Mariana Komiseroff. La obra teatral La Varsovia, de Patricia Suárez despierta la reflexión sobre el derecho a decidir de la mujer sobre su cuerpo y el control de su sexualidad. Los años 30, la contracara de la temática que se debate en la actualidad.
Escrita por Patricia Suárez y dirigida por Marcela Robbio, LaVarsovia comienza como una postal de los años treinta. Se observa la proa de un barco que, según se revela, viaja desde Polonia hacia Buenos Aires. Allí, dos mujeres permanecen detenidas en ese tiempo. La escenografía simple y precisa (a cargo de Agustina Filipini) funciona a modo de altar donde las dos mujeres se relacionan dejando ver las grietas de una relación de amistad en su periodo de gestación. La competencia entre ellas es clara, aunque al principio no se sabe muy bien cual es objeto de deseo.
Él fuma, las merodea despacio. Le ha prometido a la menor un matrimonio que no va a concretarse. Ella es virgen y su virginidad es un tesoro valuado en un número concreto. El derecho del hombre a satisfacer su deseo es abierto. Pero para la mujer de la época, si el acto sexual no está santificado por el código del sacramento es una falta, aunque no tiene alternativas posibles cuando el amo dispone.
“Desde las civilizaciones primitivas hasta nuestros días siempre se ha admitido que el lecho era para la mujer un servicio que el hombre agradece con regalos o asegurándole la subsistencia: pero servir es darse a un amo; en esa relación no hay ninguna reciprocidad. La estructura del matrimonio, así también como la existencia de prostitutas, es prueba de ello, la mujer se da, el hombre la remunera y la toma”, explica Simone de Beavoir en El segundo sexo, el capítulo que le dedica a la iniciación sexual de la mujer, siempre pertinente a la hora de hablar de obras de teatro que involucran asuntos de género.
La escena erótica de La Varsovia es, sin dudas, de las más hermosas de toda la obra, perfectamente coreografiada, intensa, perturbadora y por supuesto no falta el claro dejo de tristeza que acompaña a toda pérdida.
Si bien la mayor parte de la acción dramática es llevada a cabo por los dos personajes femeninos (Virginia Jáuregui y Vanina Garcia), el hombre (Juan González) es indispensable. Podría haberse tratado de un personaje tácito pero aún cuando sus desplazamientos son en el plano más bajo del espacio escénico -en pocos momentos utiliza la escenografía- es indudable que su jerarquía respecto de las mujeres es mayor.
La comercialización del cuerpo femenino lleva a valuar aspectos y condiciones como mercancía. En el cuerpo de la mujer se resumen las posibilidades de trabajo, de ascenso social, de cariño, la posibilidad de paliar la soledad. La edad, en el caso de la mujer más grande, es el aspecto que la hace perder derechos adquiridos, aunque estos sean ilusorios. Un cuerpo, al que se le ha puesto más expectativas de las que puede soportar, se vuelve contra sí mismo.
Cuando en La Varsovia el enigma queda de manifiesto no sabemos muy bien cuál será el destino de las mujeres, pero no tenemos dudas de que el control sobre sus sexualidades se dará a través del trabajo sexual, ya sea bajo la forma de la prostitución o el matrimonio y estará regido por la dependencia económica.