Por Gonzalo Reartes
Hay muchas formas de hablar de amor. En Lo que me costó el amor de Laura, opereta criolla de Alejandro Dolina, el sentimiento se canta en medio de historias que parecerían no tener fin.
“Se ha dicho que los hombres hacen todo lo que hacen con el único fin de enamorar mujeres”. Así, entre murmullos de bar, Marcos Mundstock da inicio a la opereta criolla Lo que me costó el amor de Laura. El tugurio en cuestión lleva el nombre de Bar Pampa, “el café más sucio y tenebroso de la ciudad”. Allí, el protagonista de esta historia, Manuel, comienza su relato, un relato teñido de amor y dolor, sentimientos encontrados, aunque a veces ambas palabras signifiquen la misma cosa.
El bar es una metáfora del infierno, un lugar donde no se puede vivir peor, donde los jugadores están condenados a jugar con cartas que no tienen ningún as, donde los borrachos brindan con licores que no hacen olvidar, donde las prostitutas no cuentan con clientela que pague por la ardorosa pasión del amor. No hay lugar para la esperanza en el infierno. El mismo Dolina ha dicho sobre este tema, en una entrevista de Junio de 2005 a la Revista Sudestada, que “el que está en el infierno no puede recibir amenazas, no hay amenazas para el condenado. ¿Qué otra cosa peor le puede pasar? Así que cualquier novedad es buena: no hay malas noticias en el infierno. El condenado ha llegado a ese lugar inconcebible que es el fondo del sufrimiento”.
Lo que me costó el amor de Laura es una historia de amor. O mejor. Del precio del amor, y también, de lo que se está dispuesto a pagar por amar. “Mi amor es un será/ o, a veces, es un fue./ Pero no pasa nunca por el es”, así se presenta Manuel, el enamorado, en el bar ante los parroquianos y se acerca a un hombre solitario de expresión adusta para desahogar su alma. Es el desahogo de quien ha padecido todos los tormentos, incluso el de la esperanza, que es sufrimiento que se prolonga hasta que se acaba.
Laura, pues, se presenta como perdición, engaño, traición. “Es mi querer estrella fugaz/ puedo serle fiel por diez minutos/ nada más./ Quiero que se haga mi voluntad,/ la sumisión es más sabrosa que el amor”. El encuentro deja enamorado a Manuel, perdidamente; y se ve empujado a declararse en ese mismo instante: “Ni en los tiempos dudosos de ayer/ ni en el gris porvenir que aún no es/ ha existido jamás un amor/ como el que hoy yo siento por usted”. Ella, presta, le pide a él un juramento a lo que él responde: “Le prometo que todo es fugaz”. Pero las mujeres hermosas nacieron para hacer sufrir a los muchachos tristes. Laura está acompañada de un señor de bigotes, un poco pelado y de voz aguda que se acerca cuando ambos se están entreverando con loca pasión en la oscuridad de un balcón para anunciarle que el avión que ambos deben tomar sale a las seis. Manuel se sobresalta y le dice que la adora. Ella lo aparta con gesto teatral y le confiesa el precio de su amor.
Dolor, desesperación, miedo, horror. Todo amor tiene un precio. “Según se dice, hay una llave que permite a su poseedor conseguir el amor de cualquier persona. No está claro si se trata de un objeto de fabricación celestial o infernal”. La llave se encuentra en algún rincón del Barrio del Dolor, que es atravesado por la Calle de la Desesperación. En cada esquina espera un vecino que va guiando al enamorado hacia la llave, pero que cobra muy cara su ayuda: quien consulta debe pagar las instrucciones con años de su vida. Cuanto más sabe uno, más cerca está de la muerte. Laura le exige a Manuel que consiga la llave y el enamorado, lejos de achicarse, contesta: “Si el precio es morir,/ tan caro no será./ La vida vale menos que el amor.”
El Barrio del Dolor está cubierto de una espesa niebla que ningún hombre puede atravesar. Sin embargo, existe una puerta de claridad, vigilada por un guardián, un poeta llamado Caronte. A su encuentro va Manuel, y este poeta (en voz de Joan Manuel Serrat) procede a describir el Barrio: “Ese es el rojo buzón/ de las cartas que nunca jamás llegarán./ Allí se puede esperar/ a la novia que no vendrá./ Y aquella es la Avenida de la Confusión./ Nunca se puede perder/ el que no sabe adónde va./ Pero está lindo el barrio (…)/ y las novias ajenas dicen al mirar/ ‘yo no soy para vos,/ nunca me has de besar’.”
Inicia así su periplo el enamorado, aquel que va a buscar la llave que le dará el corazón de la mujer amada, pagando con años de su vida cada encuentro que lo va acercando al fin. Manuel es atravesado por la Murga del Tiempo, que obliga a bailar por toda la eternidad a quien atraviesa en su camino, por la Nube de la Duda, que llena de dudas a quien cruza (“Es la incertidumbre/ lo que te enamora./ Mil besos sin dueño/ bailan en mi boca./ Posibilidades, esperanzas locas./ La duda es la vida,/ saber es morir”), por La Pitonisa (Mercedes Sosa), quien le canta: “Aquí no hay consuelo/ para el peregrino./ Puentes de neblina, vidalitá,/ son los del destino./ Pues no hay caminante, vidalitá,/ tan sólo hay camino.”
Cada camino parece llevar a ningún lado. Tal como dijo Benedetti, una carta de amor es el informe de una ausencia. El enamorado cae en la melancolía al no hallar el objeto de su amor, pero esta melancolía no es enemiga, sino materia prima para el poeta, que se nutre del dolor y busca en los sentimientos las palabras exactas para expresar lo vivido. El recuerdo de Laura, el recuerdo de la novia ausente. La distancia se hace palpable. “Tu cara es una sombra fugitiva,/ milagro que se aleja más y más./ Me dice el corazón que volverás, pero yo sé/ que nadie ha regresado nunca”. Fidelidad total a ese amor. O no. Quizás, tenga razón El Seductor (Sandro) cuando nos dice que todos los amores son uno y la traición no existe. La coherencia no sirve en cuestiones del corazón. La fidelidad es en base a la entrega y la entrega debe ser total, como dijo Sartre “un salto a un precipicio; si uno lo piensa, no lo hará”.
Llega el enamorado al puente Chivnat, que está construido sobre las aguas del arroyo Nunca Jamás. “El puente es ancho para los justos e imposible para los traidores. Una hermosa muchacha lo custodia y premia con su amor a quienes consiguen llegar al final del trayecto. Lamentablemente para ella, todavía nadie lo ha logrado”. Logra llegar al final Manuel y la Dama lo guía hasta el bar Pampa; lo instruye para que cuente su historia a cualquiera: alguien le dará la llave, y así, será dueño de todos los besos del mundo. Así pues, resulta que la llave estuvo todo el tiempo en las manos de aquel hombre solitario de expresión adusta a quien se le estuvo relatando la historia; ese Otro (Juan Carlos Baglietto) posee el tesoro, la perla al final del arcoíris. Se la entrega al enamorado y ante la alegría de éste, le pide que cuente cuántos años gastó en el Barrio del Dolor… el enamorado comienza a asustarse y El Otro revela su identidad: es La Muerte y ha venido por él. “La nada espera, vamos ya./ Su tiempo terminó”.
Pero en ese momento, Laura entra al bar Pampa. Manuel le quiere entregar la llave pero Laura se niega: “Esa llave tan sólo se da/ a quien no le hará falta jamás.” Por cumplir la tarea que le fue encargada, el enamorado ha gastado su vida, pero no importa: el amor vale más. La Muerte urge, resguardada en el tiempo, y les dice que les queda un instante nomás, pero en el amor, un instante es la eternidad. El precio del amor puede llegar a ser la vida; ¿quién se atrevería a afirmar que es demasiado caro? Cierto que al final espera la muerte, victoriosa. Cierto que una sombra ya pronto seremos todos. Pero no es la muerte el final de una historia de amor, los que aman no mueren jamás.