Por Damián Huergo*. El viejo oficio del librero y la actual precarización laboral. La escritura y la vida cotidiana. Un relato del libro Ida, recientemente publicado por la editorial Parque Moebius, especial para Marcha.
Durante diecinueve meses trabajé en negro en una librería ubicada en el by pass del corazón de Buenos Aires: las Cañitas. Tardé dos meses, nueve telegramas, tres cartas documento y dos reuniones de conciliación para desvincularme. Cobré algo de plata. Poco. No todo lo que dijeron en el sindicato que me correspondía. Ahora trabajo en otra librería, en el Boulevard Shopping de Adrogué. Mejor dicho, hasta el 28 de febrero trabajé en otra librería, legalmente no trabajo más. El 1 de marzo se venció el contrato temporal. Sin embargo, cuando me precisan voy y trabajo. En negro, como tantos que necesitan plata.
Ayer entraron a la librería cuatro hombres vestidos con traje negro y camisa blanca. Todos llevaban una carpeta número cinco bajo el brazo como si fuese una prótesis de cartón. En el ángulo inferior de cada carpeta había un adhesivo blanco con la sigla de la Administración Federal de Ingresos Públicos, AFIP, en celeste. Graciela, la encargada de la librería, tembló. El cenicero de metal que tenía en la mano se cayó al suelo: en el piso flotante sonó como si fuese un platillo de batería. Cuando se detuvo, el hombre de negro de cejas tupidas y pelo gris estiró la mano para saludar. Sonrió. Y con la mueca de la boca pareció decir “de acá me llevo alguno”.
Ya estoy con ustedes, dijo Graciela camino al depósito de cuatro por dos que hay detrás del mostrador. Los cuatro hombres de negro abrieron las carpetas como si estuviesen desenfundando sus armas. Quisieron apoyarlas en el mostrador de madera, pero no tenían espacio. Había cuatro torres de libros de diferentes alturas que lo ocupaban por completo. A la mañana había abierto una caja con las novedades de marzo de Tusquets. Las había apilado para ingresarlas en el sistema. El mostrador parecía una trinchera. Entre los hombres de negro y yo había un montón de libros.
Emiliano, gritó Graciela desde el depósito. Emiliano, repitió.
Te habla a vos, me susurró Natalia sentada en el taburete de al lado.
Me bajé del taburete y apoyé la poesía reunida de Diana Bellessi que estaba hojeando, sobre la torre más chica para que no haya derrumbes. Graciela, desde la penumbra del depósito, me hizo señas con las manos. Me marcó un libro de tapa verde arriba del dispenser. Después salió a paso lento, con la carpeta de legajos de los empleados en una mano y con la escoba en la otra.
Adentro del libro de tapa verde estaban anotados en un papel los datos de Emiliano Martín. Intenté memorizarme su DNI, domicilio, fecha de ingreso y salario. Por si fallaba la memoria me anoté el DNI en la palma de la mano, como si fuese un machete para un examen de química de la secundaria. Tomé un vaso de agua fría y salí. Cuando me asomé al salón, el hombre de negro de pelo rubio me llamó con la mano. Estaba sentado en el medio de la librería. En la mesa que habíamos armado con Emiliano para que los clientes se sentaran a leer.
Donde vivís Emiliano, me preguntó.
Cómo, le dije para ganar tiempo.
Tu dirección.
Ah, sí, la de mi casa, le dije. Lafinfur 5224.
Lafinur querrás decir, me dijo haciendo la misma mueca en los labios que practicaba el canoso.
Sí, Lafinur, 5224. En Remedios de Escalada.
Tu DNI, me preguntó.
Levanté la mano por reflejo, pero no la abrí. Supuse que la traspiración habría borrado los números. Además los recordaba. Se los dije sin errores. Mientras anotaba, pensaba que había alcanzado la máxima de Rimbaud: yo soy otro, yo soy otro, yo soy otro. Lo repetía una voz dentro de mí como si fuese la melodía de una cajita musical.
Estuve un rato más contestando preguntas, hasta que sonó el teléfono.
Era el hombre de seguridad de la entrada del shoping.
Abajo está Libro Express, dijo Natalia.
Emi, bajá con la carpeta de las devoluciones, me dijo Graciela, mientras juntaba con la escoba las cenizas desparramadas por el piso flotante.
Bajé por la escalera mecánica. El primer piso del shopping parecía un hormiguero después de un pisotón. Las vendedoras corrían de los locales al baño, los pibes de limpieza se metían en los cuartos vacíos, y otros tantos NN entraban atropellados a las salas de cine que estaban liberadas por orden del gerente. Todos escapaban de los hombres de negro.
Cuando vuelvo de recibir las cajas de Sudamericana me metí en el baño. De cada individual salía un espiral de humo. Ocupado, hay gente, decían del otro lado de la puerta cuando golpeaba con los nudillos. Me lavé la cara en el lavatorio y volví a la librería.
Los hombres de negro seguían ahí. El rubio leía la contratapa de Conversación en La Catedral. El canoso pasaba las páginas del Guinnes World records. Ambos apoyaron en el mostrador sus respectivos libros cuando me vieron entrar.
Emi firmá acá, me dijo Graciela alcanzándome un papel. Lo apoyé en el taburete y dibujé una E envuelta en un rulo, como recordaba que era la firma de Emiliano. El canoso le dio el mismo papel al rubio.
Firmá, le dijo. El rubio firmó donde la línea lo indicaba. Había poco espacio. Los caracteres quedaron encimados y retorcidos.
Firmá debajo de la línea, le dijo el hombre de negro teñido de castaño oscuro que no había hablado desde que llegaron. Sos inspector, agregó con una sonrisa a la que sólo le faltaba un diente de oro.
Saludaron y se fueron por donde entraron, hablando bajito entre ellos.
No hicieron dos metros que el rubio dio media vuelta y volvió a entrar a la librería. Graciela miró para el piso como si estuviese esperando el tiro de gracia. Él se acercó al mostrador y agarró el libro de Vargas Llosa. Cuánto está, preguntó.
55 pesos, le dije.
Lo leíste, preguntó mientras me alcanzaba la plata.
Hace mucho. Te va a gustar.
Claro, acá se la pasan leyendo, me dijo a la par que contaba el vuelto que había apoyado en el mostrador. Yo leo mucho, continuó. Y escribo también.
Qué bueno, le dije cuando dejó la mirada en el aire como si me estuviese alcanzando la posta de la charla.
Escribía, mejor dicho. Viste cómo es la vida. Con este laburo se hace difícil. Demanda mucho tiempo.
Me imagino.
Vos tenés suerte, me dijo. Siempre quise trabajar en una librería. Acá sí que la pasan bien.
Ni te imaginas, le dije, y le di la factura.
Cuando salió sonó la alarma de la puerta. El rubio abrió los ojos como si lo hubiese interpelado una cuadrilla antiterrorista.
No importa, le dije. Me olvidé de desmagnetizar la alarma.
Si querés revisa, me dijo mostrando el maletín. No tengo nada.
Ya sé, le dije. Andá tranquilo.
Desenchufé la alarma y fui a preparar unos mates. Graciela seguía temblando como después de un accidente. Yo me serví el primer amargo y seguí con los libros de Tusquets. Las novedades de Sudamericana las dejo para mañana, pensé. En la planilla colgada en la puerta del depósito figura que trabajo hasta el jueves de la otra semana. El día que Emiliano vuelve de sus vacaciones.
* Damián Huergo nació en Longchamps en 1983. Es escritor y sociólogo. Publicó
ficción y crítica cultural en diferentes medios. Trabaja como docente.