, para formar parte del ejecutivo. La trayectoria de la pelota en la construcción de la imagen del culpable del fracaso negociador ha quedado así cerrada, a seis días del debate de investidura.
Incluso, con el fin de conseguir que los 42 escaños podemitas para su investidura sean por amor al arte, ha coincidido, como presión fuertemente simbólica, la primera denuncia de la abogacía del Estado, en la historia de la democracia española, contra la familia Franco por apropiación indebida. Un importante movimiento de este mes, que junto a la nueva querella grupal presentada contra Billy El Niño por torturas sistemáticas, pone el contrapunto a la paralización de la exhumación de Franco de su mausoleo. Fue, para colmo, el día del aniversario del nacimiento de Lorca, consecuencia de un vergonzoso auto del Tribunal Supremo que considera a Franco jefe del Estado desde el momento del golpe militar y no desde su victoria en la guerra civil.
De esta forma y como ya comentamos, en el 140 aniversario del PSOE, pretenden, en continuidad con la historia socialdemócrata europea, a 100 años del asesinato de Rosa Luxemburgo y a 40 años de la llegada de la Dama de Hierro al poder, que pariría la tercera vía de Tony Blair, seguir siendo esa “derecha (a la europea) civilizada”. Esto es, un gobierno socioliberal, un paso más de la enésima Restauración en este país.
Restauración cuya estabilidad buscan las elites apostando por el estilo tradicional: el turnismo a dos, o quizás de cara al futuro, a tres, de la mano de la escisión podemita de Iñigo Errejón, que acaba de anunciar su constitución a nivel nacional, descalificando la lucha el reconocimiento ejecutivo de la relación de fuerzas representativas que defiende Pablo Iglesias con el tradicional insulto de “sectarismo”.
Pero hoy, con los escaños del Congreso, el pacto de estabilidad posible perfilado por las elites (PSOE-Ciudadanos) sería la solución si la presión sobre la cúpula del partido naranja terminara funcionando y aceptaran por fin que el eje nacional de la crisis territorial del Estado español no les ha dado ni les dará el resultado que creen, como buenos españolistas, les pertenece. Dejarían entonces de apostar por disputar la hegemonía del españolismo reaccionario de la derecha, pero va contra su ADN de nacimiento en Cataluña. En tal caso, los de Rivera -veremos por cuánto tiempo si fuese necesario- pactarían con Sánchez, repitiendo el intento que ambos hicieron en 2015 cuando no les daban los escaños, ahora que sí suman los 176 escaños de la mayoría absoluta (123 + 57).
Con esa posibilidad de momento en vía muerta, la ejecución de la jugada del PSOE no está tan clara como su voluntad: el chantaje a Unidas Podemos con la repetición de elecciones si Sánchez no sale investido el 23 de julio parece un farol si nos fijamos en los resultados tanto de las elecciones generales como de las regionales, y así lo lee Iglesias.
Y es que en el adelanto electoral concretado en el pasado 28 de abril, España zafó del ‘trifachito’ en el gobierno central, pese a que ahora las reticencias de manchar la imagen europeísta de Ciudadanos saliendo en la foto con la extrema derecha declarada esté poniendo en duda la firma a tres en el gobierno de la Comunidad de Madrid, después de que Vox haya puesto más caro su apoyo de lo que lo hizo para formar gobierno en Andalucía. Los ultraderechistas lo han hecho contando con la primera victoria de su endurecimiento, tras perder la mitad de sus votos entre las elecciones generales y las locales, precisamente en el gobierno del sur: consiguieron sus impresentables condiciones para la aprobación de los presupuestos andaluces, que amenazaron con tumbar.
La realidad es que en las elecciones a nivel nacional, tras la manifestación españolista de las tres derechas en la plaza de Colón de Madrid, se corría el riesgo de un tripartito de derechas sin filtro desplegando un sinfín de declaraciones racistas, machistas, LGTBIfóbicas, españolistas reaccionarias y fascistoides por parte de los tres partidos (PP, Ciudadanos y Vox). Campañas que ahora se traducen en listas negras anunciando persecución. Eso es la llegada de la extrema derecha a las instituciones, como ya sufriera la Italia de Berlusconi hasta llegar a la realidad italiana de hoy.
Pero el peligro fue frenado el pasado 28 de abril con la traducción de mayorías de la ley electoral, consecuencia de la participación más alta de la historia reciente, en un país donde el voto no es obligatorio. El ‘trifachito’ fue parado por la movilización del llamado voto útil, sobre todo al PSOE pero también a Unidas Podemos.
Pese a ello, y aquí está el quid de la cuestión, hubo un empate técnico en votos entre los bloques neoliberal-españolista y progresista-estatal. A lo que hay que sumar tres cosas: la recuperación de poder territorial del PP en las elecciones regionales y municipales frente a la debacle de las generales; el techo de voto del 10% del ‘fenómeno Vox’, que se redujo a la mitad en las locales, consecuencia de la inexistencia del voto oculto, muy temido el 28 de abril; y, sobretodo, la evidencia de que la dispersión del voto, en este sistema electoral, deja fuera a la derecha de la posibilidad de gobernar.
Un aprendizaje primordial para unos votantes, los de las derechas, menos españolistamente movilizados que en abril, pero con un fuerte pragmatismo del mal menor y, por tanto, siempre y religiosamente mucho menos abstencionista por decepciones que los progresistas y muchísimo menos que los izquierdistas. Con todo esto encima de la mesa, convocar elecciones de nuevo es jugar con fuego.
Por eso, a la espera del resultado de la consulta a las bases podemitas, también con polémica, que seguramente confirmarán la postura de Iglesias de hacer valer sus votos, y pese al salto nacional del nuevo partido de Errejón, el próximo día 23 habrá una investidura fallida que dará lugar a la convocatoria de una segunda investidura. Una segunda ronda recogida en la Constitución con posibilidad de nombramiento por mayoría simple, lo cual engendraría otro un gobierno débil pero que, fundamental, se movería en otra coyuntura.
En ese segundo intento se terminará de jugar la partida gubernamental en este país del sur europeo, subalterno al centro, con el 100% de deuda de su PBI, el cuarto de la UE. Sería después del verano, en el septiembre de la sentencia del juicio al Procés independentista catalán, que ya está visto para sentencia. Y de nuevo, el conflictivo eje nacional y la judicialización de la política lo acompañarán en primer plano.
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