Por Pedro Perucca. La primera entrega de nueva trilogía de Peter Jackson en la Tierra Media, El hobbit: un viaje inesperado, viene cosechando tanto récords de recaudación como polémicas. ¿Era necesario convertir un libro de poco más de 300 páginas en una trilogía de 9 horas?
El Camino sigue y sigue
desde la puerta.
El camino ha ido muy lejos,
y si es posible he de seguirlo
recorriéndolo con pie decidido
Canción de Bilbo Baggins
Diez años después, emprendemos un nuevo viaje de vacaciones a esa misma Tierra Media que nos hizo vivir aventuras increíbles a principios del milenio. Hace algunos días se estrenó El hobbit: un viaje inesperado (la primera de una trilogía que se completará con El hobbit: la desolación de Smaug y El hobbit: una ida y una vuelta) y la ansiedad nos precipita. Sin embargo, mantenemos la entereza suficiente para concluir con todos los chequeos de rutina necesarios antes de pisar nuevamente el camino: ver el trailer, analizar algunas críticas, releer la novela, estudiar los videoblogs de Peter Jackson sobre el proceso de filmación, ver por enésima vez la trilogía original de El Señor de los Anillos (ESDLA).
Gracias a esa rigurosa preparación ya presentíamos que, parafraseando a Bilbo, podía ser “muy peligroso cruzar la puerta (de la sala de cine)”. Sobre todo por una cuestión de matemática elemental: la primer trilogía cinematográfica se basó en las tres novelas originales de Tolkien, es decir, en unas 1400 páginas (según la versión castellana de Minotauro) mientras que este nuevo tridente lo hace en un librito de poco más de 300 páginas. Es decir, en ESDLA el problema fue decidir qué escenas y qué personajes dejar afuera de la versión fílmica mientras que en la saga actual los guionistas se enfrentaron al problema inverso: ¿cómo convertir ese puñado de carillas en más de 9 horas de película? La resolución del dilema fue más o menos la esperable: traer de vuelta a algunos personajes de la primer trilogía, apelar a los apéndices del final de El retorno del rey, tomar algún que otro fragmento de El Silmarilion, inventar nuevas escenas y personajes y, por supuesto, estirar y estirar el escaso material existente. Pero -física básica- cuando más se estira más espesor se pierde. Sabiéndolo, hasta esperábamos algunas extensas escenas de Elrond tramitando la visa hacia las Tierras Imperecederas o de Bilbo viendo dispositivas del bautismo de Frodo. Así que no nos sorprendería que en alguna de las dos pelis restantes se sumaran varios números musicales del insufrible y justamente postergado Tom Bombadil.
Y lo peor es que no hay ninguna justificación más o menos plausible para esta elefantiasis (sin contar los intentos de explicación de Peter Jackson de que “aún quedaban historias por contar en la Tierra Media”), más allá del evidente afán de los estudios de seguir juntándola con pala. Así, además de la redundancia presente, también podemos esperar el relanzamiento de la trilogía original convertida a 3D. Está bien, el mercado manda, ya se sabe. Pero no deja de ser un poco grosera la maniobra. Hubiera sido más honesto que nos pongan somnífero en los pochoclos y directamente saquen la guita de las dos próximas entradas de la billetera.
El otro problema que uno podía anticipar aún sin haber puesto un pie más allá del umbral de nuestras cuevas de hobbits comodones tenía que ver con la diferencia de puntos de partida, no ya en cuanto a la extensión, sino en lo que hace al contenido, al tono y a las ambiciones del producto literario original. El hobbit fue concebido originalmente por el amigo JRR como un cuento para niños. De hecho, su origen fueron las historias que Tolkien inventaba para su hijo de 10 años. Luego de la repercusión editorial de este libro es que se decide a continuar con una saga mucho más ambiciosa y “adulta” como ESDLA. Entonces, todo lo que en la primer trilogía era oscuridad aquí es comicidad facilona, lo que era épica hoy es aventura lineal, lo que fue densidad psicológica de los personajes se ha vuelto trazo grueso. Tanto así que, más allá del insoportable Thorin Escudo de Roble (ese Aragorn enano y mala onda), la docena restante de enanos se pierde en una masa de personalidades y nombres más o menos indiferenciados: apenas recordaremos que hay uno viejo, uno gordo, uno tonto y un carilindo que maneja bien el arco. En el mismo sentido, el personaje del mago Radagast el pardo aparece como una mera caricatura, casi como un innecesario comic relief, una especie de Jar Jar Binks dela Tierra Media.
Los archienemigos tampoco funcionan demasiado bien y no hay ninguno que pueda generar nada siquiera cercano a esa inquietud que sabían provocar los Jinetes negros o los Nazgûl. Ese orco pálido que persigue a Thorin parece una copia desleída del poderoso Uruk-Hai de Saruman y el terrible dragón okupa Smaug ni siquiera se muestra demasiado, amarreteando emociones para las próximas entregas.
Ni siquiera las escenas de acción logran acelerarnos las pulsaciones, pero no por falta de pericia técnica sino por el regusto a algo ya visto que tienen todas. Casi para cada gran escena de acción podría encontrarse su gemela (en general superior) en la trilogía original. Que una manito cortada en cámara lenta por aquí, que un ataque de orcos en una mina por allá, que una carga de huargos en las colinas por este lado, que Gandalf haciendo molinetes con su báculo y con la espada Glamdring por aquél otro… Y tras cada escena intensa, un buen rato de diálogos no demasiado jugosos para sumar minutos.
Por supuesto que todos los rubros técnicos están muy bien. Pero incluso aquí, donde uno podía esperar algunas novedades, parece no haber habido grandes avances en la última década. E incluso podríamos señalar algunos retrocesos, como esos lobos huargos tan inverosímilmente digitales como los patéticos lobizones de la saga Crepúsculo. Y el ya obvio recurso al 3D realmente no suma nada.
Así, lamentablemente, esta Tierra Media por el momento se parece más a la vacua e infantil Narnia cinematográfica que al escenario de aquella saga oscura y dramática con la que Peter Jackson conquistó 17 premios Oscar y la gratitud imperecedera de millones de fanáticos.
Lo mejor de esta primera entrega de El Hobbit está en las actuaciones de un infalible Ian McKellen como Gandalf y de ese gran actor que es Martin Freeman como Bilbo Baggins (aunque aquí aparezca un tanto desaprovechado, ya que el foco del relato parece apuntar más a la cruzada del rey enano Thorin que al viaje iniciático del hobbit, que es el leitmotiv de la novela de base). Mención especial también merece el Gollum al que da vida Andy Serkis vía motion capture, que en sus pocos minutos de pantalla construye la escena más interesante y conmovedora de la película.
Si bien este primer episodio de la nueva saga en sí mismo no constituye una pésima película de aventuras, en comparación con la trilogía original sale más maltrecho que Boromir de la batalla con los orcos. Por supuesto que igual vamos a ir a ver las dos películas restantes. Pero la verdad es que los fans iríamos a ver hasta la filmación casera de la fiesta de 15 de Arwen. Lo que no quita que después de la experiencia de este “viaje inesperado” el resultado tenga más sabor a decepción que a la maravilla que nos invadió luego de cualquiera de la primera trilogía. Algo así como la desilusión de volver a una playa que recordábamos hermosa para encontrarla contaminada y hostil o como la tristeza de visitar con grandes expectativas a un viejo amigo que no vemos hace tiempo sólo para descubrir que ha cambiado totalmente y ya no tenemos mucho de que hablar.
En fin, lo cierto es que el viaje promete hacerse largo y ya se empiezan a escuchar los primeros reclamos de los chicos desde el asiento de atrás: “¿Cuándo llegamos? ¿Falta mucho?” Y sí, falta. Sin contar las seguras versiones extendidas de los DVD, calculale unas seis o siete horitas más.