Por Simon Klemperer. Después del equipo de Cappa, Pastore, Bolatti y compañía, tocó el descenso al infierno. Muchos sufrimientos, muchas esperanzas, muchas frustraciones se sucedieron hasta que, por alguna razón, todo se acabó y empezó de nuevo. Huracán volvió a Primera.
A Gera que lo pidió desde su casa.
Nadie entiende qué fue lo que pasó. Todo muy extraño. Todo muy extraño todo. Con el Turco mal, con Kudelka bien, e inmediatamente después, con Kudelka mal, y ahora, con Apuzzo bien de nuevo. Claro que cuando decimos mal decimos mal en serio, pero en serio en serio, mal mal, horrible, y cuando cuando decimos bien, decimos bien a medias, claro, bien dentro de lo que cabe, dentro de los limites de la dimensión de la que estamos hablando, la dimension de una categoría donde se juega contra equipos que nunca antes oímos nombrar. El último año de Huracán tiene tantas aristas como puntos la circunferencia. La circunferencia del globito.
Tres años en “la be” es mucho tiempo, sobre todo si se lleva a cuestas el dolor de haber quedado segundos con un equipo tremendamente bueno, inmensamente hermoso, equipo que le había devuelto el fútbol de toque y el juego ofensivo a un país cada vez más ratón. Tres años en “la be” es demasiado, sobre todo después de haber jugado un picadito feliz en la antesala del paraíso y haber perdido una injusta final contra Velez Sarfield en una tarde fatídica en el José Amalfitani, error arbitral y granizos de por medio. Ese día Huracán comenzó a bajar al infierno, día tras día, hora tras hora, hasta tocar el fondo más profundo del fútbol, y pasó de ser un globo a una máquina retroexcavadora de esas que se usan para hacer los túneles del subte, y que abren los posos que conducen al infierno. Y mientras el huracán se hacía tornado, el Velez campeón se mantenía cubito de hielo. Quizás por eso el granizo. Ese día en la cancha no solo dolió perder, dolió ver que el ganador no sabía festejar. En Liniers estaban, efectivamente, como decían las malas lenguas, los seres humanos más pechofrios del planeta tierra. Salían de la cancha los fríos hinchas de la clase media porteña despotricando contra en “tiki tiki” (horrible nombre, por cierto, que se le dio a la invención de Cappa) en vez de alegrarse por sí mismos. En fin, a partir de ahí, lo del globo fue pura frustración, resentimiento, envidia de la mala y mal fútbol. Una retroexcavadora camino a las catacumbas del más triste deporte.
Ya en el infierno, ese lugar llamado “la be”, donde hay que guglear a los equipos contrarios para saber de qué ciudad son y llevar la Guía T en el micro para llegar a la cancha, los fueron a visitar River e Independiente, pero se fueron rápido y los dejaron ahí, sufriendo, jugando partidos olvidados, con horarios inauditos, contra el Club Social y Deportivo Descamisados del Fin del Mundo, partidos de esos que ni siquiera contempla Fútbol para Todos, y no trasmite ni Roja Directa. Partidos en canchas sin gradas, con los pulmones de manzana al fondo y la ropa colgada detrás del arco, partidos jugados a las tres de la tarde de un martes, en pleno horario laboral.
Después de dos años de ser retroexcavadora, a metros ya del centro de la tierra, llegó el “turco” Mohamed y por unas semanas pareció que el equipo era globo nuevamente, parecía que desde el canasto tiraban bolsas al vacío y que pesaban cada vez menos, parecía que que el globo podría, incluso, elevarse un poco, pero no. A partir de ahí comenzó el misterio de un equipo que por momentos jugaba bien, por momentos muy bien, por momentos mal y después muy mal, el misterio de un equipo que tenía buen toque, que era ofensivo, que tenía criterio, que era armónico, y que a la semana siguiente era una lagrima total, un tango abandonado en el tercer cordón del Gran Buenos Aires. Más que huracán era una montaña rusa. Un inexplicable zig zag entre la armonía y el estruendo.
El “turco” se fue a las pocas fechas y comenzaron los rumores de camarillas dentro del equipo. Una manga de pendejos guiados por algún veterano, dividiéndose en mil y haciendo pedazos el posible trabajo en equipo. Algo de eso hay, sin duda, pero no hay forma de saber qué es exactamente. Si Mohamed no los podía salvar, no los salvaba nadie, ni el Chapulín Colorado, y de nuevo a hacer el túnel. Subir a “la a” parecía imposible, lo más cercano a eso era andar en la “linea A” que ya no tenía ni siquiera los vagones de principio del siglo pasado. Eso sí, con la retroexcavadora hicieron llegar la linea H a Parque Patricios. Linea H. Hache de Huracán.
Un día, así como así, llegó un tal Kudelka, Frank Kudelka y el cielo se despejó, el equipo comenzó nuevamente a entenderse, la pelota corría por el pasto con calma y criterio, el pelotazo dejaba de ser la herramienta principal para llegar al otro arco. Caruso, a pesar de ser el gran tronco que siempre fue y será, metía algunos goles importantes, Toranzo empezaba a ser ese zarpado jugador que el equipo necesitaba, empezaba a manejar los tiempos de propios y ajenos, le devolvía al fútbol una velocidad necesaria para poder pensar, y no ese ritmo frenético bajo el cual estamos inmersos en todas las canchas. Había abandonado el arco, milagrosamente, ese arquero tan pero tan malo que siempre estuvo ahí fabricando errores y llegó Marcos Días, para espantar el temor permanente de los hinchas a cada ataque contrario. Pero, por sobre todas cosas, llegó un genio de toda la cancha, de recuperación y cambio de frente llamado Alejandro Capurro. Había vuelto el fútbol a Parque Patricios. Los cuerpos del los hinchas del Ducó volvían a tener el alma que los había abandonado años atrás con la partida de Pastore y sus amigos. Entre la recuperación de Capurro, los tiempos de Toranzo y el cerebro de Kudelka, Huracán podía ganarle a cualquiera y volver a “la a”. Ese Huracán podía jugar a la pelota y volver a “la a” cuando a “la a” ascendían tres equipos y no diez. Lo imposible parecía real y casi lo fue. El equipo terminó jugando un partido definitorio contra Independiente, día en que se recuerda un solo equipo en la cancha y un Capurro que pivoteaba sin parar, que alimentaba de juego a ras del suelo, circulación, rotación, toque corto y pase filtrado, incluso al muerto de Wanchope, que ahora parece una gran estrella, a quien le anularon el gol del empate por un offside inexistente. Había un solo equipo en la cancha pero ganó Independiente y el globo se quedó en “la be”. Sin embargo, ya nada era lo mismo.
Para ese entonces ya todo era diferente, o parecía serlo. El infierno no era tal porque el globo ya no hacia pozos, ni túneles, ni subtes, si no esa cosa tan linda llamada fulbo. Al comenzar el año las esperanzas estaban intactas, el globito volaba libre por las canchas del país, incluso los hinchas y los jugadores ya se sabían el nombre del resto de los equipos de la categoría, y encima, para más inri, ese año subían diez equipos a “la a”. Más no se podía pedir. Era todo tan prometedor que hasta se fue ese señor tan mafioso al que se le ocurrían cosas como hacer campeonatos con 30 equipos, sin que nadie le pusiera ni media cara de duda.
Pero no. No fue así. Empezó el campeonato y salvo Capurro y Caruso, eran todos los mismos jugadores y el mismo entrenador. Por Capurro entraba Vismara y por Caruso, Ábila, todo seguía igual pero no era el mismo equipo. Ya no volaba, ya no jugaba, ya no soñaba, ya no daba dos pases seguidos. Eran idénticas todas las condiciones externas e internas, pero opuesto el resultado. Nuevamente rumores de camarillas, de pibes influenciados por veteranos que habían sido relegados a la suplencia y abogaban por la desintegración. La ruptura fue total. El “Piti” Martínez, por ejemplo, quien técnicamente es el mejor datado de todos pero el menos inteligente del mundo, reflotó el más impoluto individualismo y jugó para sí mismo, al igual que los demás. El infierno se vino encima y cuando faltaban seis fechas para el final del campeonato estaban el en puesto 17. Hacía falta un milagro, un milagro de verdad y no había quien lo pidiera porque el papa Pancho es de la contra, y menos mal. Se venía un campeonato largo con 30 equipos en el cual el globito no iba a estar. Era en infierno del infierno. Todo era fuego hasta que Kudelka se las tomó, lo hinchas se cansaron, rompieron todo, el Ducó fue castigado, los partidos se jugaron sin público, hasta que llegó un tal Apuzzo, Nestor Apuzzo. Un tal Apuzzo que, con los mismos jugadores que ese tal Frank, volvió a hacer mover la maquinita de los sueños. Cuanta inestabilidad, cuanta fragilidad, cuantos intereses espurios y económicos puede haber entre los pibes del equipo para ser buenos y malos a la vez, para jugar un día tan bien y un día tan mal. Cuantos egoísmos pueden circular en el interior del equipo para que todo salga tan mal y tan bien a la vez. Cuantos misterios.
Llegó Apuzzo y Huracán ganó todos los partidos. Todos los de la Copa Argentina por penales y todos de “la be” sin penales. Ganaron todo, llegaron al desempate y, con la inestimable ayuda del arquero de Atlético de Tucumán, que les regaló el golcito para seguir soñando, cuando las ideas y las esperanzas habían sido asesinadas por un gol tucumano, llegó el milagro. Cuando quedaban 20 minutos y todo se venía abajo, incluso el cielo, cuando el aguacero rememoraba aquel día en el Amalfitani, llegaron los goles y ahora todo es fiesta, el globo vuela y sube a “la a”.
El globo está presente y en una de esas, si los misterios se mantienen, o se disipan, o cambian de forma y le ganan a Alianza de Lima, y van a la Libertadores, y en una de esas, por qué no, si los misterios se hacen sueños, salen campeones del continente, y el Ducó se convierte en un globo de verdad, y vuelan todos hasta algún continente lejano a jugar el Mundialito de Clubes, a ganarle la final el Olympique de Marsella, del loco Bielsa, que a esa altura será campeona de Europa, y así, el equipo de Parque Patricio será campeón del mundo. Y así las cosas y todos contentos.