Por Ana Paula Marangoni
“Existe una cita secreta entre las generaciones que fueron y la nuestra. Y como a cada generación que vivió antes que nosotros, nos ha sido dada una flaca fuerza mesiánica sobre la que el pasado exige derechos. No se debe despachar esta exigencia a la ligera.”
Walter Benjamin
En los últimos días fuimos dolorosos testigos de un uso permanente de la violencia por parte de las fuerzas policiales. No es que esto sea algo nuevo; la facultad de golpear, de acorralar, de disparar siempre encuentra ocasiones para concretarse, aún en los gobiernos que se pronuncian en contra de estas prácticas.
Claro que cuando notamos que la potencia de reprimir se instala con mayor frecuencia y naturalidad, e incluso se defiende desde el ámbito discursivo, resulta difícil no estremecerse.
Cuarenta y un años del inicio de la más feroz de las dictaduras vividas en el continente es un lapso de tiempo breve. Si lo pensamos a la inversa, treinta y cuatro años de democracia, luego de una marca a fuego del terror, es aún un período más breve. Un relámpago de años en el que coexistimos ex genocidas, los que mataron y desaparecieron a Julio López, las Madres de Plaza de Mayo, los nietos recuperados, los nietos que desconocen su identidad, las y los que iban del trabajo a su casa sin meterse en cosas raras, los que leyeron el Nunca Más con sus mismos demonios adentro y el fantasma esquivo de los que ya no están.
Cronología del dolor
El tiempo, que intenta inscribirse como pasado, es aún una pervivencia de experiencias que se superponen con las de nuevas generaciones; una amalgama de signos que todavía puja por configurarse sentido.
No es tarea fácil la de desatar esas marcas dolorosas para las cuales la palabra pasado se torna apenas un recurso literario, una metáfora espacial del atrás o de lo acabado. No es pasado lo que aún está vivo. Mucho menos lo que no termina de comprenderse.
La metáfora que usa Benjamin en su Tesis de Filosofía de la Historia es una representación adecuada de este enredo temporal. El ángel de la historia mira horrorizado las ruinas del pasado, mientras el huracán del progreso lo arrastra hacia adelante.
Tal vez, sin darse cuenta, Mauricio Macri alude a esta fuerza imperiosa cuando habla de dar vuelta la página. Vamos hacia adelante sin comprender hacia donde nos dirigimos, con el horror inscripto en nuestra mirada. Vamos hacia el futuro, pero dándole la espalda.
Ayer y hoy: una política de Estado
Los hechos estremecen: reprimen a docentes frente al Congreso mientras arman una Escuela Itinerante, los golpean, se llevan detenidos; entra la policía a la Universidad en Jujuy, se lleva detenidos a dos estudiantes; reprimen piquetes durante un paro general, se llevan detenidos. El gobierno muestra un camión antipiquetes. La lamentable Ministra de Seguridad se jacta de la extrema violencia, lo anota como un logro de su gestión, pone en duda el prejuicio negativo sobre la palabra represión.
La sucesión de hechos, inevitablemente, devuelve un escalofrío al cuerpo. El tratamiento mediático y los silencios justificatorios traen el fantasma del terror que no supimos, ni pudimos conjurar.
Pero, ¿de qué modo es posible hablar del terror en estos tiempos? ¿O acaso el fantasma enfermo y débil es el de la democracia? ¿Qué ideales sublimamos cuando hablamos de democracia?
Para quienes entendemos que el terror no solo es un uso abusivo de la violencia sobre los cuerpos, sino, precisamente, la convicción interior de que esa violencia ejercida es legítima, la tarea consiste en no dejar que el gélido miedo nos gane.
Se le gana al terror en las calles, en las reuniones, en los espacios que encuentran y que transforman la vivencia individual en un drama colectivo.
El desafío es alto, porque no se trata del arribismo de un gobierno ignorante y atropellado. Se trata, en realidad, de enfrentar esas ruinas vivas que son, aunque las hayamos ignorado, elementos constitutivos de nuestra sociedad; carne viva que todavía sangra. Y el PRO, un producto acabado de esta herida.