Por Gabriel Rodríguez. Un viejo, un joven, un niño y una muchacha se encuentran frente al último árbol de la tierra.
El árbol de los retornos. Así soñé yo que se llamaba el último árbol que quedaba sobre la tierra; el aire final para unos pocos agradecidos. Pero yo no estaba entre ellos, lo soñaba desde un pasado en ruinas, desde este presente inconsciente, cuando se iba desmoronando la naturaleza, la madre tierra, los arroyos y lagos, los ríos y los cielos.
Me acerco al tronco grueso y único y observo fijamente. Es todo lo que hago en un buen rato. Y respiro, hondas bocanadas de oxígeno entran en mis pulmones. Acaricio las hojas que tengo a mano y descubro que al hacerlo toda la naturaleza se mueve lentamente en vaivén, aunque no hay viento, ni una remota brisa que más no sea un recuerdo de pequeña borrasca. Hay algo vivo en ese árbol que es más que él mismo.
Luego me siento a contemplarlo a unos metros.
El viejo llegó por mis espaldas, el joven me abordó por un costado. Un niño de la mano de una muchacha llegaron desde atrás del árbol. No sé si son los sobrevivientes, no lo pregunté, ya no me interesa tampoco.
Comenzaron a hablarme de cómo fue, de cuándo, de brutalidades compartidas y arrepentimientos tardíos. Hasta gritar su desesperación tan vívida en la recordación que me traían. El anciano lloró. El niño nunca dejó de jugar a trepar al árbol. La chica y el joven se tomaron de la mano, sin hablar un tiempo que no sabría cuánto fue; luego ellos, iniciaron la explicación de lo que hacen y esperan hacer, los cuatro.
“El árbol es la clave para nuestro futuro, pero no podemos usarlo, solo hablar con él de lo que sabemos y con ello recomenzar“, dijo la muchacha, mirando las hojas que abrazaban al niño.
El joven siguió: “Él nos da el aire que hay, lo demás debemos hacerlo nosotros, todo lo perdido habrá de ser recuperado con los tiempos y nuestros sacrificios a través de ellos.”.
El niño cayó desde una rama y rió a carcajadas, desparramado en la tierra humedecida por las lágrimas del viejo.
Todo se empezó a desvanecer, lentamente, no tristemente, sin chance de que yo pudiera impedirlo.
El viejo fue el último en hablar en mi sueño. “Los árboles que nos darán los libros donde reconocer y legar nuestros atrocidades como especie, son los futuros hijos de este árbol que nos ofrece respiración boca a boca. Él no es el árbol de los libros, sino el de los retornos.”.