Por Lucía González Landaburu y Romina Fernández
En los últimos dos meses, tres adolescentes se sumaron a la lista de jóvenes que mueren en centros de privación de libertad, consecuencia de la negligencia y desidia institucional.
Son escasas y hasta a veces ficticias las posibilidades de construir algo desde el encierro. Tendrán mayor suerte aquellos que al momento de salir tengan una casa donde alojarse, un otro que les dé una mano, la posibilidad real y concreta de elegir. La mayoría, vuelve al mismo escenario que lo empujo a las rejas. A la ineficacia del encierro como la fórmula para “rescatar” a los pibes, se le suma las condiciones indignas en las cuales los jóvenes transitan la privación de libertad.
Los tres Centros de Régimen Cerrado (CRC) y las tres Residencias Socioeducativas que se encuentran dentro de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires dependen de la Secretaría Nacional de Niñez Adolescencia y Familia, y en la actualidad alojan a alrededor de cien jóvenes de ambos sexos de entre 16 y 21 años.
A pesar de que en marzo del corriente año el Sistema de Control Judicial de Unidades Carcelarias realizara una inspección e instara a modificar las normas básicas de seguridad y formas de alojamiento del CRC “Manuel Rocca” (donde se encuentran alojados aproximadamente cuarenta adolescentes de entre 16 y 17 años), durante la noche del 24 de julio, mientras se producía un corte de luz en la zona, volvió a ocurrir otra tragedia anunciada: uno de los sectores del Centro (que no cuenta con grupo electrógeno ni colchones ignífugos), se prendió fuego por segunda vez en la semana teniendo como consecuencia la muerte de Lucas, uno de los adolescentes allí alojados, dejando a otro joven en gravísimo estado y a dos de los cinco empleados de seguridad –que permanecían en la institución cumpliendo guardias de 48 horas–, internados.
Como antecedente más cercano, a fines de 2014, ocurría algo similar en el CRC “Dr. Luis Agote” (actualmente cerrado), donde fallecía Diego de 17 años, que se encontraba alojado en una celda de aislamiento.
En estos últimos meses, a la muerte de Lucas se suma la de un joven de 17 años el pasado 16 de junio en el Instituto Almafuerte, ubicado en La Plata, y la de otro de 16 en el Instituto Pablo Nogués, de Malvinas Argentinas. En ambos casos se habla de suicidio, pero a pesar de las diferencias con lo ocurrido en el “Rocca” coincide la negligencia institucional y el poco cuidado para con los jóvenes.
Desde hacía varios meses Lucas, se encontraba cumpliendo una medida penal en el “Rocca”. ¿Por qué? Podríamos mentirnos alegando “hurtos”, “tentativas de robo” o “robos”, pero aquellas carátulas no son las causas del encierro, sino las consecuencias que derivan en encierro. Tenía 17 años y unos ojazos inolvidables, era de esos pibes que cuando lo mirabas aparecía el sentimiento de rabia, porque uno sabía que se iba a morir pateando las calles de Pompeya y Parque Patricios, consumiendo, con frío, con hambre, sin sueño. Paradójicamente sus pulmones ya poco sanos se llenaron del humo tóxico que salió el colchón al prenderse fuego.
Así como las historias tristes de los niños ricos se cuentan en los diarios, las historias tristes de los pibes pobres, como la de Lucas, se cuentan en los legajos. Cada legajo tiene un número, ¿por cuestiones organizativas?, es probable, aunque en contexto el legajo tiene olor a número-masa, a diario íntimo legal, a des-subjetivación. En el legajo de Lucas, pueden leerse cantidades de informes en donde constan la necesidad de un tratamiento que lo aleje del consumo problemático, la urgencia de encontrar un lugar donde se le permita armar algo diferente. Lo que el legajo no dice, es que aunque muchos de los trabajadores estén convencidos de que ese lugar es dentro del sistema de protección de derechos, éste no contiene la vulneración de los pibes y sus familias.
Ni la Secretaría Nacional de Niñez Adolescencia y Familia, ni el Consejo de Derechos de niños, niñas y adolescentes del Gobierno de la Ciudad de Buenos Aires otorgan los recursos y programas necesarios para restituir los derechos vulnerados de gran parte de los jóvenes. Con este escenario, sumado a la precarización laboral de los trabajadores de niñez, todo intento por darle a los jóvenes una alternativa de vida diferente se vuelve una tarea difícil.
La deducción a este acertijo matemático es bastante simple, la suma entre la desidia social y la desidia del sistema de protección de derechos concluye en más desidia, esta vez en manos del sistema penal que contiene por obligación todo aquello que nadie quiso contener, la reja sujeta y envuelve de un “sin-tiempo” a los pibes y sus historias que flotan aletargadas entre paredes húmedas y frías.
Mientras tanto, en el mundo paralelo de los tribunales, un par de jueces, secretarios y profesionales, con la absoluta convicción de que ante el desamparo el encierro salva vidas, condenan a los jóvenes a permanecer en los Centros con la seguridad de que este es el camino más corto e innegable para garantizar el acceso a sus derechos. Así se los escucha orgullosos decir que “están más gorditos”, y “se los ve mejor”, que en la calle “se va a morir en cualquier momento”, pero encerrados… encerrados también.
Aun con una ley discursivamente acertada como es la 26.061, el Régimen penal de minoridad vigente (decreto ley 22.278, promulgada en la última dictadura) desprotege los derechos de los pibes cuando caen en la esfera penal, de ahí la necesidad de una ley de responsabilidad penal juvenil que no prive de liberad con la excusa de proteger, que promueva alternativas al encierro y que procure condiciones dignas de alojamiento para los jóvenes.
Nuestros pibes se mueren en sus barrios, en la calle, víctimas de una bala policial, o en una pelea por berretines con el de la otra cuadra. Mueren consumidos de tanto paco, o porque en ese estado los agarra un auto cruzando avenidas como si fueran invisibles. Pero también mueren cuando las instituciones arden, cuando la indolencia acosa y cuando el encierro aloja lo que el sistema de (des)protección de derechos se niega a tomar.