Por Pablo Pryluka*. El lunes 1 de octubre falleció en Londres el historiador inglés Eric Hobsbawm, considerado uno de los máximos exponentes de la historiografía del siglo XX.
El nombre de Eric Hobsbawm representa para quienes nos identificamos con el mundo de la Historia en alguna de sus formas una referencia ineludible. Somos muchos los que tuvimos nuestros primeros coqueteos con el pasado histórico a partir de algunas de sus obras, regaladas como estímulo ante alguna muestra de interés o encontradas en alguna biblioteca familiar.
Hombre público, historiador total. Su práctica política y su compromiso intelectual se entrelazaron hasta hacerse indistinguibles durante sus 95 años de vida. Deja una huella imborrable en todos aquellos que antes o después se acercaron a su trabajo.
A este joven de origen judío le tocó en suerte nacer en Alejandría en el año de 1917, aunque pasó la mayor parte de su infancia en la ciudad de Viena, para trasladarse en1931 auna convulsionada Berlín. Allí comenzó su primera experiencia de militancia política en el Sozialistischer Schülerbund (SSB), una organización dependiente del Partido Comunista alemán que nucleaba a estudiantes secundarios. Dos años después, ante el ascenso del terror nazi, tuvo que huir junto a su tío a tierras inglesas, donde completó su formación secundaria y obtuvo la posibilidad de realizar sus estudios universitarios en el King’s College de la Universidad de Cambridge. Fue en ese marco, según él mismo revelaría, donde despertaron a un tiempo su pasión por el pasado y la voluntad de tomar un compromiso activo y definitivo en la vida política.
Allí comenzó a dar los primeros pasos en el mundo académico, en un camino truncado por el estallido de la Segunda Guerra Mundial. Hasta ese momento, tras un viaje por el norte africano en el verano de 1938, estaba decidido a dedicar su tesis al estudio de las colonias francesas de la región. Sin embargo, el comienzo del conflicto armado le dejó una fuerte impresión, a punto tal de considerar que el tema “había perdido ahora todo significado”. La conflagración con el fascismo, de un plumazo, había torcido para siempre el camino de millones de hombres y mujeres en toda Europa. También sería el caso este joven de 22 años militante del Partido Comunista inglés.
Bajo los ritmos de Duke Ellington, descubriría por esos años su otro gran tema de interés. Desde entonces su pasión por el jazz lo volvería un crítico especializado, publicando numerosos artículos en la revista New Statesman and Nation. Su seudónimo, Francis Newton, era un homenaje a uno de los pocos jazzistas identificados por entonces con el comunismo, Frankie Newton.
Siempre bajo la sospecha que despertaban sus posiciones políticas radicales, participó de la Segunda Guerra Mundial al servicio del ejército británico. Finalizado el conflicto, obtendría la posibilidad de comenzar a trabajar en el Birkbeck College de la Universidad de Londres, con el que mantendría estrechos vínculos a los largo de su vida. Pero no sólo agregaba un nuevo ámbito académico, comenzando una vida en tránsito entre Cambridge y Londres: por entonces descubría en el siglo XIX el tema al que habría de dedicarle buena parte de su labor. Sus primeros pasos discurrieron bajo el estudio de la Sociedad Fabiana, movimiento político socialista inglés que daría nacimiento al Partido Laborista.
La vida intelectual inglesa de las décadas de 1940 y 1950 marcaría a fuego su formación. Allí trabaría vínculos con jóvenes historiadores como Rodney Hilton, E. P. Thompson o Christopher Hill con quienes formarían el Communist Party Historian Group. Fruto de su labor y de su iniciativa por dotar a la práctica histórica de un sentido político, darían nacimiento hacia 1952 ala mítica revista Past and Present, vehículo de muchas de las más innovadoras visiones y propuestas acerca de los modos de analizar el pasado.
También por estos años, fue uno los principales responsables de la llegada de la obra de Antonio Gramsci al mundo anglosajón, gracias al vínculo establecido con Piero Straffa, amigo personal del fundador del Partido Comunista italiano. Las consecuencias de esta recepción son demasiado amplias, pero basta con recordar la notable influencia que su obra tuvo en el ámbito historiográfico y, sobre todo, en el mundo de los estudios culturales.
Crítico de la invasión realizada por la URSS a Hungría en 1956, se mantuvo separado de muchos de sus compañeros de ruta, al decidir permanecer dentro del Partido aunque haciendo públicas sus disidencias. A pesar de no haber roto jamás su carnet de afiliado, las distancias que lo separaban del Partido Comunista inglés fueron cada vez más amplias, hasta el momento de su disolución a finales del siglo.
La Guerra Fría sería el escenario sobre el que se desplegarían sus obras más clásicas. La publicación de Rebeldes Primitivos en 1959, dedicado al estudio del bandidaje rural, fue uno de sus primeros trabajos de renombre internacional. A él le seguiría el clásico Industria e imperio en 1968, una de las claves para el análisis de la Revolución Industrial.
Fruto de su incansable labor profesional, saldría a la luz la colección que probablemente haya terminado de establecerlo como uno de los historiadores más influyentes de su época. La era de las revoluciones: 1789-1848 (publicado en 1962), La era del capital: 1848-1871 (1975) y La era del imperio (1987) conforman una trilogía en la que aparecen conjugadas sus mejores cualidades. Su atrapante narrativa le permitió acceder a un público masivo, borrando las fronteras que tantas veces se han construido entre una historia “en serio” y la divulgación. La capacidad conceptual de ordenar un convulsionado siglo XIX largo en etapas, atendiendo a sus especificidades y sus líneas de continuidad, le dio nacimiento a un nuevo modo de comprender el siglo iniciado al calor de la doble revolución. Su poder de síntesis, capaz de pasar de estudios monográficos a perspectivas de largo alcance, conformó una pieza única en su género. Algunos años más tarde, tras la caída del Muro de Berlín y la URSS, publicaría su Historia del siglo XX (1994).
En las últimas décadas, Hobsbawm no sólo siguió publicando sino que jamás dejó de ser uno de los animadores más activos de la vida política e intelectual inglesa. Al margen de su destacada autobiografía, Años interesantes (2002), sus últimas obras, Guerra y paz en el siglo XXI (2007) y Cómo cambiar el mundo (2011), echan luces sobre la vitalidad de un historiador que jamás se alejó de la voluntad de comprender e interpretar el mundo que lo acogía. Lo mismo atestigua su apoyo y posterior alejamiento del Laborismo inglés, en el que depositó sus esperanzas al momento de la llegada de Tony Blair al poder.
Se fue Hobsbawm. Tal vez no sea lo atinado para un hombre de 95, pero se fue demasiado pronto. Se fue uno de los mejores historiadores que jamás haya habido. Un narrador cuya prosa sabía condensar mejor que ninguna los rigores de la Historia y la apuesta por una literatura que pudiera llegar a las manos de quien se inquietara por el pasado.
En los meses venideros vendrán los homenajes laudatorios, las reediciones y las pompas en su honor. Cuando los fuegos se apaguen, cuando las odas dejen de sonar, quedará allí firme su obra, cautelosa, comprometida, incisiva y desafiante. Esa obra que ya es un clásico y quedará para siempre en los anaqueles de los pocos libros que verdaderamente valen la pena.
Si acaso eso fuera posible, Hobsbawm representa al hombre de un siglo que acabó en forma sombría, bajo las amenazas del “fin de la Historia”. En los albores de este nuevo que comienza, quizás su labor sea un faro para las nuevas generaciones intelectuales, que deberán hacer su propio camino en la oscuridad de un futuro incierto.
Aunque no nos guste, aunque cueste despedirla, la pluma partió, dejando huérfano al siglo en ciernes con el desafío de tener que encontrar su propio narrador.
*Historiador, (UBA)