El cronista rememora esa plaza del 10 de diciembre que puso fin a 4 años de uno de los peores gobiernos desde el retorno de la democracia. Memoria de un grito de desahogo: Somos Multitud.
Por Matías Calvo Crende | Foto de Nadia Petrizzo
Son ya 25 los días de aislamiento social, preventivo y obligatorio: tengo ganas de pisarla y encarar. ¿Para dónde? Para la Plaza. No cualquiera, sino la Plaza de Mayo, esa que es una mezcla rara de diamantes con basura, caja de resonancia de las grandes manifestaciones populares, escenario histórico de un cielo de oscuros aviones y punto de encuentro de los días más felices. Y, ajustando el reloj, quiero ser más específico en mi deseo: quiero volver a la plaza del 10 de diciembre de 2019. Y a su vez, sostener que para comprender esa fecha es condición de posibilidad entender los 4 años anteriores.
Cuatro años de trabajo y militancia en una universidad pública del conurbano (hermosa categoría de análisis, pero más hermoso proyecto político). Cuatro años previos que fueron fratricidas. Sin un mango para la educación, todos somos hijos de la necesidad. Y la peor necesidad es establecer prioridades en un contexto de restricción presupuestaria: toda nuestra miseria peleando por la misma moneda. Una leonera. Estudiantes peleando por el boleto y más becas. Docentes peleando por financiamiento para proyectos. No docentes pidiendo bonos de fin de año. En la calle, sosteníamos la misma bandera pero adentro de la universidad la prioridad había que hacerla y, en fin (en clave dantesca y jaurethecheana), estuvimos como los perros en los mataderos: peleándonos por las achuras mientras el abastecedor se llevaba la vaca. Un infierno. Pero el día después del infierno llegó: se llamó 10 de diciembre de 2019.
Ese día todo cambió. Tenía las mismas ganas, deseos, esperanzas que tengo ahora. (Créame: nunca hubo un escolar naranja tan bello en la historia de la condición humana como ese día).
¿Deseos de qué? Deseo de subir al crazy bus. Movilizar. Marchar. Oíd el ruido de rotas cadenas: bombos, redoblantes, arengas, manotazos al techo y trompetas que a todo ritmo nos apuran a limar los últimos detalles para partir del corazón de Polvorines a la fiesta popular más esperada durante mucho tiempo.
Subir a ese bondi y saber lo que viene: entregarme en cuerpo y alma. Mirar para el fondo, para los costados, para adelante, para todos lados y advertirlo: está lleno de alegría popular. Esa sin la cual nada grande puede construirse. Sonrisas que nos costó horrores encontrar durante cuatro años. Disfrutar ese paisaje como un niño en Disney World. Arrancar. Y grité: “¡EEEEEAAAAA!” Bailar. Murguear. Tirarte un paso. Agradecer al compañero que con una sonrisa te ayuda a ponerte de pie porque te caíste encima de él.
Salimos.
Disfrutar el bocinazo de bondi a bondi. Salir por la ventana en los semáforos y recibir con una sonrisa de oreja a orejas el amor, las rosas y los dedos en V que te tiran las viejas y las puteadas del medio pelo. Responder con besos y alegría en todos los casos. Parar a comprar alguna bebida, pues, es una fiesta larga. Beber de un tetra la bebida de los pueblos fuertes, el vino de los dioses del Gran Buenos Aires. Beber fernet de una canoa de Coca Cola hasta sentirme más cordobés que la Mona. Beber, siempre, beber. (También leer, siempre leer, porque la oligarquía nos quiere ignorantes de nuestra dignidad y derechos). Llegar a la Plaza. Disfrutar sus olores. Sus humos. Bajar las banderas. Armarlas. Marchar. ¿Dije bajar las banderas? ¡No! ¡Nunca se bajan! Desarmarlas y volverlas a armar. Empezar la peregrinación hacia nuestra misa con la mística argentina que nos nutre de vida: militante, futbolera, ricotera. Arengar. Marchar. Detenerse. Volver a marchar. Detenerse. Cantar. Mirar a los ojos a tus compañeros. Cantar mirándose a los ojos: disfrutar esa montaña rusa de emociones. Sacar lo que se puede afuera para que adentro crezcan cosas nuevas. Vencer las roscas. Las miserias. Los errores. Los propios. Los ajenos. La desesperación. La angustia. El orgullo del ego. En un mismo acto simbólico decir sin decir al compañero estudiante, docente y no docente: perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden. Líbranos del mal. Abrazarte. Gritar hasta la afonía que no nos han vencido. Volver a abrazarte.
Así que las ganas de pisarla y encarar son un deseo colectivo.
Recuerde: la peor enfermedad se llama desesperanza.
Venceremos. Seguiremos marchando.
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Recordar la multitud en tiempos de aislamiento