Por Simon Klemperer. Aprovechando las semifinales de la Champion, hacemos memoria y recorremos tierras ibéricas pobladas de sudamericanos. El cielo es para los creyentes y los poderosos. Los humildes y los herejes nos quedaremos siempre, felizmente, a medio camino.
En el año 2004, cuando mi viejo y yo éramos ya antiguos seguidores de aquel equipo valenciano, sucedió el milagro. Tal vez milagro sea una palabra muy pequeñita para explicar lo que sucedió, pero sucedió. El Villarreal fichó a Juan Román Riquelme. El silencio cuando nos enteramos duró varios días. Era imposible que el mejor jugador de todos los tiempos y de todos los planetas estuviera por ir a jugar al equipo de juguete que nosotros habíamos adoptado en un momento de aburrimiento dominical. Era realmente imposible. Como si tocaran la puerta de casa y al abrirla estuviera Zinedine Zidane en persona, invitándonos a la plaza a jugar a la pelota.
El destino estaba con nosotros, sin duda. A partir de ahí comenzamos a prender la tele todos los fines de semana, infaltablemente y éramos, claramente, los únicos dos habitantes de Madrid que veían los partidos de ese equipo. Alguna vez en algún bar, minutos antes que empezara un partido, cañas y tapas dispuestas en la mesa, el camarero cambió el canal para ver toros. Si señores, toros. To-ros. El gallego, tosco, inmutable ante nuestras suplicas, nos obligó a salir corriendo a buscar otro bar y pues nada joder, que me cago en la leche y en la puta ostia.
Y recuerdo una peor. La acabo de recordar hace pocos segundos. Creo que esa noche no solo fue dramática sino que, casi sin duda, fue traumática. Quedó clavada como una daga en el centro del corazón. Al menos de ese lado futbolero del corazón, ese que ocupa un poco más de, digamos, tres cuartas partes.
Fue una noche de domingo con mi queridísimo amigo Daniel Prieto, tremendo ejemplar de ciudadano madrileño con las ces, las eses y las zetas bien marcadas. Uno de esos que no dicen les dije sino os dije, que no dicen esuchenme sino escuchadme y no dicen prepárense sino preparaos. Alto ejemplar de un castellano que te habla de cualquier cosa, pero de cualquiera eh, y uno siempre siente que está conversando con el Mio Cid, o con el Lazarillo de Torres. De otra galaxia nuestro antihéroe Daniel. La cosa es que el castellano en cuestión, nos invitó a un grupo de amigos y amigas a pasar un fin de semana en un pueblo donde él y su familia tienen una casa. El pueblo se llama Palenzuela y la casa es una casa de la gran puta. Al pueblo se entra por un puente que cruza un arco, puente con rio abajo y arco de más de mil años. Palenzuela es desde la ruta un pueblito miniatura en medio de la nada, rodeado de árboles color verde clarito, con troncos, ramitas, montañas y tierra por todas partes. Ilustración de cuento de libro antiguo, ahí cerquita, justo a la vuelta del Oráculo de Delfos. Cuestión que pasamos dos días ahí, todos felices y contentos, comiendo carne y jugando al pin pon, con el lazarillo y las condesas.
El lunes por la mañana, volvíamos a Madrid y el domingo en la noche, a la hora de la cena, jugaban en el estadio José Luis Calderón, el Atlético de Madrid y el Villarreal. Para mí eran simplemente inmejorables las condiciones. Solo podía ser feliz. Amigos, comida, vino y una tele con ese zarpado doparti. El partido empezó, las cañas con espuma de capuchino corrieron por la mesa, el balón corrió por el campo de juego y ahí estaba Juan Román Riquelme, el único diez, de amarillo y con temple a cuestas, jugando a la pelota. Estaba Román, prendidísimo, conectado con todo lo que sucedía a su alrededor. Los ojos bien abiertos controlándolo todo. Nada de lo ahí pasaba era ajeno a sus designios. Román esa noche, no cabía duda, iba a hacer destrozos. Cuando habían pasado 6 minutos de partido y parecía que los ejércitos se estaban conociendo, observando, tanteando, y se veía venir una batalla épica, apareció el camarero de turno, el habitante de Palenzuela que en ese momento trabajaba, azarosamente o no, en ese lugar, y cambió el canal. No entendí que sucedió, y lo sigo sin entender. El dueño del control remoto prefirió, nuevamente, para mi apatía e incredulidad eterna en cualquier cosa, poner una corrida de toros. Toros. To-ros. Lo que no mata endurece, dijo Nietzsche en alemán, y tenía razón.
Así las cosas. En España a nadie le interesaba la existencia de ese tal Román. La estética de su juego, su elegancia, su belleza e inteligencia no le llamaba la atención a nadie. Éramos unos pobres sudacas incomprendidos. Román, mi papá, y yo.
Jugó unos cuantos meses hasta que sucedió la segunda tanda de milagros. Al Villarreal llegaron, provenientes de la lámpara mágica de Aladino de Klemperer, el entrenador Manuel Pellegrini, Juan Pablo Sorín y Diego Forlán. El que tenga un mínimo de amor por el fútbol y sea tan copado de ponerse en mi lugar en aquel momento, se dará cuenta de lo que estoy hablando. Mi equipito de juguete se había convertido en una cosa muy seria. El pueblito valenciano se estaba por convertir en la tierra de uno de los mejores equipos del mundo. Y mi viejo y yo, de dos Galileos Galileis cualquiera, dos locos susceptibles de inquisición, a un par de visionarios, socios originarios de las futuras victorias. Se avecinaba lo imposible. Era como haberse embarcado en la Niña, la Pinta o la Santa María cuando no eran más que árboles talados.
Villarreal es una ciudad que más que ciudad es un pueblo. Un pueblo de Castellón en la comunidad valenciana donde hablan un idioma llamado valenciano. Algo normal en un país como España que, según dicen, no existe (en el mejor de los casos existiría el Estado Español), y donde en todos lados hablan otro idioma, porque, según dicen, en cada lugar hay una nación diferente. A los habitantes de la península ibérica les encantan las naciones. Son radicalmente críticos con la nación española, con la nación que quiere unificarlo todo bajo un mismo idioma y una misma cruz, pero fanáticos de todas las naciones alternativas. Como odiar McDonald´s pero comer hamburguesas toda la vida. Algo así.
Villarreal es, entonces, una pequeña ciudad que tiene muchas naranjas y una fábrica de azulejos. Tiene 50000 habitantes y en su estadio, el Madrigal, caben 25000. Durante los años del milagro futbolero, el estadio estuvo siempre lleno, absolutamente siempre. Los sábados y los miércoles, la mitad de la población estaba adentro y otra la mitad, afuera. Nunca supe si a esa mitad que estaba adentro le gustaba mucho el fútbol o es que afuera no había nada que hacer y todos querían ir a la cancha para no embolarse tanto. Me inclino más por segunda.
En el año 2005, el submarino amarillo, como feamente le decían al milagro de la lámpara de Klemperer, quedó tercero en un campeonato donde quedar tercero es como ser campeón, porque los primeros dos lugares son del Barcelona y el Real Madrid. En aquel entonces, el equipo merengue-galáctico-fascista-empresarial, con sus Roberto Carlos, sus Raúles, sus Beckhams, sus Ronaldos y sus Zidanes, comenzaba a dar paso a ese equipo que poco después sería, por ejemplo, el mejor equipo de la historia. El futuro esperaba su turno en la Masía mientras Rijkaard forjaba el diamante que después puliría Pep. Messi ya observaba a Ronaldiño y Xavi e Iniesta aprendían de un tal Deco. Eto´o ya era el mejor 9 del mundo y “corría –según decía él mismo- como un negro para vivir con un blanco”.
El Villarreal pasó de la nada misma al todo en un ratito. El año que salió tercero fue a jugar la Champion y la magia sudamericana recorrió la Europa entera humillando, desde la humildad y el buen toque de balón, al gigante que fuera. No había prepotencia que pudiera con su humildad. Un equipo chico ganando en la cancha de un gigante es placer de otro planeta. Como ver el mar por primera vez. Los hinchas de equipos grandes nunca, pero nunca, sabrán lo que es la felicidad. El triunfo de un pequeño es una hazaña, el de un grande, una obligación. El pequeño mantiene siempre intacta su capacidad de sorpresa, el grande solo atesora prepotencia ante el futuro. La vida de los grandes es la insoportable levedad del ser, la de los chicos, una montaña rusa. Y faltaba lo mejor. El carrito embalado en la montaña no para de subir, y no pensaba bajar.