Por Nicolás Fernández
Del tiki-taka de Guardiola al pragmatismo de Luis Enrique, el Barsa gana, gusta y golea. Una mirada sobre el equipo que se reinventa a sí mismo.
La cámara se detiene con un primer plano sobre la platea del estadio Santiago Bernabeu, en el Paseo de la Castellana de Madrid. Una bandera tricolor gigante con los colores franceses se despliega de arriba hacia abajo en señal de solidaridad hacia su pueblo, a poco más de una semana de los terribles atentados que dejaron más de 130 muertos. Los aplausos se terminan con otro primer plano. Sobre el palco principal se encuentran aplaudiendo, hipócritas, Mariano Rajoy, Presidente de España y los máximos directivos de ambos clubes, Florentino Pérez, en su segunda etapa a cargo del Madrid y Josep Bartomeu, quien reemplazó a Sandro Rosell tras su renuncia por severas acusaciones de fraude y corrupción. Barcelona se ha convertido en el emblema de una Catalunya enemistada con el poder centralista de Madrid que comanda Rajoy, quien además ha sido un aliado infranqueable de la OTAN y sus absurdas guerras contra los enemigos de turno de “occidente”, en territorios ricos en reservas de gas y petróleo. El partido es calificado de “alto riesgo” y los operativos de seguridad desbordan millones de euros, otro gran negocio para unos pocos bolsillos.
El gran clásico de España podía acrecentar la distancia de tres puntos que el Barsa poseía sobre el Madrid comandado por Rafael Benítez, quien desde que comenzó la temporada ha tenido que lidiar con los egos de un plantel que busca más el brillo personal que la armonía de un equipo; una difícil tarea para un entrenador que no tiene la tesitura de Carlo Ancelotti ni la polémica, aunque efectiva, autoridad de José Mourinho.
En el manual, los espectadores están invitados a ver un encuentro muy simple. El Barcelona, sin Messi entre los titulares, tratará de tener la pelota para generar espacios. El Madrid esperará y apelará a los veloces contra-golpes comandados por Cristiano Ronaldo y Gareth Bale. El que saque máximo provecho de sus virtudes, reduzca sus posibilidades de error al mínimo y cuente con la cuota de suerte siempre necesaria, prevalecerá sobre el rival.
La descripción hecha sobre el juego del Barsa parece ser la misma de los últimos 25 años, desde que Johan Cruyff modificó la escuela catalana en virtud de las premisas de la Máquina Naranja holandesa de la década del 70. Jugadores con buena técnica y veloces de mente para ejecutar los pases. Extremos “anchos y profundos”, que agranden el campo de juego para multiplicar los espacios interiores y una defensa plantada en la mitad de la cancha que permita reducir los espacios al rival ante una pérdida de balón, una reducción acompañada por una presión en bloque, que obligue a decisiones apresuradas, y en general erráticas.
Hasta aquí, nada nuevo hasta la magnificación de estos conceptos llevados a la práctica por aquel equipo conformado por Pep Guardiola. Sin embargo, tras la salida de su último gran gestor, ni su reemplazante Tito Vilanova, ni el Tata Martino lograron reinventar al equipo para seguir ganando con un modelo que lejos de estar agotado, parecía llegar a un techo del que varios rivales se supieron aprovechar.
Cuando llegó Neymar, además de las esperanzas, llegaron también las dudas. Acostumbrado a jugar como acompañante de un clásico centro-delantero, libre en la cancha, el brasileño tuvo que re-adaptarse posicionalmente para cumplir el rol de extremo izquierdo, para no quitarle protagonismo a Messi. El problema fue que Neymar no es un extremo clásico, que apele al desborde como arma principal, sino que sus características lo llevan más en dirección al arco rival, en la búsqueda del propio gol. Como si eso fuera poco, las necesidades de efectuar una compra que rompiera el mercado para competir, también desde lo mediático, con el Madrid llevaron al barsa a negociar la llegada de Luis Suárez. Un clásico 9 de área que podía entorpecer las libertades de Messi en esa posición, una experiencia que ya se había visto con Ibrahimovic.
La gran virtud del nuevo entrenador Luis Enrique Martínez fue primero la de crear una convivencia armónica entre los cracks (algo que también tuvo sus episodios tensos), pero también la de cambiar posicionalmente a los delanteros respecto de los laterales. Estos últimos, Dani Alves y Jordi Alba entre los titulares, se convierten en los extremos bien abiertos (aquellos “anchos y profundos”) cuando el equipo ataca y los supuestos extremos se cierran un poco, y en vez de esperar dentro del área emprenden el movimiento desde los límites del área grande para llegar a un posible centro atrás, de frente al balón. Este es el trabajo que hacen Neymar desde la izquierda y desde la derecha unas veces Messi, otras Suarez; transición esta última que es otro gran recurso que ha alentado el entrenador para facilitarles el desmarque a los delanteros y que estos han adoptado con facilidad y humildad para ayudarse mutuamente por el bien del equipo.
El clásico finalizó cuatro a cero a favor del conjunto culé porque en esa re-invensión, aunque sin traicionar los valores clásicos de tenencia de balón y salida desde el fondo con pelota dominada, fue mucho más que el mezquino y desacertado planteo merengue. El exquisito juego del Barcelona no servirá para olvidar las trágicas consecuencias de los conflictos bélicos, pero sí distraerá un poco a quienes como espectadores nos deleitamos con la belleza de su juego.