Con el reciente triunfo en primera vuelta de Jair Bolsonaro en Brasil se vuelve a confirmar aquello que el movimiento feminista hace un tiempo cuestiona: los sistemas representativos encontraron su límite en el propio modelo capitalista y la salida ya no puede ser electoral. Este debate que aparece como reciente, quizás por la sorpresa -para algunxs- de que un defensor del fascismo pueda ser elegido “en democracia”, lleva años en aquellas que, en sus cuerpos de negras, indígenas, lesbianas, pobres, migrantes, travestis, trans la representatividad política no existe. Porque, como siempre supimos, se trata de un sistema de elección limitado entre varones hegemónico (con algunas salvedades en la historia).
Por eso, las urnas de las marginales que, paradójicamente integramos la mayoría de la población en el mundo, fueron y siguen siendo las calles; espacio de disputa histórico no sólo para aquellos que hace siglos nos condenaron a la “privacidad” de la casa, las tareas de cuidados y la maternidad, sino también para aquellas y aquellos recientes representantes de grupos de negocios internacionales como el W20, grupo de afinidad del G20, que proponen como “novedoso” jornadas laborales domésticas para las mujeres (porque no ven otras corporalidades feminizadas) de forma tal que puedan sostener la economía en el mundo del trabajo como así también en el del cuidado.
De esa misma manera, son los feminismos venezolanos los que en tiempos de guerra y bloqueo económico siguen apostando desde las comunas y espacios políticos a la legalización del aborto negado por pretextos religiosos. Son las mujeres, defensoras de los territorios en Guatemala, México, Colombia, Honduras las que resisten al avance de los saqueos y el narcotráfico en sus comunidades. Son los feminismos los únicos que disputan las calles en Brasil con una Marielle asesinada, un Lula privado de su libertad y un reciente triunfo del fascismo hasta que todas seamos libres.
Pero ninguna reacción conservadora es azarosa y menos gratuita. Esta estructura es mucho más compleja de lo que parece. Los machos progresistas se integran a la misma disputando las migajas que les corresponden en las jerarquías del poder. Es así que encontramos a un Ortega en Nicaragua que, en nombre de la revolución persigue, desaparece, mata y blasfema contra aquellas y aquellos que no coinciden con sus acuerdos y políticas neoliberales. Es decir, no persigue burgueses, su acuerdo de machos no le permite acabar con lo que hay más arriba pero si arremeter contra las juventudes y los feminismos críticos.
Entonces esta resistencia de las mujeres, lesbianas, travestis y trans despierta los peores fundamentalismos moralistas que pretenden sostener una estructura de poder patriarcal tal cual fue introducida con la colonización hace más de 500 años. Por eso, ante un nuevo ENM, nuevos debates, ¿cuáles son los límites de la institucionalidad y el rol de nuestro poder en las calles?