Por Simon Klemperer. Ya con Román, Sorín, Forlán y Pellegrini en el equipo, llegaron, sin frotar la lampara ni nada, Guille Franco, Lucho Figueroa, los Fabricios, Fuentes y Coloccini, Gonzalo Rodríguez, el joven Cazorla, Belletti, y el brasilero, numero 5 de la España campeona del mundo, Marcos Senna. Un equipo imparable. Un lujo. Una belleza, una joya, nunca taxi.
Lo de Franco y Figueroa merece mención especial por la alta y mutua incapacidad de embocarle al arco. ¡Cuánta dificultad mama mia, pero cuánto esfuerzo, dios santo! Los dos argentinos eran jugadores de recambio, entraban sin falta, uno o el otro, en el minuto 70 de cada uno de los partidos. No recuerdo que hayan entrado los dos juntos y no creo que Pellegrini haya sido capaz de semejante descriterio. Un ingeniero como el no se equivoca casi nunca, o al menos nunca tanto. Pellegrini es un genio porque en la universidad de barrio alto de Santiago de Chile donde se formó, siempre se le dió muy bien el equilibrio costo/beneficio. Fichaba, y así lo ha hecho en todos sus equipos, dos jugadores muy caros que hicieran de pilares, y una bocha de jugadores baratos funcionales al sistema. Baratos por jóvenes o por viejos. Por estar madurando o por estar de vuelta, y así, el equilibrio entre lo caro y lo barato siempre le dio un resultado increíble. De ahí su capacidad por hacer grandes a equipos chicos. Cuestión que en el minuto 70 el ingeniero siempre metiera a los más baratitos y sufríeramos todos los espectadores domingo tras domingo la crónica anunciada del gol errado. En España no sabíamos si Figueroa era malo porque estaba madurando o porque estaba de vuelta, no sabíamos si estaba más allá o más acá. Fue siempre una duda, un enigma y un dolor de huevos. De Guille Franco supimos siempre, desde el primer minutó, que era un esforzado, simplemente un esforzado atómico y lo quisimos por eso, obvio, sin expectativa alguna. El Guille se esforzó tanto que lo hicieron mexicano. Increíble que haya sido seleccionado de un país de más de 100 millones de habitantes, pero cierto. Así la cosa, nos vamos de la rutina castellonense y volvemos a los periplos europeos.
Empezó el tour sudaca por la moderna Europa y el Villarreal le ganó al Everton, al Lille, al Benfica, y le empató al Manchester United del Rolando el rompe-espejos. Pasó primero a los octavos de final. El sueño de juguete se hacía leyenda. El grandísimo Román pasaba del amor vernácula a las ligas mayores. En octavos superaban al Ranger de Glasgow y en cuartos le tocaba el Inter de Milán de Figo, Materazzi, Zanetti, Cambiasso y Verón. En ese momento, de solo imaginar, temblaban las piernas. Daba miedo soñar. Parecía mejor opción irse a casa, retirarse, rendirse y quedarse con el logro conseguido, pero no, claro que no, Román era el mejor jugador del mundo, Forlán el goleador de Europa, Sorín, la maquinita de la alegría. Y el “vasco”, el “vasco” era el “vasco”.
En el partido de ida el Inter ganó dos a uno, y en la vuelta Román hizo bailar al catenaccio, les dio vueltas para toda su vida, les regaló un mareo eterno, y en el segundo tiempo, con once ratones defendiendo, todos colgados del palo, centro al área del Último Diez y gol de cabeza, de pedo, del vasco Arruabarrena. Casi todos los afortunados del mundo tienen un mejor momento en su vida. Con el vasco nunca hablé, pero debe ser ese. El Inter de Milán a su casa y el Villarreal a semifinales. Hermosa noche y un pedo inolvidable.
A partir de ahí solo quedaba una opción, se campeones de Europa. Tocaba el Arsenal de Henry. El Último Diez de la historia era un gigante. Era un Román sin gestos de tristeza, con cara de nada, como siempre, pero sin lamentos. Todavía era un hombre con la cabeza fría pero nunca el pecho. Decían los comentaristas españoles que había nacido en un iglú. Un jugador que no se caía nunca al suelo, que se defendía con sus brazos ante cualquier asedio, ante cualquier multitud. Las fieras colgaban de sus ropas, agarrados con uñas y dientes y salían despedidas por el aire. Era un Román al que tenían que cagar a patadas para que pidiera falta, pero que nunca caía al suelo. Era el mejor Riquelme de la historia y llegaban días cruciales.
En Londres el partido de ida lo perdimos uno a cero y en la vuelta, el partido iba empatado sin goles hasta el minuto 88. Más arafue que atroden. Quedaban dos minutos de partido y el sueño estaba terminado. El Villarreal atacaba sin parar, no había hecho gol de milagro y en el 88 cae José Mari en el área y el arbitro cobra penal. Si lo metían había tiempo extra y como estaba la cosa, pasaban a la final contra el Barcelona. Y aquí volvemos al principio.
Cuando el arbitro cobró penal, Bodegas Rivas estaba hasta las bolas. Todos hinchaban por el Villarreal y sabían que ahí había un solo hincha originario y susceptible de ser el ser más feliz de la ciudad, y ese era yo. A esa altura mi viejo ya había vuelto a su país y lo miraba por tevé. Cuando el arbitro cobró el penal fue estruendoso el festejo. Yo hice silencio, bajé la cabeza y salí del bar. No me gusta la gente que festeja el cobro de los penales como goles. No se festeja un embarazo como un nacimiento. No se escupe al cielo. Lo recuerdo como si fuera hoy. Salí temblando y me senté en la vereda de enfrente mirando hacia el bar, esperando que un grito inolvidable saliera por las ventanas y a seguir soñando, o mejor, viviendo el sueño.
El silencio previo al cobro del penal fue el mismo silencio previo a todos los penales importantes. Total y absoluto. Pasaron en par de eternos minutos donde el silencio rompía los tímpanos. Yo seguía sentado ahí, ya no miraba las ventanas, miraba el suelo. Perdí la noción de tiempo y el espacio. Los minutos previos se alargaron en exceso. Algo pasaba. Algo demoraba el tiro de Román. Pensé que tal vez el tiempo había dejado de pasar, para siempre, o que tal vez se movía lento, como Román con la pelota, cuando parece lento y no lo les. Como Román, que parece que no se mueve pero se mueve bocha. Pasé mucho tiempo en esa posición hasta que, minutos después, algo así como dos mil millones de minutos después, internado en el mismo silencio, me di cuenta lo que había pasado. El silencio me gritaba una verdad que yo no quería aceptar. Pero la acepté. El dolor fue total. Me levanté y entré al bar para confirmar la catástrofe. Todos ahí adentro, deformados de tristeza y decepción, miraban hacia la puerta esperando la entrada del único hincha originario del equipo que acaba de perder.
La vida nunca fue igual. Ni la del pueblo, ni la mía, ni la de Román. La cara de nada con gestos de todo, el hombre humilde, sensato y poderoso, nunca más sería el mismo. No se sacó, nunca más, la decepción. Entre el todo y la nada: un penal y las manos de un arquero. Un arquero innombrable. Termino de escribir esta nota, mi vida pasa ante mis ojos y me doy cuenta que es verdad, no hay mal que dure cien años, pero si dolor que dure toda la vida.