Por Leonardo Rossi, desde Sebastián Elcano (Córdoba). Los Olivera resistieron una década de avanzada empresaria. Aunque perdieron gran parte de sus lotes, aún eligen quedarse en suelo rural.
Falta poco para el almuerzo, y René Olivera surge de entre los arbustos. Exhausto, regresa a la casa. Desde que clareó salió a recuperar alambrados. “La Vero”, su compañera, ofrece tortilla y mate bien caliente. El paraje La Penca, de Sebastián Elcano (al noreste cordobés) huele a resistencia; transpira esperanza. El escenario está montado: el horno de barro, la huerta, el aljibe, y el algarrobo blanco, imponente. René comienza su relato.
Hacer equilibrio. Sobrevivir. Esa parece la suerte de este campo. Y claro, de quienes lo habitan. En los últimos diez años, la zona norte de la provincia mediterránea fue devorada por el avance sojero, por hacer uso de un eufemismo. A decir verdad, la cuestión es menos abstracta. Donde no pudieron avanzar por una vía cristalina, empresarios, funcionarios públicos y grupos de choque (en los casos más graves) impusieron por caminos paralelos el modelo de agronegocios en suelo campesino.
Esta maquinaria golpeó un día a la puerta de los Olivera. La familia (ocho hermanos) tenía poco más de 400 hectáreas, que habitaron por generaciones. Y un (mal) día, “vinieron por la soja”. Con juez y policía de aval, los empresarios se presentaron volteando 80 hectáreas. Desde entonces, se largó la farragosa carrera judicial, que no suele ser muy amigable para con las familias campesinas. Presentación de dudosos derechos de posesión por parte de los nuevos vecinos, superposición de jurisdicciones y cambio de jueces se sucedían, mientras René, Vero y el resto de los Olivera perdían metros de tierra.
En 2006, Damián Muñoz, supuesto poseedor, montó una casa e instaló a un puestero. La tensión ascendía. Los Olivera sacaron al ocupante, pero terminaron ellos, habitantes de toda la vida de ese campo, denunciados por usurpación. Todas las instancias judiciales, Tribunal Superior incluido, resultaron desfavorables a René y sus hermanos.
Entre tanto, Muñoz y sus socios no menguaban su hambre de desmonte. Una mañana, las topadoras tomaron por sorpresa a Vero y Lucía, la madre de René. Las mujeres no dudaron. Sus cuerpos se ofrecieron para detener el avance de las máquinas, que iban por 180 hectáreas más. Los hermanos Olivera iban apareciendo. Del otro lado, efectivos policiales, juez y empleados de los empresarios. “Estuvimos de las 11 de la mañana a las 3 de la tarde. Podría haber pasado cualquier cosa. Ellos tenían armas.”
El acercamiento al Movimiento Campesino de Córdoba (MCC) oxigeno a René y los suyos. La aceitada estructura del agronegocio iba camino a dejarlos ya sin siquiera un pedazo de monte. “El abogado de ellos quería todo.” Pero el asesoramiento de los defensores del MCC logró que, al menos, pudieran conservar 50 hectáreas: “Si no estaba la organización íbamos a perder todo. Con ellos llegamos a muchos lados, nos pudimos hacer escuchar, y la gente tomó conciencia”.
Luz campesina
Tanta presión y sed de lucro no sólo se llevó puesto el bosque nativo. El cuerpo y la mente de Lucía Mercedes Lázaro no soportaron el despojo. El campo que había heredado de su madre, en el que siempre vivió, y que dejaba para sus hijos iba siéndole expoliado. En 2010, a sus 71 padeció un accidente cerebro-vascular que terminó con su vida. “Nos gusta tanto el campo, lo bien que estaba mi mamá acá. Pero ahora con tan poco campo no se puede vivir bien. Han mermado los animales, ahora hemos quedado cada uno de los ocho hermanos con 20 hectáreas. Tenemos que salir a trabajar afuera porque no alcanza. Y eso es lo que le hizo tanto mal a mi mamá, sufrió mucho, por eso murió. Nosotros luchamos por ella. Pero ya…”
El rayito de sol ante tanto gris aflora de Gimena (15) y Renzo (14), hija e hijo de Vero y René. Nacidos en aquellos años en que el precio de los campos estaba en alza y muchos optaban por vender e irse al pueblo, los pequeños pudieron (sin pocas dificultades), gracias a la resistencia de su abuela, padres y tíos, conservar la vida rural. René cuenta su historia, mientras Renzo junta sorgo para alimentar los pollos. En la cocina, Gimena coopera con la preparación de las milanesas de cordero, que humean e invitan a dar inicio al almuerzo. René clava sus pupilas sobre Renzo y sonríe. “Yo estoy convencido: le voy a hacer una casa a cada uno de mis hijos acá. ¿Venderlo? ¡Nunca! Estoy feliz acá, chocho.”
Siempre en la lucha
Una década de avanzada empresaria: “Tenía 160 ovejas y hoy tengo 30. Usaba todo el monte este. Vacas tenía 40 y 50 mi hermano. Y hoy tengo 10 y mi hermano 20. Tuvimos que vender los animales. Me mataron vacas porque se me iban a la calle.” Por estos días René está dedicado a producir chanchos, tiene un pequeño criadero con diez madres. La producción le sirve para autoconsumo y venta. Pero como explicaba antes, con esa sola actividad hoy ya no alcanza, y por eso es que debe changuear, hacer limpieza de alambrados, albañilería o servir de tractorista.
Aunque no cuentan con los recursos que supieron décadas atrás aún aprovechan el bosque nativo, la fuente esencial de la vida campesina. “Del monte sacamos leña para cocinar, el mistol, algarrobo. Aprovechamos todo. Pero ya nos queda poco. No sé hasta cuándo, pero seguiremos luchando por quedarnos, porque amamos el campo.”