Por Ezequiel Adamovsky. El pueblo comenzó a levantarse, los trabajadores a marcar terreno en el campo popular. Surge entonces la contrainsurgencia y el intento de frenar la “democracia plebeya”. Nueva entrega de nuestros fragmentos de historia popular.
El desarrollo del movimiento obrero y la “cuestión social” preocuparon profundamente a las clases altas desde comienzos del siglo XX. El fantasma del comunismo los aterró todavía más desde la Revolución rusa de 1917 y más aún cuando los comunistas locales comenzaron a tener una importante influencia en los sindicatos en los años treinta. Frente a la creciente conflictividad obrera, la primera respuesta fue la represión, que como vimos en entregas anteriores fue encarnizada durante todos estos años. Además, grupos parapoliciales, como la Liga Patriótica, o patronales como la Asociación Nacional del Trabajo, desarrollaron sus propias actividades represivas para mantener a raya a los trabajadores. El Estado promulgó también varias leyes específicamente orientadas a acabar con los revoltosos. La Ley de Residencia (1902), la Ley de Defensa Social (1910) y el Estado de Sitio fueron intensamente utilizados para deportar, encarcelar y privar de derechos civiles básicos a los activistas.
Pero junto a la represión, el Estado fue desarrollando otras maneras de controlar a las clases bajas. Una de ellas estuvo asociada a una profunda redefinición de la ciudadanía, es decir, del conjunto de normas que establecen quién tiene derechos políticos y cómo se supone que debe ejercerlos (y por contraposición, qué personas o qué conductas quedan excluidas). A partir de la Organización nacional la alta política estuvo reservada a las clases propietarias. El voto popular era manipulado de diversos modos, incluyendo el fraude. Pero este adueñarse del Estado había reforzado las tendencias más radicalizadas que venían difundiéndose entre las clases populares. A este peligro “desde abajo” se sumaba otro por arriba. La Unión Cívica formada en 1890 y su sucesora, la UC Radical (UCR), formadas por grupos pudientes pero desplazados de la vida política, fomentaron tres “revoluciones” armadas entre 1890 y 1905. Aunque todas resultaron derrotadas, muchos sectores de la élite sentían un creciente temor por estas formas de política en las que se invitaba a sectores del pueblo a armarse. Con una creciente conflictividad social, no se podía seguir jugando con fuego. Era necesario “modernizar” la vida política con reglas de juego claras y “civilizadas” que respetaran todos los dirigentes de las clases pudientes y, por supuesto, también el pueblo llano.
En ese contexto, algunos políticos e intelectuales llegaron a la conclusión de que lo mejor era abrir el juego electoral para que surgieran verdaderos partidos que pudieran competir limpiamente. Esperaban que, de este modo, amplios sectores canalizarían sus inquietudes a través de la política electoral, alejándose así de la lucha callejera y de las revoluciones. Pero existía el riesgo de que con elecciones limpias la élite perdiera su poder a manos de las mayorías. Para evitar el triunfo de una democracia “plebeya”, como se decía entonces, era necesario diseñar las leyes de forma muy cuidadosa para dejar los resortes de poder fundamentales fuera del alcance del pueblo. Ya la Constitución de 1853, de inspiración liberal, había asegurado que determinadas decisiones importantes no quedarían en manos de la voluntad popular sino de cuerpos altamente selectivos como el Senado (cuyos miembros no se elegían por votación directa) o “protegidos” de las elecciones, como la Corte Suprema. Los conservadores diseñaron la Ley Sáenz Peña (1912), por la que finalmente se garantizó a los ciudadanos varones la posibilidad de participar en comicios limpios, de manera de contrapesar cuidadosamente los distritos urbanos más populares con otros rurales en donde ellos controlaban mejor el voto.
Al ofrecer una vía de participación electoral más abierta, la Ley Sáenz Peña dotó de mayor legitimidad al sistema político. El sindicalismo anarquista y revolucionario perdía lugar frente a quienes preferían una estrategia política más “legal”, orientada a ganar espacios a través de las elecciones. Muchos de los trabajadores que tenían ciudadanía argentina prefirieron volcar su confianza al nuevo Partido Socialista o incluso a la UCR. Como la mayoría de los que eran inmigrantes no tenían ningún apuro en nacionalizarse, quedaban fuera de la posibilidad de votar. Dividir para reinar: la masa trabajadora quedaba cruzada por fuertes desacuerdos de estrategia y por diferencias nacionales que no eran nuevos, pero que ahora se profundizaron. Se abría una brecha para los que eligieran “integrarse” al orden propuesto con la esperanza de poder obtener mejoras; para los que no, esperaba la represión.
La Ley Sáenz Peña tuvo un efecto inesperado para los conservadores: en las primeras elecciones presidenciales limpias, celebradas en 1916, perdieron a manos de la UCR. Pero sí aportó a los objetivos de la élite en un sentido más amplio, contribuyendo a debilitar la influencia del clasismo entre las clases populares. Una porción importante de ellas se entusiasmó por las promesas que parecían ofrecer algunos de los nuevos partidos. A pesar de la modestia de sus medidas a favor de los trabajadores, Yrigoyen consiguió despertar simpatías entre muchos de ellos. Bajo su conducción, la UCR pronto perfeccionó las artes de la propaganda política. En las ciudades, por ejemplo, caudillos barriales canalizaban a través de los “comités” del partido pequeños beneficios individuales, como el “pan radical” y la “leche radical” a precio bajo. Así, la UCR recibió una creciente cantidad de votos entre las clases populares, especialmente en la segunda victoria de Yrigoyen en 1928.
Además de la represión y las elecciones, el Estado fue desarrollando instituciones y técnicas propias para evitar que las disputas laborales se radicalizaran. Pronto hubo, dentro de la élite, quienes comprendieron que la mejor manera de lograrlo era seguir el camino inverso al que venía recorriendo el movimiento obrero. Fueran de la corriente que fueren, los activistas de izquierda buscaban vincular las demandas que tenían todos los sectores, de modo de aunarlas en un mismo movimiento. Para ellos, el objetivo era mostrar que las diversas necesidades de cada uno sólo podrían resolverse con un cambio radical en los fundamentos de la sociedad. El Estado comenzó a responder a este desafío del modo inverso, reconociendo como legítimos algunos de los reclamos que tenían los trabajadores, atendiendo los de cada sector por separado y haciendo concesiones que demostraran que podían obtenerse mejoras sin necesidad de una revolución. Allí donde los izquierdistas buscaban construir un movimiento político de alcance general, el Estado debía responder transformando los reclamos en meras demandas sectoriales o corporativas, separadas una de otra y sin relación con un objetivo político más amplio. Pero para que esta estrategia funcionara, el Estado tenía que encontrar interlocutores entre los obreros, dirigentes que estuvieran más dispuestos a escuchar propuestas que a llamar a la revolución social. Y también convencer a los empresarios de la necesidad de conceder algunas mejoras. En 1907 se creó el Departamento Nacional del Trabajo (DNT), al que se encargó recopilar información sobre todo lo que tuviera que ver con los trabajadores. Para reprimir no hacía falta conocer en detalle el mundo obrero. Pero para una estrategia “reformista” el saber resultaba vital. Con el tiempo el DNT fue mediando en algunas disputas laborales o aconsejando al Poder Ejecutivo cuando se disponía a hacerlo. Yrigoyen acostumbró entablar diálogos directos con los sectores menos radicalizados del movimiento obrero y en ocasiones terció a su favor. Durante la década de 1930 se reforzó la función mediadora del Estado, mientras que su acción represiva se hizo más brutal, pero también más selectiva. El DNT, por ejemplo, fue receptivo entonces de las demandas traídas por sindicatos moderados, pero se negó a recibir las de los que estaban en manos de anarquistas o comunistas. Algunas de las primeras “políticas sociales” datan de esos años. Manuel Fresco, gobernador conservador de la Provincia de Buenos Aires, de ideas filofascistas, intervino desde 1936 activamente para regular el mercado de trabajo, extender medidas de asistencia y “organizar” los reclamos sindicales de modo de canalizarlos de modo pacífico y aislar a las corrientes revolucionarias. El Departamento bonaerense del trabajo engrosó sus fondos y multiplicó su personal y sus formas de intervención, transformándose en un verdadero tribunal para resolver disputas laborales (en general a favor de los obreros). Al mismo tiempo otras provincias como Córdoba –gobernada por el radical Amadeo Sabattini– y Santa Fe –en manos de los demócrataprogresistas– desarrollaron políticas similares. Se fue abriendo así camino una nueva concepción del Estado ya no sólo como árbitro “neutral” entre patrones y trabajadores, sino como garante de la dignidad y el bienestar de los segundos. Iniciado así en algunas provincias, este nuevo principio recién sería retomado por el Estado nacional en la década siguiente.
El Estado también utilizó la educación pública como medio para la penetración ideológica de las clases subalternas. La escuela desempeñó en estos años un papel central en inculcar en los niños los valores de la élite. Además de los conocimientos indispensables para la vida, se les enseñaba a ser respetuosos de la autoridad, a aceptar el lugar que les había tocado en la sociedad, a dedicarse al trabajo en pos de su propio bienestar, a comportarse “decentemente”, a apreciar los logros de la “civilización” europea y a despreciar todo lo que se relacionara con la “barbarie” local y con la herencia india y mestiza. Pero además se transmitían mensajes más explícitamente políticos. Los manuales de la materia Moral Cívica y Política y otras similares que se dictaban a principios del siglo XX, por ejemplo, estaban llenos de advertencias contra el anarquismo y el socialismo, tanto como de loas al individualismo, la propiedad privada y el liberalismo. Para contrarrestar los intensos lazos de solidaridad internacionalista que se venían desarrollando entre las clases populares, desde 1910 la escuela también fue canal de una renovada campaña nacionalista que buscó despertar sentimientos patrióticos entre los estudiantes. Como los mismos promotores de la campaña reconocían, el objetivo era debilitar los ideales izquierdistas, tratando de que aparecieran como ideas “extranjeras” que nada tenían que ver con la “argentinidad”. Los valores e ideas que se enseñaba a los conscriptos durante el Servicio Militar iban en el mismo sentido.
Existieron también otras instituciones que colaboraron con el Estado en la difusión de estos mensajes. La Iglesia católica sostuvo una actividad constante. Respondiendo al llamado del Vaticano, que había lanzado su propia “doctrina social”, en 1892 los católicos argentinos fundaron un Círculo de Obreros Católicos, la primera de una larga serie de iniciativas para organizar a los trabajadores en contra de “la funesta propaganda del socialismo y de la impiedad”. En las décadas siguientes desarrollaron una actividad febril: fundaron sindicatos católicos y asociaciones de empleadas, publicaron diarios y revistas de gran circulación y dictaron cursos y conferencias por doquier. A través de todos estos canales transmitían ideas contrarias al izquierdismo y la lucha de clases. Aunque la influencia que llegaron a tener entre los trabajadores nunca llegó a estar cerca de la que adquirió el movimiento obrero, no dejaron por ello de alcanzar cierto predicamento.
Fragmento del libro Historia de las clases populares en la Argentina: desde 1880 hasta 2003, Buenos Aires, Sudamericana, 2012.