Por Leandro Albani. Una vuelta a Buenos Aires y un encuentro en la Plaza Primero de Mayo.
Dos días en Argentina y todavía no había podido tomar un cortado. Cuarenta y ocho horas en el país y conocer a Mariela lo había descolocado.
Cuando le dijo al taxista en Ezeiza que lo llevara hasta Congreso nunca imaginó descubrir a Mariela, hablar con ella, invitarla un café (que nunca llegó a ser) y terminar en su departamento, los dos gimiendo y buscando la piel de los cuerpos con desesperación.
Había llegado al país por una semana con una valija pequeña y desordenada, los trámites que tenía que hacer eran complicados y aburridos, y solamente deseaba pasar unas horas en la plaza Primero de Mayo. Más de una vez le habían preguntado qué le gustaba de ese lugar. No lo sabía bien, la plaza no era ni grande ni muy bonita, tampoco demasiado tranquila, por Irigoyen pasaban varias líneas de colectivos, o sea, humo y bocinas, frenadas y una que otra puteada, pero había crecido en esa plaza y tenía buenos recuerdos. Eso decía cuando le preguntaban.
Bajó del taxi, puso la valija en la vereda y vio a Mariela sentada en un banco, el sol tibio de invierno sobre la ciudad, las piernas cruzadas y en sus manos un libro que no quería leer.
Su cara le pareció hermosa, el contraste de la piel blanca y las pecas que se dispersaban desde la nariz hacia los pómulos, tantas manchitas rojas, su cabello negro y algunos mechones que caían suaves sobre su rostro, entonces ella se transformaba en una noche de cielo peligroso y profundo.
Sintió el impulso de ir a hablar y eso hizo. Le dijo “hola” y se dio cuenta que con la valija parecía un poco extraño. “Ojalá no crea que soy un mormón”, pensó. Ella le sonrió y después todo fue conversación y saborear la cadencia de su voz, dulce y a veces imperceptible entre tantos colectivos y Buenos Aires.
El primer beso se deslizó entre palabras y miradas. Después la tarde los contempló mientras se juraban deseos imposibles.