Por Mariana Komiseroff. Marcha fue a ver la última puesta del emblemático director teatral Agustín Alezzo y acá te lo cuenta.
Harold Pinter, fue un autor inglés merecedor del premio Nobel de literatura en el año 2005. Mi primer acercamiento a su dramaturgia fue hace unos años cuando mi maestra de escritura, Claudia Piñeiro, me recomendó The lover (1962). Obra traducida al castellano como El amante. En la traducción se pierde la ambigüedad de género propuesta por Pinter en ese título, que toma valor y se resignifica con la trama. Éste para mí fue el comienzo de un camino de ida en la lectura de este autor. Sus obras cortas, de atmósferas incómodas y extrañas interpelan al lector, lo obliga a tomar partido, como si te preguntara ¿desde qué lugar te vas a parar a leer esto? Elijas lo que elijas, todos los lugares, todos, son incómodos y dejan preguntas sin responder.
Agustín Alezzo, uno de los primeros en incorporar procedimientos stanislavkianos a la enseñanza de teatro en la argentina, es director y maestro de actores. Con más de medio siglo de actividad teatral es un intelectual muy interesado por el texto en el teatro. En esta oportunidad elije poner en escena El cuidador (1959), del antes mencionado dramaturgo. Una obra maestra cargada de humor amenazante típico del teatro inglés tragicómico de los cincuenta, que indaga en una de las relaciones más íntimas como es la de los hermanos y la relación de ellos con un extraño.
Alezzo profundiza en la situación perturbadora propuesta por el texto eligiendo una escenografía (a cargo de Marcelo Salvioli) en colores ocres que da cuenta de un lugar abandonado y sucio. Podés pensar que habla de la imposibilidad de sacarse de encima los objetos, del afán de acumulación sin motivo concreto que incomoda al mismo David, personaje del indigente interpretado por José María Lopez, y contrasta con el vestuario impecable de Aston, Santiago Camaño, el dueño del lugar que lo llevó a dormir ahí. Un vínculo absurdo entre los objetos y los personajes. Sin embargo fácilmente reconocible en escenas propias de tu vida cotidiana.
Lo que inquieta es el punto de vista, como espectador sabés lo mismo que David, un trepador con matices racistas que aprovecha la situación para exigir beneficios que no le corresponden. Ingresás a esa habitación y observás las conductas de los hermanos: la relación entre ellos te resulta inaccesible, una bomba a punto de estallar que sin embargo no estalla nunca. David es el extraño que sin proponérselo viene a cuestionar la normalidad. Funciona para los hermanos como interlocutor, en un principio indefenso, que como todo niño quiere lo que no puede tener y cuando se lo dan ya no lo quiere.
Del techo cuelga un balde, junta el agua que cae de una gotera. El sonido de la gota contra el metal del balde une la mirada de los tres personajes en el mismo elemento. Acá el diseño de sonido (a cargo de Agustín Alezzo y Federico Tombetti) funciona perfectamente, amplificando el ruido de la gota. Pero en otros momentos, lamentablemente, va en contra de la tensión dramática que intenta reforzar.
Construir un galpón en el jardín es la utopía, la meta máxima de Aston. Pareciera el único objetivo claro de la obra, que sin embargo resulta inalcanzable. A pesar de la sencillez con la que podría cumplirse, sabés que es un horizonte lejano. También salís sabiendo o recordando que cuando le contás un secreto a otra persona le das el poder al otro de opinar y juzgarte. Pero cuando hay un pasado que te define, pujará por salir aunque te exponga. Eso es lo que pasa con Aston que cuenta su secreto a David.
El cuidador por Agustín Alezzo es una obra en la que los límites del humor y el sadismo están acertadamente indefinidos. En la que los actores encaran a sus personajes con todo lo que ellos son: ambiguos. Transitan una línea débil en la que los parámetros donde encajar lo bueno y lo malo no importan.