Por Martín Cortés. El pasado 23 de agosto se festejó el bicentenario del Éxodo Jujeño en la capital norteña, una buena ocasión para reflexionar sobre este hito de nuestra historia y cómo esta se escribe actualmente.
Poco se sabe del éxodo más de lo que indica su nombre. La historia oficial ha machacado sobre el hecho por diversas razones: algunas de ellas son el rol que cumplió en el proceso independentista, el protagonismo de la masa guiada por un supuesto espíritu patriótico y el papel jugado por Manuel Belgrano. Este prócer cumple con varias de las características necesarias para formar parte del panteón nacional: haber desarrollado su carrera política en Buenos Aires, volcarse a la guerra cuando fue necesario y morir pobre, cuando no exiliado. La conmemoración oficial del éxodo se llevó a cabo en la ciudad que lo protagonizó, San Salvador de Jujuy, y fue presidida por el vicepresidente Amado Boudou ya que la presidenta Cristina Kirchner debió suspender su participación por un cuadro de lipotimia. El diario Página 12 publicó una nota con las opiniones de, entre otros, el historiador Felipe Pigna y el psiquiatra Pacho O’Donnell, miembros del Instituto Nacional de Revisionismo Histórico Manuel Dorrego. El instituto fue creado por decreto presidencial en 2011 con los objetivos de “profundizar el conocimiento de la vida y obra de los mayores exponentes del ideario nacional, popular, federalista e iberoamericano” que “obligan a revisar el lugar y el sentido que les fuera adjudicado por la historia oficial, escrita por los vencedores de las guerras civiles del siglo XIX”. Sin embargo, la nota publicada por Página 12 resalta los aspectos de Belgrano mencionados anteriormente, como lo destacado de sus maniobras militares a pesar de no tener experiencia bélica por ser abogado.
El éxodo jujeño fue llevado a cabo por el Ejército del norte, comandado por Belgrano, y toda la población de la ciudad capital. El ejército venía de ser derrotado en la batalla de Huaqui, en la actual Bolivia, fortaleciendo la posición española en el Alto Perú. Desde allí, las tropas realistas esperaban avanzar sobre el resto del Virreinato del Río de la Plata (que incluía a Uruguay, Paraguay, Bolivia y parte de la actual Argentina) para ahogar la revolución que había estallado el 25 de mayo de 1810. El plan español buscaba recuperar en bloque sus posesiones americanas, mientras que el revolucionario tenía el objetivo opuesto, aunque también pensaba en términos continentales. Este hecho debe aclararse a partir de la compartimentación de la que ha sido víctima la historia latinoamericana, impidiendo a sus habitantes pensar el proceso independentista en clave regional. Dada la superioridad de las fuerzas realistas que comienzan el avance hacia el sur a través de la Quebrada de Humahuaca, Belgrano decide retroceder y aplicar la política de tierra arrasada: llevarse a toda la población consigo así como los animales y las cosechas para impedir el aprovisionamiento del enemigo, que esperaba descansar en Jujuy.
Dos hechos son destacados como pintorescos por el neo revisionismo oficial, aunque ilustran un conflicto mucho más profundo. Uno es la bendición de la bandera, creada por Belgrano poco tiempo antes, en febrero de 1812. Tal acto fue promovido por el prócer para moralizar al pueblo jujeño, aunque la insignia no hubiera sido aprobada por el Triunvirato que gobernaba en Buenos Aires. Es éste el primer cortocircuito de Belgrano con el órgano gobernante durante la etapa revolucionaria. El otro hecho es que el mismo Triunvirato había dado la orden de retroceder hasta Córdoba, donde aguardaban tropas de refuerzo para enfrentar a los realistas. La orden fue desobedecida por Belgrano, quien decidió presentar batalla en Tucumán, dando lugar a la victoria más importante del proceso independentista. Las diferencias entre Belgrano, al mando del ejército del norte, y Buenos Aires, la capital por inercia de los territorios liberados, iban más allá de la estrategia militar. Desde el comienzo del proceso de independencia, Buenos Aires intentó arrogarse el poder en el Río de la Plata. ¿Quién si no? La revolución de mayo había estallado en el cabildo porteño. La soberanía retornaba a los pueblos ante la nueva situación, aunque no quedaba en claro quién detentaría el poder concretamente. Buenos Aires, capital del virreinato creado hacía menos de cuarenta años, en franco crecimiento y poblada con los comerciantes más ricos de esta parte del imperio español, se sentía con absoluto derecho a liderar la nueva situación. El futuro no estaba claro: la independencia de España podía significar un enorme perjuicio para las relaciones comerciales, más aún luego de que Gran Bretaña, reina de los mares, volviera a ser aliada del reino ibérico. Por esa razón no era prudente reconocer la nueva bandera. La tensión entre Buenos Aires y el resto del ex virreinato se hará patente a lo largo de gran parte del siglo XIX. Mientras duren las discusiones sobre la nueva organización del territorio, la ciudad del puerto reprimirá cualquier proyecto que se desvíe del suyo, como el federalista que proponía José Gervasio de Artigas (quien, irónicamente, también llevará a cabo un éxodo junto a su pueblo), y protagonizará una guerra civil contra los caudillos del interior por la misma razón.
Es evidente que el éxodo jujeño y la posterior batalla de Tucumán frenaron el avance español sobre el ex virreinato, permitiendo encabezar un proceso revolucionario que San Martín y Bolívar llevarían a toda Hispanoamérica. Es evidente también, a la luz de la historia, que ese éxito sirvió más a Buenos Aires que a cualquier otra parte de la nueva república.
Este éxodo jujeño, reconocida fecha patria que le sirve a San Salvador de Jujuy para convertirse en capital honorífica del país cada 23 de agosto, se ha repetido a lo largo de los siglos XIX y XX, bajo otras formas. El aluvión inmigratorio europeo eclipsó el rol de la migración interna desde el norte, un flujo estable desde tiempos coloniales. Durante la etapa peronista, miles de jujeños y norteños en general migraron rumbo a Buenos Aires para habitar las villas miseria y trabajar en las fábricas. Desde la última dictadura militar, el ahogo fiscal y la pobreza crónica del norte argentino promovieron, también, la llegada de población a los suburbios del Gran Buenos Aires. La agudización de las políticas neoliberales en los 90 trastocaron aun más las economías regionales donde el peso de las empresas estatales era mayor, generando una fuerte desocupación y más pobreza. Pero también fue el norte escenario de otras batallas por otra liberación, todavía inconclusa, contra las políticas de los sectores dominantes. Aquellos que no pudieron o no quisieron migrar, encendieron los primeros focos de resistencia contra las políticas neoliberales, protagonizando levantamientos populares como los piquetes de General Mosconi en Salta. Ellos también construyeron y construyen la historia argentina que alimentó y alimenta el centralismo porteño, influyendo en varias oportunidades en forma determinante en el rumbo del país.