Por V.G. Pasó un nuevo campeonato, entre más muertos, sobreexposición televisiva y nuevos y viejos negocios. Un análisis del andar tambaleante de la pelota en Argentina.
Se acabó. Una vez más, sencillo y contundente, que es como sucede desde el comienzo de los tiempos, se acabó. Siendo que así también lo seguirá siendo y haciendo durante lo que quede de vida y un poco más. El silbato del final, como el de la partida, señala algo puntual e impreciso, en un redundante mismo momento.
Ahí, en ese instante del cierre, se encuentran y guardan tanto las gracias obtenidas como los oscuros designios, que de tan oscuros se ven resplandecidos por las cámaras y los flashes, y las propias, enraizadas pericias. Porque cabe preguntarse, justamente, a esta altura del partido, sino está todo así desde el vamos, sino es que solo importa ganar, al precio que sea, desde un principio, como principio. Porque, así como se establece la duda, el interrogante, también hay espacio para creer, quizá saber, con la certeza del recuerdo, que, desde que llegamos, desde que amamos una pelota, y la gambeta y su endiablado gol, andamos en esto de la trampa, en esto de pisar al rival, en esto de seguir el juego y el show, que (de) todo pasa. Parece un canto al desencanto, y quizá lo sea, de manera fehaciente, comprobable más, aún, cada vez que alguien aplaude, alienta sin insultar, tiene un gesto humano o asume el error o la derrota como una circunstancia y no como el fin. Ahí, en esas nobles excepciones, se destaca lo que somos, tristemente, la mayor parte del tiempo.
A contar, como un repaso cotidiano: Javier Gerez, el “anecdótico” hincha de Lanús asesinado por la Policía hace un par de fechas, que muerto está y que se suma a una lista que supera las doscientas setenta víctimas, ya quedó en el olvido. Número más, número menos, sucedió y sucede, de manera infinita en su finitud, que entre cada jornada que se va y la próxima que se viene, se de esto de la naturalización y el mencionado olvido.
Pero esto es el extremo, el último umbral de un cuadro atravesado por malas intenciones. Porque antes existe una dirigencia que de ella en más arma y desarma el show más popular con lógicas y reglas que nada tienen que ver con lo que cualquiera, uno, puede pensar al momento de analizar el asunto y su juego. Luego, y antes, durante y después también, circulan técnicos, jugadores, árbitros, agentes de prensa, cocacoleros y hamburgueseros, más empresarios -de toda variada variedad- y un público ávido -y rentado, esto es, le pagan o abona para estar- que en su mayoría dejará de lado la conciencia para disfrutar del éxito hoy, sufriendo -sobreactuadamente, para las cámaras- la derrota y su escarnio que llegará, inexorable, siempre, alguna vez, mañana.
Es raro y conocido -en esto de buscar definir un poco las cosas, darles cierto color- el fútbol y su mundo. Porque todo está a la vista, con horas y años de comentarios, deslizados o a los gritos, en los más variados y lustrosos paneles. Con el detalle de cada paso dado y cada palabra mencionada, que a su vez describen lo que se está mostrando en ese cada paso y esa palabra mencionada. Hay fútbol todo el tiempo, de acá, de allá y de todas las partes posibles. Y el problema, si es que es un problema ese -que de ser así sería otro, y van-, es que la información, y su objeto de seguimiento, inoculan lo que puede haber de triste negociado en todo esto. Desde por qué juegan determinados jugadores y no otros, hasta ese penal no cobrado y un aplauso cerrado, celebrando la tristeza ajena o la propia mala fe, la historia vive teñida de un penoso negocio, que reparte campeonatos pero no gloria. Triste, otra vez, como párrafos anteriores.
Quizá un yerro anterior y fundacional habrá sido pensar, y esperar, que lo profesional tuvo, tiene y puede llegar a tener algo que ver con el campito, también llamado potrero o canchita -de cinco, siete u once jugadores-. El portón del club (a partir del próximo campeonato con el nombre y figura del sistema para ingresos a los estadios -tanto y tan publicitado como poco claro- “AFA Plus”), clausuró desde el vamos, quizá, el último sueño de alguna justicia deportiva, junto al ideal de belleza que esa justicia puede implicar o permitir -el potencial es para no deshacer ese último deseo en no más que un bollo de papel o algo por el estilo que se hace trizas y ya-.
Llegó, en medio de todo ello, y a pesar, el “Fútbol para todos”. Una buena decisión política, que al momento de instrumentarse deja flancos, bien abiertos, para entrarle de la misma manera, casi, que antes al “fútbol para pocos-nadie”, al que por nada del mundo redondo hay que volver. Campeonatos cortos y sufrientes, horarios desquiciantes, clubes en bancarrota, libre albedrío para los mismos, malos tratos al espectador -en el comedor de la casa o en la misma cancha- son algunos de los hitos de continuidad que, aún, no se ha sabido o querido resolver. Claro, siendo la AFA una de las partes involucradas, difícilmente se pueda resolver la cuestión de fondo y en superficie, con la tal asociación causante del gran mal reinante. Pero esto es una parte, apenas de muestra, de lo que cada individuo, en esta creación colectiva, hace, más tristemente, por acción u omisión. Individuos que en pos de la cultura del aguante plasman el insulto en herida, cuando no en muerte.
Nadie sangra por la herida más que el mismo fútbol. En el campo de juego y fuera de él -si es que existen tales límites- todo se pone en duda, se tiñe de sospechas, para que nada cambie, se modifique, saludablemente. Se dirá mucho, y poco o nada se hará para mejorar. Se desangra el fútbol, lo dicho, pero su sangre es infinita, y de ella y por ella muchos vivimos, cuando unos cuantos otros se aprovechan. Entre esos muchos y los otros tal vez haya una salida, pero esto otra vez quizá sea puro deseo. Como una patada de voluntad que anhela ese pase largo y certero, remanso de destreza, explosión de asombro y de alegría, que es de lo poco que nos queda, que es como casi todo.
Continuará…