Por Adriana Rodríguez Caguana
Hace 25 años sucedió el primer levantamiento indígena del Continente del siglo XX en el Ecuador, el cual sacudió los vestigios coloniales de los Estados de la región que habían anunciado junto al rey de España el festejo por los 500 años del supuesto “Encuentro de dos mundos”. El levantamiento ocurrió meses después de haberse producido la caída del muro de Berlín y de haberse impuesto la política neoliberal que había empobrecido a casi la totalidad del país. El nivel de pobreza aumentó hasta en un 80% en varios sectores de la sierra y de la costa.
Este contexto y el incumplimiento de los acuerdos prometidos por el gobierno socialdemócrata de Rodrigo Borja llevaron a la Confederación de Nacionalidades Indígenas del Ecuador (CONAIE) a convocar la V Asamblea Nacional para definir las futuras movilizaciones. Se estableció como fechas de inicio del levantamiento los días 4, 5 y 6 de junio de 1990 bajo el título, “Mandato por la defensa de la vida y los derechos de las nacionalidades indígenas”. Sin embargo, el 28 de mayo, antes de las fechas señaladas, centenares de indígenas tomaron la Iglesia de Santo Domingo de Quito. Una toma que tiene una composición simbólica, porque demuestra el proceso de subjetividad anticolonial que permanecía en la memoria de los pueblos indígenas del Ecuador. Entre las resoluciones que marcaron la línea ideológica del levantamiento se encontraban: rechazar las políticas del FMI, reivindicar la oficialización de las lenguas de las nacionalidades indígenas del Ecuador a través de una reforma constitucional, respaldar la campaña por los 500 años de resistencia contra el festejo colonialista del “Encuentro de dos mundos”, exigir la suspensión de los desplazamientos territoriales en la Amazonía, y solicitar la expulsión definitiva de instituciones evangélicas, como el Instituto Lingüístico de Verano. Vale recalcar que la situación de los derechos territoriales indígenas era dramática, esto pese a las reformas agrarias que se habían realizado previamente en 1964 y en 1973. El empobrecimiento y los desplazamientos siguieron siendo una constante en las comunidades, situación que se volvió insostenible en la década del noventa.
Entre el 4 y el 6 de junio los pueblos indígenas bajaron por miles de las montañas de los Andes y subieron de las selvas para cerrar las carreteras de la sierra y de la costa; los mercados fueron desabastecidos en las urbes. Los mestizos se daban cuenta, por fin, que quienes los alimentaban eran los rostros empobrecidos de los páramos, quienes tenían apenas un 10% del territorio productivo y abastecían a casi la totalidad del mercado local. Hubo solidaridad entre los trabajadores, los desempleados, los estudiantes y los sectores medios que llegaron hasta la Iglesia con alimentos y pancartas en señal de respaldo. Incluso en la ciudad de Guayaquil las organizaciones de derechos humanos fueron hasta la Iglesia de San Francisco para manifestar su adhesión al movimiento. La toma de las Iglesias, como dispositivos que inauguraban la revuelta, fue también producto de una nueva concepción teológica de los curas tercermundistas que respaldaban los reclamos de las comunidades.
Durante esos días, la CONAIE realizó multitudinarias reuniones en las ciudades de Ambato, Riobamba, Latacunga, Guaranda, llegando a reunir hasta 30.000 personas en las concentraciones. Las provincias de la sierra, Pichincha, Cotopaxi, Cañar, Azuay, Chimborazo y Loja, fueron las más conmocionadas. Cayambe también fue otro de los epicentros de enfrentamientos con la policía por la detención de varios de sus dirigentes. Para ese entonces todavía existían haciendas que oprimían la fuerza del trabajo indígena, motivo por el cual se levantó también la consigna “Ni una hacienda para 1992”, fecha en la que se cumplían los 500 años de invasión española. Esta consigna, junto a la de “500 años de resistencia”, evocaba la necesidad de un resarcimiento histórico por parte del Estado que mantenía vestigios coloniales.
Las clases oligárquicas y racistas del país vivieron un ciclo de “terror”; no dejaron de manifestarse en los diarios y en la prensa como “víctimas de la violencia indígena”. El presidente de la Cámara de Agricultura de la Primera Zona denunció que los sublevados habían vaciado los comercios y habían puesto a cocinar a las mujeres hacendadas en el Chimborazo. Tal vez esos hechos ocurrieron efectivamente, como una minúscula venganza (diría de tipo educativa) por el trabajo doméstico, casi siervo, de las mujeres indígenas en las haciendas, el cual pocas veces era remunerado. En todo caso, una serie de acontecimientos ocurrieron dentro de la movilización que nos demuestra el poder de las resignificaciones sociales y culturales, producto también del pensamiento intelectual indígena: cantar el himno nacional en quichua, la resemantización de palabras que habían sido destinadas a estigmatizar, como “runa” o indio, hacer que las mujeres hacendadas cocinaran, tomar las iglesias y celebrar misas para bendecir la movilización. Todo esto configura lo que Homi Bhabha llama el derecho a resignificar; es decir, a cambiar los significados que fueron durante años símbolos de opresión. Este derecho no es aislado, sino que está inmerso en los demás derechos colectivos: territoriales, educativos y lingüísticos, que están estipulados en el Convenio 169 de la OIT desde 1989.
El gobierno de la Izquierda Democrática aceptó establecer un canal de diálogo el 6 de junio, pero el mismo fue desestimado días después por la represión que sufrieron varios dirigentes sublevados. La toma de la Iglesia finalizó el 7 de junio y en julio se celebró en Quito el Primer Encuentro Continental de los Pueblos Indios, que dio como resultado La Declaración de Quito. Primer instrumento jurídico internacional y descolonizador firmado por los delegados indígenas del Continente. Cuatro años después salió a la luz el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en México, y en 1999 ocurrió la Revolución del Agua en Bolivia. La década del noventa fue fecunda de movilizaciones indígenas que rechazaban la globalización, la que absorbe las diferencias culturales y económicas para vomitar hegemonía capitalista, a veces disfrazada de multiculturalismo.
Hoy, después de 25 años de haberse producido el levantamiento, las demandas de los pueblos indígenas del Ecuador siguen vigentes. El gobierno actual ha establecido un modelo de desarrollo extractivista que vulnera los derechos de consulta y participación de las comunidades. La CONAIE retomó las alianzas con los sectores clasistas para defenderse de la envestida desarrollista, continuadora de la globalización. Sin embargo, evidentemente las constantes tensiones con el poder ha afectado a la organización, la cual se encuentra en constate transformación y reflexión sobre su futuro organizativo. Entonces la consigna se mantiene y se actualiza: “525 años de resistencia” pero no solamente resistiendo, sino también construyendo el sueño de que otro mundo, diverso y anticapitalista, es posible.